Выбрать главу

Por este motivo abandonaron el sendero y escalaron un trozo montaña arriba hasta un repecho al pie de un risco, cuyas agujas de piedra se levantaban hacia el cielo como dos dedos de juramento. El viento y la erosión habían debilitado la roca haciendo saltar varias veces la base, de modo que allí donde el peñasco se unía a la tierra se habían formado unas hondonadas o cuevas naturales, aptas como abrigo para pasar la noche.

– No es muy confortable -observó Kleiber-, pero está seco y sobre todo la cueva protege del frío.

Anne se mostró de acuerdo. Ni siquiera de niña había dormido al aire libre, pero ahora todo le era indiferente. Estaba extenuada y sólo quería dormir un poco. A Kleiber le sucedía otro tanto. Aunque intentaba demostrar que todavía dominaba la situación, en realidad se sentía completamente exhausto y al borde del derrumbamiento.

Apoyados en la pared interior de la cueva, intentaron acomodarse un poco. Adrián extendió la lona sobre ellos para protegerse del frío. Así estuvieron dormitando con la esperanza de conciliar el sueño.

– ¿En qué piensas? -preguntó Anne después de dos o tres horas a oscuras. La lluvia había amainado, aunque de los árboles seguían cayendo gotas que golpeteaban el suelo.

Kleiber respondió:

– Estoy meditando sobre la mejor forma de poder salir de aquí. -A través de los vestidos mojados percibía Kleiber el calor que emanaba del cuerpo de Anne.

– Entonces los dos tenemos el mismo pensamiento -observó ella con cierta ironía en la voz-. Y… ¿tuviste éxito en tus reflexiones?

Kleiber se encogió de hombros. La noche era tan negra, que sólo podían intuir sus rostros.

– Nos cazarán, como cazaron a Vossius, a Guthmann y a todos los demás -refunfuñó entre dientes-. Y todo por unos jirones de papel viejo, amarillento. Es absurdo.

– Tú sabes que no es un jirón de papel corriente -replicó Anne irritada-, aunque no conocemos su contenido, su importancia marca época, de lo contrario los órficos no se esforzarían con tanto despliegue por obtenerlo.

– Ahora bien, hay un quinto evangelio. Es posible que por ello se tenga que ampliar el Nuevo Testamento o cambiarlo en algunos aspectos. Pero esto no justifica la agitación que ha desatado; sobre todo no justifica el asesinato de personas sólo porque conocen determinados nexos.

– No, naturalmente que no -gritó Anne, de modo que Adrián le tapó la boca y le recomendó que se contuviera; luego ella continuó con voz más apagada-: La clave del secreto está en el nombre de Barabbas. Mientras no sepamos lo que se trae consigo, andaremos a oscuras.

– No lo sabremos nunca -dijo Kleiber y al cabo de un rato-: Tampoco sé si es razonable averiguarlo. Ya ves a qué nos ha conducido nuestra curiosidad. No faltó mucho para…

– Tú lo llamas curiosidad -interrumpió Anne-, creo que es mejor llamarlo legítima defensa. He sido metida en este asunto y no estaré tranquila hasta no haber aclarado el trasfondo. Entiéndelo, por favor.

Entonces Kleiber apretó con más fuerza a Anne contra sí, como si quisiera disculparse por su objeción. Arrebujados estrechamente uno contra otro, charlaron toda la interminable noche; y cuando uno se interrumpía por la fatiga, empezaba el otro de nuevo. Hablaron de todo lo que les preocupaba.

– He de confesarte algo -dijo Adrián.

– He de confesarte algo -manifestó Anne al mismo tiempo-. Te quiero.

Esta declaración cogió totalmente de sorpresa a Kleiber. Calló.

Y así comenzó una rara noche de amor bajo un saliente de roca, que sólo suele servir como guarida de animales.

Por la mañana, cuando el alba se vislumbraba entre las ramas húmedas de los árboles, se sobresaltaron mucho. De la montaña se acercaban ruidos de motores.

