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La idea era tan descarada y le vino tan de repente, que le gustó, incluso sonreía satisfecha pensando que Guido no podía aparecérsele mientras ella llevara su traje. No existe ninguna teoría de que el miedo sólo pueda vencerse con el objeto del miedo, por ejemplo: el miedo a las serpientes, tocando una serpiente; el miedo a volar, con un curso de piloto… en el traje de Guido de repente ya no tenía miedo a una aparición de Guido, hasta se propuso llegar por fin hasta el fondo en este macabro juego.

El largo corredor que había delante de su habitación estaba cerrado en los dos extremos por vidrieras opacas, pero tampoco estas puertas estaban cerradas con llave. Todo recordaba a un servicio hospitalario. En el centro había una sala de médicos o enfermeras con una ventana de corredera que daba al pasillo. La sala estaba vacía. Anne escuchó curiosa a través de las puertas, pero no oía ningún sonido. La soledad transmitía una sensación opresiva y Anne empezó a abrir una puerta tras otra en el interminable corredor y cerrarlas luego de haber comprobado que no había nadie dentro.

En la última habitación, en la parte opuesta a su habitación del corredor, Anne se detuvo. Se asustó porque había visto treinta o cuarenta habitaciones vacías y en ésta había un paciente. Anne se acercó.

– ¡Adrián!

Existen situaciones que afectan a uno tanto, que es incapaz de razonar, y el entendimiento se niega a asimilar la realidad. En tal situación se hallaba Anne en ese momento; lo único que pudo expresar fue:

– ¡Adrián! -Y una vez más-: ¡Adrián!

Adrián daba una impresión apática y en todo caso parecía menos consternado que ella y sonreía amistosamente. No cabía ninguna duda que se hallaba bajo el efecto de las drogas.

– ¿Me reconoces, Adrián? -preguntó Anne.

Kleiber asintió y al cabo de un rato dijo:

– Naturalmente.

Teniendo en cuenta la vestimenta de ella y el pelo cortado casi al rape no era en absoluto natural.

– ¿Qué han hecho contigo? -preguntó Anne enfurecida.

En esto que Kleiber se estiró hacia atrás la manga de su pijama y miró su antebrazo. Estaba lleno de picadas de aguja.

– Vienen dos veces al día -dijo fatigado.

– ¿Quiénes?

– Nadie se ha presentado con su nombre -forzó una sonrisa.

Entretanto Anne había comprendido todo el alcance de la situación, ahora asediaba a Kleiber con mil preguntas. Kleiber respondía a duras penas, pero claramente, y así se enteró Anne von Seydlitz de que Adrián había sido secuestrado por un comando de los órficos y por caminos de aventura conducido vía Marsella a Salónica.

– ¡Pero esto es una locura! -se enfureció Anne-. La Interpol te buscará. ¡Tú no puedes desaparecer de un día a otro, tú no!

Kleiber hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Estos tipos son gángsters desalmados. Debieron de haberme observado y espiado durante días. En todo caso sabían que estaba en posesión de un billete de avión a Abidyan. Conocían la fecha de salida y el número de vuelo y, cuando llegué a Le Bourget, me arrastraron a un automóvil. Entonces perdí el conocimiento. Al recobrarlo, me encontraba con tres hombres vestidos como curas en una limusina camino del sur de Francia. Nadie me buscará. Oficialmente volé a la Costa de Marfil.

– ¿Y cuánto tiempo llevas aquí?

– No lo sé. Cinco, seis días, tal vez dos semanas. He perdido el sentido del tiempo. Estas malditas inyecciones.

– ¿Y los interrogatorios? ¿Te han exprimido?

Kleiber respiraba con dificultad; se veía que se esforzaba por recordar algo, que intentaba no demostrar debilidad. Finalmente meneó la cabeza:

– No, no hubo interrogatorios, en cualquier caso no puedo recordar que me hayan preguntado o molestado. Tendría que acordarme.

Anne observó con cierta amargura:

– Esta gente de aquí entiende algo de drogas y existen medios que hacen perder la memoria por un tiempo determinado. Pero también la paralizan, de modo que tampoco servirían a esta gente. No, creo que quieren convertirte en un ser completamente dócil y en algún momento empezarán a exprimirte.

