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Por lo visto no había guardias que impidieran a cualquiera llegar a la ciudad alta de Leibethra. Anne se asombró por ello, de igual modo que la sorprendían las negligentes medidas de seguridad que en general había en este lugar. Aunque veía guardianes armados de aspecto marcial, éstos no se prodigaban y su apariencia no daba miedo. La paz y la disciplina que reinaban en todas partes la tenían intrigada; al fin y al cabo se trataba de un establecimiento cerrado de proporciones enormes.

Con el plano de la muchacha sordomuda en la mano, Anne seguía buscando el camino hacia Johannes, el evangelista demente, del cual esperaba obtener nuevas informaciones.

9

Halló la casa detrás de una curva de la calleja descrita, reconocible, según se desprendía del plano, por un caño de hierro que pegado a la fachada de la casa iba a parar al pozo. Del caño murmuraba un arroyuelo sobre el adoquinado.

Anne von Seydlitz había esperado hallar una enfermería parecida a la que ella había sido alojada; para su sorpresa, sin embargo, se ocultaba en la casa una biblioteca o comoquiera que se llame una colección de libros e infolios en habitaciones tenebrosas y polvorientas. Al entrar por la puerta entornada y después de atravesar una antesala que conducía a una escalera estrecha de roble, Anne fue testigo de una conversación mantenida en la habitación de al lado, de la cual salía un rayo de luz.

Primero sólo entendió palabras aisladas sin sentido, porque ambas voces hablaban muy agitadas, pero poco a poco percibió claramente el contenido de la discusión. Sobre todo le pareció reconocer la voz del evangelista Johannes, que con voz excitada tronaba contra el otro. Esto asombró mucho a Anne, ya que Johannes, al que había conocido como demente, era tomado muy en serio por el otro; tampoco sus palabras daban motivo para dudar de su juicio.

El tema del que trataban era la primera carta de Johannes, en la que éste prevenía a sus lectores de Asia Menor contra los maestros heréticos, que surgían en gran número cuando se aproximaba el fin del mundo. El desconocido se reía de estas palabras y aludió a Mateo 24, donde el propio Jesús advirtió sobre la existencia de falsos profetas y falsos mesías, lo que, aunque no le faltaban motivos, no fue de utilidad decirlo.

Anne sólo era capaz de seguir superficialmente la discusión especializada, miró intrigada por la antesala. Las habitaciones en las que los libros constituyen la mayor parte del mobiliario reflejan normalmente paz y armonía; sin embargo, en esta sala los innumerables libros tenían el aspecto de ladrillos para edificar un enorme caos. Principalmente la inducía a pensar esto el hecho de que muchos libros no mostraban sus lomos cubiertos, sino la parte delantera blanca, desnuda, o la parte de arriba de igual suerte (lo que sorprendía era que estaban colocados al revés, es decir, con el lomo hacia la pared, o de espaldas, es decir, con la parte de abajo a la pared). A ello se añadía que entre casi cada dos libros brotaban papeles aislados o pilas de papeles y el polvo que los envolvía hacía sospechar que habían sobrevivido hacía tiempo a su primitiva importancia y contenido. No había ningún mobiliario, aparte de una mesa cuadrada alta y de una silla que estaban en medio de la sala.

La discusión de ambos hombres terminó abruptamente y Anne se ocultó detrás de un saliente de la pared en la parte trasera. Primero apareció Johannes en la puerta; meneaba irritado la cabeza, murmuró unas palabras ininteligibles y subió por la estrecha escalera al piso de arriba, donde dio un fuerte portazo.

Poco después siguió el otro con un fajo de documentos bajo el brazo. Anne lo reconoció en seguida, pero el encuentro inesperado dejó muda a Anne, cuando desde la sombra salió al encuentro del hombre. Naturalmente que había oído ya esa voz; se acordó: Guthmann.

Él no la reconoció en seguida, porque Anne llevaba todavía un pañuelo negro alrededor de la frente, encasquetado como un turbante, para ocultar su vendaje.

– Soy Menas. -Guthmann se acercó a Anne e inclinó la cabeza a modo de saludo.

– ¿Menas? ¡Usted es el profesor Werner Guthmann! -replicó Anne, que había recobrado su aplomo-. Y usted me debe todavía una respuesta.