– ¡Descubrieron nuestra fuga! -susurró Anne-. Nos echarán los perros, aquellos engendros horribles que crían allá arriba.

Kleiber intentó calmarla:

– No tengas miedo, cariño, la lluvia está de nuestro lado, ha borrado todas las huellas.

El vehículo se aproximaba. Muy cerca debajo de ellos vieron los faros de un todoterreno, que con el motor gimiendo se abría paso hacia el valle. No pudieron reconocer a los pasajeros. Tan rápido como vino, desapareció como un fantasma en la luz del alba; sólo percibían el ruido del motor a kilómetros de distancia. Anne respiró aliviada.

Por la noche habían preparado un plan: debían presuponer que los órficos mantendrían vigilado el aeropuerto de Salónica; por ello querían llegar hasta el sur del país. Sobre todo querían evitar Katerini, un lugar que, al parecer, estaba infiltrado de órficos. Planearon ir por Elasson a Larissa, donde debían separarse.

Kleiber propuso que Anne efectuara el viaje de regreso a casa por Corfú. Él iría a Patras. En ambas localidades había consulados que los ayudarían. La propuesta de Kleiber se basaba en la idea de que los órficos pondrían en movimiento todos los resortes para atraparlos. Los caminos separados doblaban sus posibilidades. Sobre todo el viaje anónimo en barco era más seguro que un billete de avión. Adrián acordó con ella que el punto de encuentro sería el hotel Castello de Bari.

Tres días más tarde Anne von Seydlitz llegó a Bari; pero no existía ningún hotel Castello, señalado por Kleiber. Tampoco había otro hotel de nombre parecido y no se encontraba ni rastro de Adrián.

Capítulo octavo

EL ATENTADO
oscuros cómplices

1

Cada vez que se encontraban, y esto sucedía obligatoriamente varias veces al día, Kessler bajaba los ojos… Estaba avergonzado. Se avergonzaba con el remordimiento de un cristiano, porque desde hacía semanas estaba siguiendo a este Stepan Losinski, al que tanto admiraba en su disciplina científica, sospechando que era un criminal, a pesar de que a ambos les unía el lazo de su orden y el encargo secreto en la Universidad papal Gregoriana. No obstante, era precisamente este encargo secreto lo que sembraba la creciente discordia entre los jesuitas y convertía en una farsa, como celebrar la Pascua antes de Ramos, el lema en el frontis de la sala -Omnia ad maiorem Dei gloriam- en la que, resguardados del mundo exterior, se ocupaban de descifrar aquel pergamino.

Ahora bien, la discordia en sí no es mala, ni siquiera desechable, porque las opiniones contrapuestas sirven mejor a un proyecto que la armonía estúpida; pero este principio no es aplicable a las cuestiones de fe de la Iglesia romana, porque ya el evangelista Mateo puso en boca de su Señor y Maestro las palabras: Se levantarán falsos mesías y falsos profetas; y darán señales y obrarán grandes milagros para intentar engañar incluso a los elegidos.

Ésta era la hora profetizada, en cualquier caso así lo creían aquellos jesuitas partidarios del profesor Manzoni, pues aquel día en que dio a conocer el nuevo fragmento del texto del pergamino creció la sospecha de que en lo que tocaba a nuestro Señor Jesús podía haber sido muy de otro modo. En todo caso se habían formado en la sala dos bandos, uno en concordia con Manzoni, que se resistía a los nuevos conocimientos con palabras piadosas como José a la mujer de Putifar, y los de la discordia, que tenían en Losinski su líder. A éstos pertenecía también Kessler.

El doctor Kessler no participaba lo más mínimo en la traducción del pergamino copto; estaba muy bien informado del contenido hasta ahora conocido y no tenía ninguna duda de que se trataba del evangelio primitivo y, según él y Losinski, era sólo cuestión de semanas para que la curia declarase secreto su trabajo y aislase del mundo exterior a los jesuitas que se ocupaban de ello, como al colegio cardenalicio en cónclave.