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Después de haber sostenido demasiado tiempo su mirada desafiante, Anne contestó la pregunta con forzado sosiego:

– Soy Anne von Seydlitz, su esposa.

El tipo de las mejillas coloradas parecía haber esperado esta respuesta, en cualquier caso no dio la impresión de inquietarse; al contrario, más bien mostraba malhumor, echó aire por la nariz -una costumbre que Anne no soportaba- y preguntó exigente como un funcionario enojado tras la ventanilla:

– ¿Y qué noticia me trae?

En este momento Anne vio claro que estaba en marcha algo que ella desconocía. Ciertamente, no existe en el mundo ningún tratante de arte que no haya hecho negocios al margen de la legalidad, y ella conocía este o aquel cambalache de su marido, que no necesariamente había aportado importantes beneficios; pero siempre lo sabía y tales negocios solían cerrarse con una comida exquisita en un local elegante, nunca en la fila de una representación de ópera.

Naturalmente, podía haber dicho la verdad, que no tenía la más remota idea, porque su marido había fallecido en accidente de automóvil, pero lo juzgó erróneo, por lo que decidió jugar a la enterada mientras pudiera. Una de las cualidades más sobresalientes de Anne era mantener la cabeza fría en situaciones anormales, y no de otra manera debe calificarse ésta. Si algo causaba inseguridad, era su frialdad, su apatía por sus encantos. En este caso, sin embargo, no causaba ninguna impresión, lo sentía perfectamente. ¿Había envejecido tanto en los últimos días o llevaba escrito el furor en el rostro como una erinia? El desconocido aún esperaba la respuesta.

– ¿Noticia? -dijo Anne con estudiada timidez.

Y mientras ella aparentaba buscar las palabras como un niño atrapado en una mentira, el tipo bien afeitado la interrumpió:

– Medio millón es lo acordado. ¡No debería tensar demasiado el arco! Así pues, ¿qué quiere?

En este momento se apagaron las luces, el director de orquesta subió al podio, el público aplaudió cortésmente, se levantó el telón y Orfeo (contralto) anduvo delante de Eurídice (soprano) durante sus buenos veinte minutos sin volverse, tal como prescribía el libreto. Luego surgieron algunas intenciones de suicidio por parte del castrado, quien pretendía cimentarlas con el aria «Ah, la he perdido», pero la ejecución del deseo se hacía esperar y Anne fue perdiendo el interés en ello. Sus pensamientos giraban en torno al hombre extraño sentado a su derecha, y sintió cómo se le formaban gotas de sudor en la nuca.

El tercer acto no acababa nunca. Ella apenas podía mantenerse quieta, una vez cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, otra vez la izquierda sobre la derecha, se agarró al bolso negro de mano y se imaginó cómo brillaría su cara al encenderse las luces. Por Dios, pensó, tiene que ocurrir algo, y aún flotaba en el aire la pregunta del hombre. Sintiéndose entre la espada y la pared y sin saber cómo salir del atolladero, siseó a un lado:

– Pienso que deberíamos negociar de nuevo…

– ¿Cómo?

– Pienso que deberíamos…

– ¡Pssst! -sonó en la octava fila, y el tipo bien afeitado, al punto que se pudiera distinguir a oscuras, hizo un gesto tranquilizador con la mano indicando sin duda que él la había entendido perfectamente y sólo para mostrar su indignación había susurrado el «¿cómo?».

Mientras Orfeo y Eurídice, cantando, se unían en un abrazo, lo que en esta ópera es un indicio infalible de que se acerca el final, ella notó que el desconocido sacaba una tarjeta de su americana y hacía garabatos con un bolígrafo.

Con el acorde final, bajó el telón, el público aplaudió y precisamente en el momento en que la penumbra del patio de butacas era eliminada por una luz clara y resplandeciente, el hombre de al lado se levantó de un salto, le apretó la tarjeta de visita en la mano y, empujando con desconsideración, salió del centro de la fila de espectadores, antes de que Anne pudiera seguirlo.