Guthmann se aproximó un poco más y balbució inseguro:

– No entiendo…

– Soy Anne Seydlitz.

– ¿Usted? -Guthmann se espantó. Anne pudo ver cuan sobresaltado estaba el hombre y cómo sus dedos arañaban los documentos.

– ¡Pero esto no es posible! -exclamó.

Anne, inesperadamente, se mostró consciente de su valor; se adelantó un paso hacia Guthmann y observó en un tono agudo:

– Entre estos muros todo es posible. ¿O no lo cree usted así?

Guthmann movió la cabeza asintiendo. Del modo cómo se agarraba a los documentos se podía ver que el encuentro no sólo era penoso para él, sino en extremo desagradable. Anne no se habría sorprendido si de pronto el desconcertado caballero hubiese emprendido la huida.

– Usted me debe todavía una respuesta -repitió Anne insistente-. Yo le dejé una copia del pergamino con un texto copto, pero en vez de traducirlo, usted simplemente desapareció.

– Se lo advertí -replicó Guthmann sin hacer caso de las palabras de Anne-. ¿La han secuestrado hasta aquí?

– ¿Secuestrado? -Anne rió de modo afectado-. He venido por mi propia voluntad. Quiero saber a qué se juega aquí.

Guthmann miraba incrédulo, casi desolado y en tono lloroso dijo:

– Ninguna persona razonable viene libremente a Leibethra.

– ¿Entonces por qué está usted aquí? -preguntó Anne.

– Bueno sí, vine libremente aquí, si se quiere -admitió el profesor-. Bajo el atractivo de la tentación… fue un lazo bien colocado y ahora tengo el cuello dentro.

– ¿Y qué hace usted aquí?

Guthmann inclinó la cabeza como si hubiera esperado la pregunta y respondió:

– Necesitan mis conocimientos y mi trabajo…

– …¡porque Vossius está muerto y era el único que estaba enterado del secreto de Barabbas!

– ¡Dios mío! ¿Cómo lo sabe?

– Profesor Guthmann -comenzó formalmente Anne-, llevo varios meses persiguiendo a un fantasma que ha dejado huellas en los lugares más diversos del mundo. El nombre de este fantasma es Barabbas. Y según parece, se ha deslizado en un evangelio desconocido hasta ahora por la ciencia bíblica. Es, por decirlo así, el quinto evangelio.

– ¡Usted sabe demasiado! -gritó Guthmann espantado-. ¿Por qué no da por terminado el asunto?

– No sé todavía bastante. Sobre todo quiero averiguar la verdad sobre la doble vida de mi marido. ¿Conoce usted a Guido von Seydlitz?

– No -aseguró Guthmann.

– Propiamente debería preguntar: conoció usted a Guido von Seydlitz; pues de hecho perdió la vida en un accidente de automóvil y yo pagué dos mil quinientos marcos por su entierro. Pero hace tres días estaba aquí, de noche, en la calle y gritaba mi nombre, y también estuvo sentado de noche en casa, en nuestra biblioteca. No sé ya qué pensar. En cualquier caso no cederé hasta que no lo tenga todo bien claro.

Durante un buen rato Guthmann no dijo una palabra, tenía la vista fija en el suelo, luego preguntó a Anne:

– ¿Y por qué vino usted hasta aquí?

– Muy sencillo -contestó ella-, el hombre al que llaman evangelista fue el primero que encontré. Se dice que está perturbado y realmente hasta ahora daba esta impresión; pero cuando antes fui testigo de su discusión… en cualquier caso me parece que sabe algo. ¿Quién es este hombre?

– Su nombre es Giovanni Foscolo, pero esto carece de importancia. Es especialista en el Nuevo Testamento y no sólo se sabe de memoria los cuatro evangelios, sino que también cita todas las cartas del apóstol Pablo a los romanos, corintios, gálatas, efesios, filipenses, colosenses, tesalonicenses, a Timoteo, Tito y Filemón, así como el Apocalipsis de Juan. Especialmente conoce todos los nexos, como de Mateo 16,13-20 a Marcos 8, 27-30 o Lucas 9,18-21. Realmente un genio.