Adrián cogió la mano de Anne. El amigo que era dueño de cualquier situación y no se turbaba ante ninguna idea tenía un lamentable aspecto de desamparo.

– Qué querrán ahora de mí -balbució lloroso. En este momento de desamparo del hombre, Anne sintió de pronto una profunda atracción hacia Kleiber: sí, creía reconocer que los ojos del periodista de mundo Adrián Kleiber imploraban ayuda. Y mientras tomaba su derecha entre sus manos, dijo Anne en voz baja:

– Siento lo de San Diego.

Adrián asintió, como si quisiera decir: el pesar es mío. Se miraban y se comprendían, se comprendían como nunca anteriormente.

Hacen falta situaciones anormales para encontrarse uno a otro, y ahora ambos pensaron sin duda lo mismo: aquella noche en el hotel de Munich cuando -inesperadamente para ambos- durmieron juntos en un asomo de locura provocada por la aparición nocturna de Guido en su cuarto de trabajo. Sí, ambos pensaban lo mismo, pues Adrián entendió en seguida a lo que se refería, cuando Anne dijo de inmediato:

– Está aquí. Le he visto dos veces.

– ¿Y crees que es él? -preguntó Kleiber observando el traje de caballero que ella llevaba puesto.

– Ni yo misma sé lo que debo creer, y me da lo mismo; todo es posible. El hecho de que tú estés aquí y de que conversemos no es una locura menor. Cuando te vi, en el primer momento dudé tanto de mis cabales como entonces cuando encontré a Guido.

– Anne -dijo Kleiber apretándole la mano aún más fuerte-, ¿qué pretende hacer esta gente con nosotros?

El tono de su voz reveló miedo. Este no era el Adrián que ella conocía, esto era un desecho de persona, atormentado por mil temores. Aunque ella misma no estaba libre de miedos, se encontraba en mejor estado de ánimo. Sus sentimientos habían superado el límite en que el miedo se convierte en furor, furor contra el causante del miedo.

– No temas -dijo-, mientras no reveles lo que sabes, no te harán nada. No te han traído aquí para eliminarte, eso podían haberlo hecho en París. Piensa en Vossius. No, te han traído aquí porque quieren averiguar de ti dónde se encuentra el pergamino. Y mientras no lo sepan y crean que tú podrías darles una pista decisiva, ¡nada tienes que temer!, ¿lo oyes?

– ¿Pero qué podemos hacer? Más pronto o más tarde nos harán confesar lo que sabemos. No tienen escrúpulos. ¿Qué debemos hacer? -Kleiber llevaba la desesperación escrita en la cara.

– ¡Ante todo no debemos resignarnos a nuestro destino! -replicó Anne, animosa-. Debemos intentar salir de aquí.

– Imposible -observó Kleiber-, se sienten tan seguros, que ni siquiera se molestan en cerrar las puertas de las cárceles.

– Esto es nuestra oportunidad, y es la única.

14

Anne se acercó a Kleiber y la siguiente conversación tuvo lugar únicamente entre susurros:

– Hace días que desde mi ventana observo un teleférico de materiales. Circula irregularmente y hay acceso libre a la estación de montaña.

– Tú crees… -Kleiber miró a Anne.

– ¡Adrián, es nuestra única oportunidad! No deja de ser peligroso, pero he visto que en la góndola de madera incluso se transportan bidones de petróleo. Un bidón de petróleo pesa tanto como tú y yo juntos. Creo que el riesgo de perecer aquí es mayor que el riesgo de la huida.

Kleiber asintió apático y al cabo de un rato de reflexión, que le exigió un evidente esfuerzo, dijo con voz triste:

– Te acompañaría, pero no puede ser. No lo conseguiría. Estas inyecciones paralizan cualquier iniciativa. Inténtalo sola. Tal vez consigas más tarde sacarme de aquí.

En el largo corredor se aproximaban pasos.

– La médico con mi próxima inyección -observó Kleiber desalentado.

La advertencia inquietó a Anne. Bajo ninguna circunstancia se la debía encontrar aquí, de lo contrario todo estaría perdido.