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– Gracias -dijo Anne.

– Está bien.

La luz de la sala estaba amortiguada, pero aún era lo bastante clara como para poderlo ver todo. Anne miró a la ventana.

– ¡Doctora Sargent -gritó por lo bajo-, la ventana!

– ¿Qué pasa con la ventana? -preguntó sin ganas la doctora Sargent.

– Creí que había roto el cristal con mi cabeza…

– ¡Claro que sí!

– ¿Pero el cristal está entero, no? ¿Pretende decirme que ya fue reparado?

– Sí, eso pretendo. ¡Al fin y al cabo, habéis dormido durante cuatro días!

– ¿Cómo?

– Dos días y dos noches. El doctor Normann no se anda con chiquitas. Nadie aquí se anda con chiquitas cuando se trata de tranquilizar a un interno del establecimiento. El valium se usa aquí por bidones.

Anne se subió la manga de la camisa larga que le habían puesto. Ambos brazos revelaban marcas de inyecciones.

– ¿Os sorprende? -preguntó la doctora Sargent-. ¿Os habíais creído que la gente aquí es de naturaleza pacífica? Mirad a vuestro alrededor. Observad a cada uno, a cada uno.

Como por obligación se levantó Anne de su litera y caminó a paso lento por el dormitorio. Allí estaban tendidas mujeres con acromegalia, con grandes cabezas rojas y desproporcionadas, como si fueran talladas en madera; Anne vio seres deformes, con miembros torcidos y muecas estúpidas y otros de una estatura que levantaba dudas de si podían moverse por sí mismos. El corazón de Anne latía ferozmente y la sangre golpeaba sus sienes. Estaba confundida. Habiendo llegado a la cama de la doctora Sargent, se arrodilló y susurro:

– Es horrible. ¿Cuánto tiempo lleva aguantando esto?

– Uno puede acostumbrarse a todo -observó secamente la doctora Sargent.

Comparada con las demás mujeres de esta sala, la doctora Sargent daba la impresión de ser bastante normal. Anne no pudo evitarlo, tenía que soltar la pregunta:

– Dígame, doctora, ¿por qué está usted aquí?

De pronto los ojos de la mujer brillaron feroces y encolerizados. Quería dar una explicación, pero se veía que un pensamiento terrible se lo impedía, y finalmente sólo contestó brevemente:

– Esto tenéis que preguntarlo a los de arriba.

No sería fácil ganarse la confianza de esa mujer. Anne estaba segura de ello. Por esto lo intentó de otro modo, expresando su sospecha de que la doctora Sargent no era aquí paciente, sino que estaba encargada de vigilar la sala. Pero la doctora Sargent nada quiso saber de esto; dijo más bien que aquí cada uno vigilaba al otro, era el principio básico de Leibethra.

Anne desconfió de esta explicación y su sospecha de que la doctora Sargent podía pertenecer a la casta de los órficos y no a la de los enfermos mentales del establecimiento se reforzó aún más, cuando Anne le rogó que la informase más sobre el curioso hermano Johannes, sobre su pasado y dónde se encontraba. Tenía el incierto presentimiento de que este hombre deplorable podía tener alguna relación con su caso.

Sin embargo, la doctora Sargent le dio a entender claramente que tales averiguaciones no eran gratas, sobre todo la doctora Sargent no dejó dudas de que la consideraba a ella, como paciente, un caso de cuidado, después de aquella supuesta aparición en la calle, en la que sencillamente no quería creer. De todos modos no tenía acceso al departamento en el que se encontraba Johannes, así que le pidió que obrase en consecuencia.

A Anne no le pasó por alto que la muchacha sordomuda, mientras duró la conversación, había observado su boca como si quisiera leer cada palabra de sus labios. Por la tarde, en que llevaban a las mujeres al aire libre en pequeños grupos, pudiendo constatar Anne por primera vez la enorme extensión de la ciudad rocosa que se levantaba por encima de sus cabezas, la muchacha sordomuda le dio un billetito plegado a escondidas de los dos guardianes y de la doctora Sargent. El papel contenía un dibujo que, observándolo mejor, representaba un plano con señales y flechas al principio incomprensibles, en cuyo inicio pudo reconocer su propio alojamiento, mientras que al final se podía leer la palabra «Johannes» con doble subrayado.

