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8

Cuando al día siguiente llegaron a St. Vincent de Paul, parecía como si los estuviesen esperando. Pero el médico del servicio no los condujo a la sala de visitas, sino al despacho del doctor Le Vaux, sin dar explicación alguna. El médico jefe informó con cierta turbación, inapropiada en estos casos para un hombre de su categoría, que el profesor Vossius falleció la noche pasada de un infarto, que lo lamentaba mucho y les daba a ellos, sus parientes más próximos, su más sentida condolencia.

En el interminable pasillo, donde aún olía a cera de suelos, Anne tuvo que ser sostenida por Kleiber. No porque fuese tan hondo su pesar por la muerte de Vossius -si bien en los dos días le había tomado afecto-, sino porque respondía a una horrible norma, en la que no había querido creer. Por esto le afectó tanto la muerte del profesor. Desde un principio, Anne se negaba a creer que la muerte de Vossius fuera casualidad, aunque, igual que en todos los casos precedentes, no veía ni un motivo ni una relación posibles.

Como en sueños y totalmente desorientada, anduvo a tientas cogida del brazo de Adrián por el apestoso pasillo y subió la ancha escalera de piedra hasta arriba, donde los esperaba el enfermero que durante sus visitas estaba sentado en silencio y con cara de tonto en la silla junto a la puerta. Éste salió al encuentro de Kleiber, le susurró algo que Anne no entendió ni le interesaba entender debido a su estado y, después de intercambiar unas palabras con Kleiber, llegó al acuerdo de encontrarse alrededor de las 19 horas en un bistró cercano, situado en la rué Henri Barbusse frente al Lycée Lavoisier.

La extraña cita pasó por delante de Anne como una alucinación que le llega a uno en estado de duermevela, y Adrián al llegar a casa la informó del ofrecimiento del equívoco enfermero. Ha sugerido, relató Kleiber, que podía dar una información importante referente a la muerte del profesor y, a la objeción de por qué no lo decía allí mismo, contestó que era demasiado peligroso.

Sea lo que fuere lo que se escondiese detrás de la presunción del enfermero -Adrián y Anne no podían imaginarse ni con su mejor voluntad que aquel torpe tuviera modo de ayudarlos-, debían sin embargo seguir el más leve rastro que pareciera oportuno para aclarar el caso.

El bistró era muy grande, al revés de la mayoría de bistrós parisinos, y de escasa visibilidad en su interior; sin duda por esto lo había elegido el enfermero. Éste se reveló como un hombre inesperadamente hábil, de comprensión rápida. En todo caso sabía exactamente lo que quería, cuando explicó sin rodeos que los enfermeros de las instituciones psiquiátricas estaban indignamente mal pagados -él usó la palabra méprisable- y debían ver cómo se las arreglaban por otras vías. Resumiendo, él podía ofrecerles la información sobre la verdadera causa clínica de la muerte del profesor y en su poder tenía las pertenencias del difunto que tal vez, en su caso, podrían serles útiles.

De qué caso hablaba, quiso saber Kleiber, y el enfermero, pasando súbitamente del francés a un alemán balbuceante pero perfectamente comprensible para asombro de ambos, explicó que había seguido con viva atención las conversaciones mantenidas durante los últimos días entre ellos y Vossius. A la pregunta de dónde había aprendido el alemán, respondió que tenía una mujer alemana, pero sobre todo suegros alemanes que no hablaban una palabra de francés, era la mejor escuela.

– ¿Cuánto? -preguntó secamente Kleiber. Se veía en el trance de no haber adivinado las intenciones del imbécil del enfermero, una derrota personal, y, puesto que podía con dinero borrar del mundo esta derrota, estaba dispuesto a pagar un alto precio.

Los dos hombres convinieron la suma de cinco mil francos, dos mil en seguida, el resto contra la entrega de un sobre.

Kleiber quedó asombrado de la seguridad con que actuaba el enfermero. Casi tuvo la impresión de que no era la primera vez que lo hacía.

