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– En diez minutos, todo habrá terminado.

E, irónico, añadió Kleiber:

– Allá abajo está preparado el comité de recepción. -Luego tiró de la cuerda.

Con un chirrido el mango del interruptor fue hacia abajo y al mismo tiempo la góndola de madera, dando tirones y sacudidas, se puso en movimiento. Anne y Adrián se colocaron encima la lona dejando sólo una rendija por la que podían divisar el valle. La lluvia arreciaba, crepitaba ruidosamente a través de la lona. Fuertes rachas de viento hacían balancear la góndola y en su miedo Anne apretó la mano de Kleiber. Sería por el efecto aún duradero de las drogas o por haber recobrado su valor, en todo caso él no evidenciaba tener miedo; parecía dispuesto a todo, pues probablemente ya no podía ocurrir nada peor.

No habían recorrido todavía cincuenta metros en su basculante caja, cuando Anne empezó a temblar.

– Ojalá no se caiga -susurró y cerró los ojos. Cuanto más se alejaba la góndola de la estación de montaña, más se balanceaba en todas direcciones, a los lados y de arriba abajo. Una mirada a través de la pared de lluvia a la ciudad colgante de los peñascos que quedaba atrás mostró a Kleiber la enorme extensión de Leibethra, con sus torres y sus construcciones extravagantes, que con este tiempo más parecían el castillo abandonado de Frankenstein que un monasterio.

Entretanto la góndola había llegado a un punto desde donde no se podía ver ni la estación de montaña ni la del valle, de modo que Kleiber apenas podía comprobar si su vehículo seguía bajando. Lo impedía además el fuerte balanceo.

– ¡Estamos parados! -gritó Anne que había abierto los ojos por un momento-. ¡Han desconectado!

Kleiber apretó con la mano la boca de Anne.

– ¡Sólo lo parece! ¡Estáte tranquila, en unos minutos todo habrá terminado! -Luego él le colocó su brazo por encima de los hombros. Anne tenía la respiración agitada, sentía náuseas. Incapaz de discurrir con claridad, sólo pensaba: ojalá este viaje horroroso termine pronto. Incluso si hubiesen descubierto su fuga y recogido la góndola… ¡lo importante era tener suelo firme bajo los pies!

En lo que se refería a Adrián Kleiber, él estaba acostumbrado por su profesión a situaciones extremas y entre sus mejores cualidades estaba el amor al riesgo. Pero sobre todo podía demostrárselo a Anne en esta ocasión. Hacía tiempo que había observado que las ruedas enganchadas al cable seguían moviéndose valle abajo. Sin embargo, la seguridad en que se mecía Kleiber se interrumpió abruptamente.

Ante ellos apareció un poste de sostén y, antes de darse cuenta, la góndola de madera chocó contra el puntal de hierro. La parte encarada al poste, en la que estaba sentado Kleiber, se hizo trizas y arañó el muslo derecho de Adrián, que lanzó un fuerte grito. Instintivamente, cuando vio venir la desgracia, había atraído hacia sí a Anne para impedir que con el impacto fuera expulsada de la góndola abierta. Esto posiblemente le salvó la vida, ya que ello lo obligó a separarse de la pared exterior. El muslo derecho le dolía y al ponerse la mano al rostro estaba roja de sangre.

– ¡Estás herido! -gritó Anne, histérica.

– No tiene importancia -contestó Kleiber con simulada calma. No sabía cómo era la herida en el muslo. Cuando miró a Anne, vio que lloraba con los ojos cerrados. Kleiber no consideró oportuno decir algo. Sólo añoraba el momento en que llegarían a la estación del valle.

Irreal como una aparición mágica, de pronto se presentó ante ellos un cobertizo de madera, una construcción primitiva de tablas con una abertura grande, oscura. Ni Anne ni Adrián tenían la menor idea de cómo detener la góndola.

– Hay que saltar -gritó Adrián-, tenemos que saltar -y estiró a un lado la lona; pero Anne se apoyaba en la parte delantera con la boca muy abierta incapaz de levantarse. La distancia hasta el suelo era ya sólo de unos dos o tres metros, de modo que habría sido posible saltar de esta altura, pero Anne no podía. Adrián la cogía de los hombros intentando arrastrarla hasta el borde de la góndola y gritaba:

– ¡Ven, lo conseguirás, seguro que lo conseguirás!

