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Lo que sucedió en el momento siguiente constituyó más tarde un enigma para Anne. No lo había planeado y, al reflexionar en ello, no podía evitar cierto respeto por sí misma. De otro modo, su comportamiento sólo confirmaba la antigua experiencia de que, cuando se pone a la gente contra la pared o en situaciones desesperadas, es capaz de hacer cosas increíbles. Así también Anne von Seydlitz: sin pensarlo se colocó detrás de la puerta y esperó hasta que se abriera.

También por detrás Anne la reconoció en seguida: era la doctora pequeña y pesada del dormitorio. Evidentemente había tenido el encargo de captar su confianza. La doctora Sargent llevaba una aguja de inyección en la mano. Sin pensarlo, Anne agarró una toalla que colgaba de un clavo detrás de la puerta, la echó sobre la mujercilla y tiró de ambos extremos. La mujer lanzó un grito ahogado, su jeringuilla cayó al suelo sin romperse. Con toda la fuerza de que era capaz, la estranguló. Ésta quedó tan sorprendida que no pudo oponer resistencia, y al poco rato cayó al suelo rígida como una tabla.

Adrián había seguido la inesperada escena con los ojos muy abiertos. Sin embargo, ahora que veía a la médico tendida en el suelo, saltó de su cama y acudió en ayuda de Anne. Pero ella rehusó su ayuda y cuchicheó:

– Este monstruo ya no te hará nada.

Sólo cuando Adrián preocupado exclamó:

– ¡Detente, que la matas! -recobró Anne la razón y aflojó la toalla del cuello de la doctora. Esta respiraba con dificultad y se ahogaba como un pez fuera del agua. Anne no quería matar a la mujer, pero su rabia, expresión de su instinto de supervivencia, no había desaparecido aún. Anne recogió la inyección y la clavó en el muslo de la mujer.

Kleiber examinaba a Anne sorprendido, como si quisiera decir: jamás te habría creído capaz de esto. Finalmente dijo temeroso:

– ¿Qué pasará ahora?

La mujer tendida en el suelo gemía ligeramente. Anne se arrodilló a su lado. Adrián se acurrucó junto a su cabeza.

– ¿Qué sucede después de una tal inyección? -preguntó Anne.

Adrián respiró profundamente. Contestó con dificultad:

– Las primeras dos o tres horas estás flotando como en una nube. Lo captas todo muy lejos, pero eres incapaz de reaccionar. Luego la voluntad deja de obedecerte. Por ejemplo, quieres decir algo, pero no puedes, quieres levantarte, pero tus piernas no te obedecen. Es un estado de total apatía.

Anne reaccionó fríamente.

– Bien -constató secamente-, entonces no tenemos nada que temer de ella, por lo menos en las próximas dos horas.

Kleiber asintió.

– ¿Cómo te sientes?

– Bastante bien -mintió Kleiber.

Anne cogió los brazos de Adrián:

– Hemos de conseguirlo. Si nos cogen, nos matarán. ¡No tenemos otra salida!, ¿comprendes?

El pulso de Adrián se aceleró. Comprendió que ahora debía estar despabilado y poner en movimiento sus últimas fuerzas. No había tiempo ni de pensar. Confiaba en Anne. Con ella, la huida sería un éxito; estaba seguro.

– ¡Ven, agarra ahí! -ordenó Anne cogiendo a la mujercilla por las piernas. Adrián la agarró por los brazos y de esta manera la colocaron sobre la cama. La cubrieron de modo que en una rápida mirada desde la puerta pudieran creer que se trataba de Kleiber. Él se puso rápido su propia ropa; Anne se quedó con el pañuelo que le había caído al suelo; luego salieron de la habitación y Anne cogió de la mano a Adrián:

– ¡Ven!

15

En sus exploraciones por el laberinto de la ciudad alta, Anne había descubierto desde el primer día el pequeño saliente en el que colgaba la góndola del teleférico de materiales y ya el primer día había tomado en consideración usar este medio de transporte para escapar. Como todas las puertas de Leibethra, el acceso a la estación de montaña no estaba vigilado. Bidones vacíos, cajas y sacos se apilaban hasta el techo de la estrecha sala esperando ser transportados al valle. ¿Qué podía ser más fácil que colocarse uno de los sacos en la cabeza y camuflados de este modo flotar valle abajo?