Aunque Anne durante el día estuvo pendiente de la aparición de Johannes, el deplorable evangelista no se dejó ver, de modo que por la noche, a pesar de la prohibición, fue en secreto a buscarlo. En ello le fue de gran utilidad el dibujo de la muchacha; pues Leibethra era un conjunto enmarañado de casas y callejuelas parecido a un laberinto, como el del Minotauro en Creta; y nadie se maravillaba tanto como la propia Anne de que no sintiera miedo cuando emprendió el camino completamente sola.

Su único reparo era la posibilidad de encontrarse con Guido en una de las callejas intensamente alumbradas. En tal caso, si Guido de repente estuviera frente a ella, no sabría cómo reaccionar. ¿Huir? ¿O abalanzarse contra él y darle un par de cachetes en la cara? ¿O hacerle una observación sarcástica sobre sus escasas dotes de actor?

Las casas de Leibethra no llevaban número, sino letras o palabras clave, y era casi imposible que un extraño pudiera orientarse. Sin embargo el plano de la muchacha sordomuda se reveló tan exacto, que Anne incluso se desvió de la ruta indicada y siguió un ruido extraño que parecía el gemido de un gato o de un perro o de ambos.

Como los demás edificios, tampoco éste estaba cerrado; bastaba hacer correr el pestillo de la puerta de madera para tener acceso a un patio interior, en el que se apilaban en tres pisos jaulas enrejadas de diferentes tamaños unidas por escaleras empinadas de madera. Aunque ni siquiera la mitad de las jaulas estaban ocupadas, reinaba en el patio gran jolgorio, de modo que nadie vio a Anne al entrar.

El fuerte gemido venía de una jaula en la planta baja y, al acercarse a los inquietos animales, distinguió dos horribles seres de fábula, perros lebreles con cabeza de gato y cola sin pelo. De lejos se los habría creído perros, si no hubiera sido por sus movimientos gatunos con los que ayudados de garras afiladas arañaban un tronco de árbol.

Anne se horrorizó por estos seres gatunos desfigurados, pero maquinalmente buscó en el resto de las jaulas otras creaciones del irresponsable criador de animales. Allí había ovejas caprunas con cola de perro poblada y un cerdo con cuernos como un macho cabrío y el doble de tamaño que un animal corriente, de modo que arrastraba la barriga por el suelo.

La jaula más grande estaba reservada a un monstruo de color negro y pardo, que parecía un orangután, pero sólo del ombligo para abajo. El cuerpo superior del monstruo, por el contrario -y esto era lo más horrible-, mostraba una piel rosada, desnuda, como la de una persona. Tenía los brazos anormalmente largos, en cambio las manos, y sobre todo las uñas, eran las de una persona. La cabeza calva, fuertemente enrojecida, con orejas minúsculas, parecía la de un catcher [5], y los ojos, debajo de abultadas cejas, miraban a Anne con tal nitidez, que no se habría sorprendido si el monstruo hubiera comenzado a hablar preguntándole detrás de las rejas qué andaba buscando por ahí.

Esta idea inquietó a Anne y abandonó precipitadamente el criadero estremecedor tomando de nuevo el camino que le había dibujado la muchacha sordomuda. Éste conducía a una estrecha hilera de casas en una plaza, en cuya parte de enfrente tres altos portales abiertos permitían ver una enorme cueva rocosa, de la que surgía el monótono zumbido de generadores y grupos. En la plaza reinaba gran actividad, de modo que Anne pasó casi inadvertida cuando echó un vistazo a la bóveda, desde donde varios ascensores conducían a la parte alta de la ciudad.

La gente que aquí entraba y salía y subía en los ascensores se distinguía claramente del resto de habitantes de Leibethra. Sólo unos pocos llevaban el pelo corto, la mayoría vestía traje oscuro que daba un aspecto distinguido y clerical. Nadie hablaba con el otro y los que se topaban no se dignaban mirarse.

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[5] Jugador que recibe la pelota en el béisbol. (N. del T.)