En este momento el vacilante vehículo dio de repente una sacudida. Se percibió un temblor del cable, luego se quedó quieto. Sólo la lluvia tamborileaba sobre el techo de chapa.

Poco a poco cedió la rigidez de Anne y Adrián exploró el cobertizo en el que habían aterrizado. El cuarto se parecía al de la estación de montaña; también aquí estaban apilados sacos, cajas y cartones con víveres. Al parecer no habían notado su fuga; en cualquier caso nadie los esperaba.

Adrián y Anne se miraron a los ojos. Se rieron, una risa liberadora, feliz, tras momentos de enorme tensión.

– Todavía no lo hemos conseguido -dijo Anne, mientras miraba hacia afuera a través de una pequeña ventana lateral. A menos de cincuenta metros estaban la caseta de vigilancia y el arroyo, casi invisibles en la espesa lluvia.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Kleiber inseguro.

– No te preocupes, conozco el lugar. Si conseguimos pasar inadvertidos por la caseta de los guardias, habremos pasado lo peor. ¡Créeme!

Anne se esforzaba por infundir valor a Kleiber; ella misma no quería creer que sería realmente tan fácil escaparse de Leibethra. Sobre todo, al pensar cómo llegó aquí, la asaltaban dudas. En todo caso no se habría sorprendido si hubiera salido un hombre de la caseta apuntando con el arma y hubiera dicho:

– Los estábamos esperando. Vengan. -Pero nada sucedió.

16

La lluvia no invitaba precisamente a abandonar el cobertizo protector, sin embargo ambos estaban de acuerdo en que no podían quedarse allí ni un minuto más. Kleiber colocó a Anne un saco vacío sobre los hombros, un pobre abrigo contra la lluvia y el frío; él mismo enrolló la lona en un hatillo, luego abrió un resquicio el portal desde donde el camino conducía directamente a la caseta de vigilancia y susurró:

– ¿Por qué diablos no huimos en dirección contraria? ¿Por qué debemos pasar necesariamente por la casa?

Anne abrió un poco más la puerta para que Adrián pudiera ver los alrededores más próximos.

– Por esto -dijo fríamente y Kleiber se dio cuenta de que detrás de la estación bajaba un risco hasta el arroyo. Anne, señalando con el dedo, añadió-: Créeme, es el único camino que lleva al valle.

Entonces Kleiber cogió con una mano el hatillo, con la otra la mano de Anne y ambos corrieron hacia la choza.

La fría lluvia les salpicaba la cara, el suelo estaba reblandecido y cenagoso. Con la vista fija en la casa de los guardias, iban aprisa en esa dirección. Al llegar allí, pasaron agazapados furtivamente, luego fueron a toda carrera por el camino pedregoso hacia el valle, siempre montaña abajo, hasta que Anne, torturada por una punzada en un costado, se detuvo jadeante.

Entre los árboles y a su alrededor murmuraba la lluvia. Huellas de ruedas en el camino delataban que no hacía mucho rato que debía haber pasado un automóvil por allí; pero no se escuchaba ningún ruido. Adrián desenrolló la lona, la estiró sobre su cabeza e invitó a Anne a buscar igualmente abrigo a cubierto de la lluvia.

Así trotaron estrechamente abrazados montaña abajo. No tenían tiempo que perder, no sólo porque pronto sería descubierta su fuga, sino también porque caía el crepúsculo y la oscuridad les impediría avanzar. Apenas hablaban, mientras extenuados daban traspiés camino del valle; de vez en cuando se detenían a escuchar, por si oían ruidos sospechosos, luego continuaban su camino.

Anne tenía dificultades para reconocer el sendero. La lluvia modifica el paisaje. Pero sabía que sólo había un camino hacia el valle. Le dolían los pies porque resbalaba una y otra vez y perdía el equilibrio. A ello se añadía el frío que la agotaba y le anunciaba el fin de sus fuerzas.

Habían recorrido exactamente la décima parte del camino rural hasta desembocar en la carretera general y, cuando Anne lo puso en conocimiento de Adrián, éste opinó que debían buscar cobijo en algún lugar apartado, donde pudieran pasar la noche. Anne se acordó de un pajar o de una majada al final de la parte más empinada del camino, pero hasta allí, expuso, había que caminar aún dos horas y entonces estaría oscuro.