Excitado inspeccionó Kleiber la instalación eléctrica, que en comparación con las demás instalaciones técnicas de Leibethra era bastante primitiva: un pesado interruptor manual con un mango de porcelana pasado de moda accionaba el impulso eléctrico, dos flechas indicaban el sentido de la marcha: montaña y valle. La única dificultad, constató Adrián, estribaría en accionar el interruptor y saltar a la góndola -una caja sin tapa colgada de cuatro cadenas- al arrancar ésta; luego, pensó Kleiber, debían desaparecer en sus sacos y mantenerse quietos, pues la góndola se veía desde la ciudad alta. ¿Acaso conocía ella la estación del valle?

Anne esbozó una sonrisa ladina:

– El hombre que me condujo hasta aquí pertenece a los órficos, cosa que yo no sabía. Me lo asignaron desde el principio. Me enteré aquí. Pero cometió un error, en el camino hacia acá me enseñó la estación del valle. Está apartada detrás del puesto de vigilancia en la entrada de la ciudad baja.

Adrián, excitado, agitó los brazos al aire:

– ¡Una trampa, eso es una trampa!

– No lo creo -replicó Anne tranquila-, aunque… a esta gente hay que creerla capaz de todo. ¿Tienes miedo?

En vez de contestar, Kleiber se echó en los brazos de Anne. Ella sentía que estaba asustado y, si era sincera, debía reconocer que ella también tenía miedo. ¿Qué sucedería si descubrieran su huida a mitad de camino? ¿Ambos sin esperanza suspendidos entre el cielo y la tierra? Anne no deseaba pensar en ello.

Mientras sostenía en sus brazos a Adrián, se le agolpaban de nuevo aquellos sentimientos estancados que en las últimas semanas había reprimido con éxito. Quería a este hombre… aunque no tenía el valor de confesarle su amor. Menos en esta situación. Fuera empezó a llover. Gruesas gotas golpeaban la cubierta de chapa y del valle subían vapores de niebla montaña arriba. Anne frunció el ceño y miró escéptica en el valle.

– ¡Maldición -susurró-, y encima esto!

– ¿Por qué? -contradijo Kleiber-. No podía ocurrimos nada mejor. -Sacó un toldo verde de debajo de los sacos-. De esta manera podemos escondernos debajo del toldo sin levantar sospechas a nadie.

– Tienes razón -respondió Anne, mientras Kleiber, que se había vuelto activo, se ocupaba del interruptor eléctrico.

– Éste es nuestro problema -murmuró Adrián reflexivo.

– ¿Cuál? -Anne se le acercó.

– Si acciono el interruptor, la góndola arranca… sin mí.

– Hum… -Anne puso cara pensativa-. ¿Y ahora?

– Tengo una idea -exclamó Kleiber y buscó por el estrecho cuarto.

– ¿Qué idea?

– Necesito un trozo de alambre o un cordel resistente.

– ¡Aquí! -gritó Anne señalando una cuerda que servía para atar los toldos.

Kleiber cogió la cuerda y ató uno de los cabos al mango del interruptor manual. Luego condujo la cuerda verticalmente hacia abajo, la hizo pasar por el trinquete de la barra de una herramienta y la llevó directamente a la góndola. Anne quedó admirada:

– Es genial. Sí, tiene que funcionar. ¡Sencillamente genial!

Kleiber reía.

– Ya lo veremos. Yo por lo menos no veo ninguna otra posibilidad.

Se levantó viento. Gemía por las rendijas de la estación de montaña y Anne miraba preocupada hacia fuera. Adrián cargó sacos vacíos en la góndola, extendió encima el toldo y dirigió una mirada a Anne. ¡Sube!

– ¿Miedo? -preguntó sonriendo para infundir ánimos.

Sin responder, Anne subió a la góndola y se acurrucó debajo del toldo. Adrián le puso en la mano la cuerda conectada con el interruptor, luego subió él mismo en el basculante vehículo y se acomodó lo mejor que pudo. Por un momento, ambos guardaron silencio mirando el valle, donde se cernía la tormenta.

Para darse valor a sí misma, dijo Anne: