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Losinski, el taimado polaco, seguía yendo por la noche dos veces por semana en dirección al Campo dei Fiori, donde giraba en la oscura calle lateral y desaparecía al cabo de cien metros en el edificio de seis pisos. Por lo menos siete veces lo siguió Kessler, inadvertidamente y con la esperanza de observar algo llamativo o tan sólo alguna pista sobre el motivo de su correría nocturna. Pero únicamente se había metido las piernas en el vientre de tanto esperar de pie, llamando la atención de dos policías que, casualmente o no, volvían sobre sus pasos, por lo que Kessler consideró más aconsejable largarse.

En ningún otro lado como en Roma van tan unidos de la mano la piedad y el delito, y no son una excepción los clérigos envueltos en maquinaciones delictivas. El diablo también lleva traje talar. En cualquier caso Kessler creía a Losinski enredado en negocios oscuros, pero quizá también en libertinajes sexuales de baja estopa a los que se entregaba dos veces por semana. Eso pensaba.

Pero nada es tan absurdo como la realidad, y la realidad se le reveló a Kessler de modo inesperado el día después de la epifanía, mejor: por la noche de este día, que era frío y gris como la mayor parte de los días por esta época del año. Había seguido una vez más a Losinski hasta el enigmático edificio, esta vez, sin embargo, con el firme propósito de abandonar sus averiguaciones en caso de que nuevamente no tuviera éxito. Por este motivo Kessler se arriesgó más que las veces anteriores, pisando los talones al polaco y siguiéndolo incluso en el tenebroso edificio de pisos, donde Losinski desapareció detrás de una puerta pintada de blanco en el tercer piso. En la placa de la puerta se podía leer: Rafshani, un nombre árabe, más bien persa, que nada le decía, que a lo más hizo volar su fantasía como el descubrimiento de estilizados zapatos de señora en la celda de su cofrade.

Y mientras Kessler escuchaba con una oreja pegada a la puerta de la vivienda y con la otra vigilaba lo que ocurría en la escalera de la casa, sucedió lo inesperado: la puerta se abrió de dentro y de repente Losinski estaba frente a él, pequeño y como un buitre con su nariz aguileña y sus ojos hundidos.

Ambos se miraron sin decir palabra, pero las dos miradas decían lo mismo: aja, te pillé. Losinski, que recobró la serenidad más rápidamente que el otro, se acercó mucho a Kessler, cambió su cara en una risa irónica, ladeando la cabeza como un buitre -en él una señal de ganas de atacar-, y susurró ligeramente:

– ¿Me está usted espiando, hermano en Cristo? Era lo último que esperaba de usted. Veritatem dies aperit…

De hecho Kessler se sentía cogido como un acólito en actos pecaminosos, por esto no encontró respuesta, aunque su voz interior le decía que era propiamente Losinski quien se debía sentir cogido en falta. Pero éste cerró la puerta tras de sí, agarró del brazo al cofrade y lo empujó escaleras abajo:

– Creo que deberíamos conversar. ¿No opina usted igual?

Kessler asentía con vehemencia. Por lo pronto parecía haber desaparecido la tensión entre los dos. Así al menos se lo parecía a Kessler y, después de haber abandonado el tenebroso edificio, Losinski reanudó la conversación. No daba en absoluto la impresión de inseguridad y quiso saber amablemente si él, Kessler, había averiguado algo sobre él, Losinski. Kessler lo negó y admitió que al principio sólo le llamaron la atención sus ausencias regulares del convento de San Ignacio; pero a raíz de sus fuertes ataques a Manzoni se puso a reflexionar y le picó la curiosidad. Losinski asentía sonriendo.

2

En el Campo dei Fiori buscaron una trattoria y el polaco pidió lambrusco. Por qué los curas prefieren beber lambrusco no debe ser tratado más ampliamente aquí, sólo es digno de mención para la continuidad de la historia en el sentido de que el lambrusco desata la lengua más rápidamente que cualquier otro vino dulce y puede suponerse que Losinski a todo trance escondía detrás de ello una intención.

