Выбрать главу

– Desde nuestro encuentro en Berlín -empezó el mejilla colorada con risa de conejo- nos habéis deparado muchas dificultades con vuestro comportamiento y no quiero ocultaros que estáis jugando a un juego peligroso, incluso un juego muy peligroso.

– ¿Dónde… está… Guido? -tartamudeó Anne, como si no hubiese oído en absoluto las palabras de Thales, señalando al mismo tiempo la indumentaria que estaba en la silla. El rechazo que desde un principio había sentido por este hombre se había convertido en odio. El odio de Anne habría bastado para matarlo.

– ¿Dónde se encuentra el pergamino? -preguntó Thales insensible y sin atender a su pregunta, añadiendo fríamente-: Me refiero, claro, al original -mientras, con desacostumbrada fuerza, expelía aire por la nariz.

Cuando notó que Anne no estaba dispuesta a contestar primero su pregunta, cambió de parecer y dijo con aquel repelente autodominio que lo caracterizaba:

– ¿Estabais casada con Guido von Seydlitz? ¿No dijisteis que perdió la vida en un accidente de tráfico?

La frialdad con que la trataba Thales y la ponía en ridículo, hizo dudar a Anne.

– Sí -respondió-, en un accidente de tráfico.

– Repetiré mi pregunta: ¿dónde está el pergamino? Si queréis, podemos negociar sobre cualquier cantidad. ¿Y bien?

– No lo sé -mintió Anne, y se esforzó por demostrar el mismo autodominio que su interlocutor. En todo caso sonó extremadamente provocador, cuando fríamente añadió:

– Y si lo supiera, no estoy segura de que se lo revelase.

– ¿Ni por un millón?

Anne se encogió de hombros.

– ¿Qué es un millón comparado con el seguro de vida que me proporciona el conocimiento relativo al pergamino? ¿Cree usted seriamente que me ha pasado por alto que todos los que sabían algo del pergamino hayan perecido miserablemente? En realidad, sólo existe una explicación del hecho de que yo esté viva.

Thales no daba la impresión de reflexionar mucho sobre las palabras de Anne. Meneó irritado la cabeza y de su gesto podía desprenderse que no estaba dispuesto a responder a reproches. No obstante el hombre era demasiado inteligente para no variar su estrategia de inmediato: Anne von Seydlitz tenía razón, disponía de mejores cartas… eso debía pensar al menos Thales, y con amenazas no se conseguiría nada de esta mujer.

Por ello cambió el tono y empezó con forzada amabilidad a informarla que desde su llegada a Tesalónica había sido observada por los órficos y, al ver la duda en la cara de ella, observó Thales sonriendo:

– Creo que me subestimáis un poco. ¿Creéis realmente que habéis conseguido introduciros a escondidas en Leibethra?

– Sí -replicó Anne con desafiante franqueza-, en todo caso nadie me descubrió ni me impidió entrar en Leibethra.

Enfurecido como un toro excitado, expelía Thales el aire por la nariz:

– Si habéis pisado Leibethra, fue porque respondía a mi deseo -bufó, pero ya de inmediato puso de nuevo su repelente sonrisa-: Georgios Spiliados, el panadero de Katerini que os llevó hasta aquí, es uno de los nuestros. Esto sólo de pasada.

– ¡Pero no es posible! -gritó Anne von Seydlitz, horrorizada.

– Ya dije que me habíais subestimado. Aquí en Leibethra nada se deja al azar. Lo que ocurre aquí, ocurre porque queremos. ¿Habíais creído poder introduciros en Leibethra clandestinamente? Esta idea es tan absurda como creer que se puede uno escapar de Leibethra. Intentadlo, no lo conseguiréis. Sólo un loco tomaría tal determinación. Ya lo veis, en Leibethra no hay puertas cerradas. ¿Para qué?

No podía hacerse a la idea de que Georgios pertenecía a los órficos.

– Georgios no habló bien de ustedes -dijo reflexiva-, y tuve que convencerle a duras penas de que me trajera hasta aquí. Le pagué bien.