Más tarde, en el foyer, Anne examinó la tarjeta de visita, en la que se recomendaba el alquiler de coches AVIS, Budapester Strasse 43, en el Europa Center, de lo que sin duda el tipo de las mejillas coloradas no pretendía informar. Anne dio la vuelta a la tarjeta y reconoció una anotación desgarbada escrita en una caligrafía pasada de moda: «mañana 13 h-museo-Nefertiti-nueva oferta».

¡Al diablo con el tipejo! El hombre le resultaba odioso en extremo. Ya se sabe: existen personas con las que uno se encuentra por primera vez, apenas intercambia una palabra con ellas, pero con todo le resultan a uno indescriptiblemente antipáticas. Anne odiaba a los hombres de mejillas coloradas y a los que tienen un cutis brillante como una corteza de tocino.

Sin embargo, no dudó un segundo que mañana iría a la cita.

6

El lugar de la cita habría desconcertado a cualquier otra; al fin y al cabo Nefertiti era una reina egipcia. Anne von Seydlitz sabía que el busto calcáreo de Nefertiti, mundialmente famoso, excavado por los alemanes a fines del siglo pasado, estaba expuesto en el museo de Dahlem. El punto de encuentro le confirmó la primitiva sospecha de que el desconocido iba detrás de un valioso objeto antiguo.

Gentes así son muy apreciadas por los tratantes de arte porque están dispuestas a pagar cualquier precio por el objeto deseado. Entre esa clientela, Anne conocía a más de un coleccionista que, aun siendo acaudalado, se había endeudado peligrosamente sólo por hacerse con la propiedad de algún objeto ridículo de gran valor, que le parecía adecuado para coronar su colección.

Algo semejante sospechaba tras la intención del desconocido y, porque temía verse envuelta en algún asunto delictivo (un hombre que engaña a su mujer es capaz tambien de dedicarse a negocios ilícitos), decidió que en el encuentro de mañana explicaría al tipo de las mejillas coloradas la muerte de su marido; luego debería soltar el gato del saco y aclarar qué cosa era lo que valía tanto dinero y por qué todo se realizaba de una manera tan rara. Esto pensaba.

Al mediodía todos los museos del mundo están semivacíos y el museo de Dahlem no era una excepción. Anne halló al hombre de la ópera sumido en la contemplación de los mosaicos del suelo. Lo reconoció de lejos, aunque, a la luz del día y vestido con una trinchera, daba la impresión de ser mucho más joven. Estaba con los brazos cruzados a la espalda mirando fijamente el mosaico.

Anne se le acercó por un lado. El otro pareció darse cuenta, pero no levantó la vista ni la miró. Perdido en sus pensamientos, de pronto empezó a hablar:

– Éste es Orfeo con su lira, uno que conocía los secretos de la divinidad -y sonreía casi confundido. Luego continuó-: Existen muchas versiones sobre su muerte. Una dice que fue muerto por un rayo de Zeus como castigo por haber revelado a los hombres la sabiduría divina. Créame, ésta es la única versión correcta.

Anne se quedó como tiesa; se había imaginado este encuentro de modo muy distinto y ahora él comenzaba con una lección sobre Orfeo. ¿Orfeo? No podía ser una simple casualidad: la noche anterior el Orfeo de Gluck y ahora estaba él delante del mosaico echando la parida sobre la muerte del cantante.

Al cabo de un rato, el hombre levantó la vista, examinó a Anne como a un bicho raro, luego cruzó los brazos por delante y en esta actitud, mientras con un pie se pisaba el otro, empezó a hablar:

– Bueno, estamos dispuestos a subir nuestra oferta a los tres cuartos de millón…

El uso del plural dio que pensar a Anne. Ningún verdadero coleccionista usaba el pronombre «nosotros». Un coleccionista de pro, y por tal tenía Anne al mejilla colorada, conocía sólo la primera persona del singular «yo». Por primera vez le vino la sospecha de haberse metido, sin querer, en un asunto de servicios secretos. El servicio de inteligencia es, junto con la Iglesia, la única institución que sólo conoce el vocablo «nosotros».