Mucho rato anduvo a ciegas Kessler respecto a dónde quería llegar el cofrade, incluso se sorprendía de que Losinski no le hiciera ningún reproche; pero no se lo hizo. Al contrario, el polaco elogió la inteligencia y el conocimiento de Kessler, superior al de la mayoría de cofrades y por ello adecuado para realizar tareas mucho más importantes que la traducción de un pergamino copto según las instrucciones de la curia romana, y añadió:

– Si usted entiende lo que quiero decir.

Durante un rato reflexionó Kessler sin éxito, luego respondió con un movimiento de cabeza:

– No entiendo palabra, hermano Losinski, lo siento.

Losinski se pasó la palma de la mano por su cabeza rasurada, un indicio habitual de que meditaba fatigosamente, luego sirvióse a él y a Kessler otro vaso de lambrusco y comenzó circunspecto:

– En rigor, nuestro trabajo es una farsa, porque Manzoni falsifica nuestra traducción del pergamino.

– ¿Falsifica?

– Sí, falsifica. Y precisamente por encargo de la curia. La Congregación para Cuestiones de la Fe tiene las máximas dificultades para asimilar el contenido del quinto evangelio, que, como ambos sabemos, es precisamente el primero. Los señores purpurados temen por sus privilegios y por esto el Santo Oficio ha ordenado armonizar el quinto evangelio en palabra y contenido con los conocidos para que no surja ninguna discusión sobre la fiabilidad de los otros cuatro; existen ya bastantes herejes que dan trabajo a la Congregación para la Fe.

– ¡Pero esto no es posible, hermano en Cristo! -Kessler golpeó con la mano en la mesa.

– Es posible -aseguró Losinski y dejó escapar de su calva-: El Oficio hará todos los esfuerzos por impedir la publicación del pergamino.

– Aunque sin lugar a dudas es auténtico…

– Aunque sin lugar a dudas es auténtico. ¡Ya sabe cuál es la mejor virtud cristiana!

– La humildad.

– Oh no, hermano en Cristo: callar. Piense en la Causa Galilei. Hasta hoy ningún Papa ha encontrado una palabra amable para el deplorable Galileo Galilei, a pesar de que cualquier niño aprende en la escuela que Urbano VIII condenó injustamente a Galileo. La Iglesia conmemora este error no con humildad, sino con el silencio.

Kessler miraba fijamente su vaso y asentía.

– ¿Por qué -continuó con vehemencia Losinski- los jesuitas somos la orden menos apreciada del Papa? ¿Por qué nuestra orden fue prohibida más de una vez? Porque no podemos callar. Gracias a Dios no podemos callar.

– Gracias a Dios no podemos callar -repitió Kessler, fija la mirada en su lambrusco y con voz borrosa. El vino espumoso no dejaba de hacer efecto-. Gracias a Dios -repitió- no podemos callar. ¿Pero qué tiene que ver esto con que usted, hermano Losinski, dos veces por semana visite un edificio tenebroso y pase allí la noche? -Kessler se sobresaltó apenas hubo dicho la frase. Pero ya que se había atrevido a tanto y no tenía nada más que perder, y porque intuía lo que sucedía en esta casa, se aventuró con la observación:

– ¡El celibato nos destruye a todos!

Losinski no entendió. Miró a Kessler inquisitivo como si hubiese acabado de afirmar que el sol, en efecto, gira alrededor de la Tierra, pero poco a poco fue comprendiendo y se echó a reír fuertemente, y su risa se oía por encima del ruido normal de la trattoria.

– ¡Ahora entiendo, hermano en Cristo! -gritó y giraba los ojos al cielo como San Antonio de Padua en éxtasis-. Pero está usted en camino errado. Esta es una casa muy honorable… en todo caso por lo que respecta al sexto mandamiento. Si le interesa, puedo darle una dirección discreta adonde sólo va gente de nuestra condición.

– ¡Oh, no, no quise decir esto! -rehusó Kessler y sintió cómo le enrojecía la cabeza-. ¡Le pido perdón por mis pensamientos sucios!