Thales se encogió de hombros con risita de conejo y volviendo las palmas hacia fuera:

– Para conseguir el objetivo, cualquier medio nos sirve, ¿lo entendéis?

Anne sólo podía adherirse a esta opinión, pero calló. Demasiadas cosas pasaban por su cabeza. Finalmente preguntó a Thales:

– ¿Qué han hecho con Guido, con Vossius y con Guthmann? ¡Quiero una respuesta!

Entonces a Thales se le ofuscó la expresión del rostro y dijo:

– A algo tenéis que acostumbraros: en Leibethra no se hacen preguntas, se obedece. En este aspecto somos una orden cristiana muy normal. Pero sólo en este aspecto.

– Tuve una conversación con el profesor Guthmann -empezó Anne.

– Con el hermano Menas -corrigió Thales, y añadió-: lo sé.

– No parecía tener mucha confianza.

– ¿Debía parecerlo?

– Tengo la impresión de que Guthmann tiene miedo.

– Menas es un cobarde.

– Pero un importante científico.

– Según se mire.

– Y ustedes necesitan su experiencia.

– Así es.

– ¿No cree usted que ha llegado el momento de decirme la verdad?

– Ya hacéis otra pregunta -replicó Thales-. Por lo demás, ya conocéis la verdad. Sabéis de qué se trata: en una tumba se halló un pergamino copto y en este pergamino está escrito un quinto evangelio. Por desgracia la importancia de este escrito no se conoció hasta mucho después de que sus fragmentos fueran diseminados por el mundo. -Thales se dirigió a la ventana y cruzó los brazos en la espalda. Mirando afuera, continuó-: Este papel es capaz de quebrar el poder de la Iglesia católica. ¡Con este pergamino destruiremos la Iglesia!

La voz de Thales sonó fuerte y amenazadora, como nunca la había oído.

– Tampoco soy devota de la Iglesia -observó Anne-, pero en vuestras palabras habla un odio abismal.

– ¿Odio? -respondió Thales-. Es más que odio, es desprecio. El hombre es un ser divino. Pero aquellos que se atreven a hablar en nombre de Dios niegan todo lo divino. Dos mil años de historia eclesiástica no son sino dos mil años de humillación, explotación y lucha contra el progreso. Los clérigos han construido enormes catedrales centenarias, en honor de Dios, según decían; en realidad, detrás se ocultaba la idea de oprimir a los cristianos, ponerles ante los ojos su pequeñez y su insignificancia. La insignificancia impide pensar, y pensar es veneno para la Iglesia. La Iglesia se mantiene viva a base de órdenes. Su doctrina consiste simplemente en mandar y obedecer. Y todo bajo una divisa: la fe. Creer es más fácil que pensar. Quien en asuntos de fe pregunte a la razón, obtendrá respuestas no cristianas. Y éste es el motivo por el cual la Iglesia, desde su fundación, se opone al progreso y a la ciencia. El creer se acaba cuando empieza el saber. Todos los disparates que propaga la Iglesia hasta ahora se purificaban con una palabra mágica: fe. A quien se declaraba contra la Iglesia, se le certificaba: le falta la fe. Y contra la fe no existen pruebas, sólo contra la incredulidad. -Thales se giró hacia Anne-: Este pergamino es, para la Iglesia, el explosivo que de un día a otro destruirá su poder, ¿lo entendéis?

– Os ofrezco un millón -oyó decir a Thales-. Pensadlo bien. Más pronto o más tarde conseguiremos de todos modos apoderarnos del papel. Pero entonces ya no os servirá de nada. -Luego Thales abandonó la habitación y sus pasos resonaron en el largo pasillo.

Si era cierto lo que Thales decía, si el pergamino era un explosivo, entonces este documento tenía mucho más valor para la Iglesia romana que para los órficos. Anne se horrorizó de jugar con esta idea.

13

Si bien ahora sabía lo que pretendían los órficos, sobre Guido no había averiguado nada. Pero allí estaba su indumentaria, sus pantalones y su chaqueta, y mientras temerosa los miraba fijamente, como esperando que adquiriesen vida, le vino la idea, a falta de sus propios vestidos, de ponérselos y explorar por sí misma la ciudad alta de Leibethra.