– ¿Cómo está usted tan seguro de que recibirá el resto? -preguntó Adrián Kleiber provocador.

El enfermero sonrió satisfecho.

– En cierto modo lo tengo a usted atenazado. Si desembucho que haciéndose pasar por parientes de Vossius consiguieron entrar en el psiquiátrico, después de la inesperada muerte del profesor seguro que va a interesar a la policía. Así que no intentemos golpearnos la oreja (¿lo dicen ustedes así?) y vayamos al negocio.

Con visible satisfacción tomó los dos mil francos, dobló dos veces los billetes y los metió en el bolsillo de su chaqueta. Luego se inclinó sobre la mesa ebanizada y dijo:

– Vossius no murió de muerte natural. Fue estrangulado con un cinturón de cuero.

Que cómo lo sabía.

– Encontré al profesor a las cinco y media de la mañana. Tenía un anillo rojoazulado en el cuello. Delante de su cama había un cinturón de cuero.

Mientras que a Anne la noticia no le causaba sorpresa, Kleiber tenía dificultades para orientarse en esta nueva situación. Sobre todo, objetó, qué interés podía tener la clínica en ocultar el caso y dar como causa de la muerte un infarto.

– ¿Todavía lo pregunta? -se excitó el enfermero y habló de nuevo en francés-. En St. Vincent ha habido bastantes escándalos, pero un asesino que consigue penetrar de noche en el servicio psiquiátrico es, por lo pronto, el colmo de una serie de precedentes que no dejan al instituto en el mejor lugar. Naturalmente, hubo una investigación interna que aún no ha concluido, pero Le Vaux se enfrenta a un enigma.

¿Y su opinión personal?

El enfermero se pasó los amanerados dedos por su cabello oscuro.

– Al parecer, Vossius recibió anoche una visita muy singular. No puedo certificarlo, por la noche no estaba de servicio. Debió de ser un cura, un jesuita. Según dicen, conversaron en inglés.

Anne y Adrián se miraron. El estupor de ambos había alcanzado una nueva cota. ¿Un jesuita con Vossius?

– En cualquier caso este cura fue el último con el que habló Vossius. Naturalmente recaen sospechas sobre él. ¿Quién dice que realmente era jesuita? Lo cierto es que el extraño sacerdote al cabo de media hora justa abandonó el psiquiátrico de St. Vincent. El portero lo ha confirmado.

A continuación se debatió el tema de lo fácil o difícil que es entrar inadvertidamente en el servicio psiquiátrico de St. Vincent de Paul. El enfermero defendió la opinión de que el individuo que entró debía de tener un cómplice dentro del servicio, que estaba cerrado. Sólo así es posible entrar.

– ¿Y usted? -preguntó Adrián reflexivo-. Quiero decir, ¿sería descabellado pensar que usted…?

– Escúcheme -interrumpió bruscamente el enfermero-, usted puede pensar que soy repulsivo porque le vendo información, esto, dicho francamente, me importa un pepino. Pero lo otro es ser cómplice de asesinato, así que olvídelo. -El enfermero se echó precipitadamente al gaznate el resto de su pastís, puso con un chasquido el dinero sobre la mesa, echó un billete al lado y se marchó sin despedirse.

– No tenías que haberlo ofendido -observó Anne con la voz apagada. Miraba fijamente hacia un punto imaginario del local, lleno de volutas de humo. Adrián vio que le temblaban las manos.

9

Debían tener dudas respecto a si el hombre, según lo acordado, aparecería de nuevo al día siguiente para intercambiar nuevas informaciones por el resto de la cantidad prometida. La velada transcurrió con la discusión de lo que podían esperar del enfermero, tejiendo aventuradas fantasías sin aproximarse ni un paso a la solución. Al final, pasada medianoche, llegaron a la conclusión de que el enfermero les revelaría el nombre del asesino. Fue distinto.