2
Con Felici, el cardenal secretario de Estado, un anciano bondadoso de pelo blanco corto y manos temblorosas -estaba desempeñando su función ya bajo tres papas-, mantenía Vilosevic una relación de plena confianza, se puede decir también que Vilosevic era su incondicional; pero esta incondicionalidad le deparaba al mismo tiempo la enemistad del cardenal Berlinger, el director del Santo Oficio, que gobernaba los otros bienes alodiales en el interior del Vaticano. En Berlinger y Felici se juntaban la tierra y el fuego: Berlinger, el conservador, severo frente a toda novedad o renovación, y Felici, un cardenal liberal, progresista, que ya antes del último cónclave se le tenía por papabile, pero al que, como solía él mismo decir, las sandalias del pescador le venían un número grande.
Después que Vilosevic hubo atravesado dos antesalas seguidas con tapices en las paredes y escaso mobiliario oscuro -padres vestidos de negro oficiaban sin excepción como secretarias en el Vaticano-, haciendo una reverencia entró en la sala excesivamente caldeada, donde Felici revisaba legajos de documentos y papeles tras una mesa interminablemente amplia.
– ¡Señor cardenal! -gritó Vilosevic de lejos (Felici no toleraba otro tratamiento que éste)-. Señor cardenal, tiene que hacer algo. Los periodistas han oído campanas de algo. Ya no sé cómo amansarlos. Algunos de ellos saben más que yo…, al menos ésa es mi impresión.
Con un gesto amable, el cardenal indicó al director de la oficina de prensa una silla tapizada en rojo con respaldo alto que estaba solitaria sobre una enorme alfombra a una distancia conveniente de su escritorio.
– Siempre una cosa detrás de otra -ordenó Felici y luego usó una locución que era objeto de burlas en el Vaticano porque el viejo la empleaba en cada conversación-:…¡y con distancia!
– Usted lo dice así, «con distancia», y suena sencillo -se acaloraba Vilosevic-, me han abordado cincuenta periodistas acorralándome con aventurados rumores sobre una encíclica que se está preparando y de gran importancia para la Iglesia.
Felici mostraba serenidad:
– Cada encíclica es de importancia fundamental para la Santa Iglesia católica. ¿Por qué no ésta?
– ¿Así que debemos contar ahora con una encíclica? Primera pregunta: ¿cuándo? Segunda pregunta: ¿qué contenido?
– No he dicho que se esté preparando una encíclica, padre Vilosevic. Sólo he señalado que, si se estuviera preparando una encíclica, tendría la misma importancia fundamental que las demás publicadas hasta ahora.
– ¡Señor cardenal! -Vilosevic se deslizaba inquieto a un lado y otro sobre su silla-. ¡Así no vamos a ninguna parte! Por Dios y todos los santos, tengo a mi cargo esta oficina de prensa, soy el portavoz del Vicario de Cristo, los periodistas esperan con razón una explicación mía. Los gorriones pían en los tejados que desde hace meses existe inquietud en el Vaticano, pero nadie sabe por qué, nadie habla de ello. ¡No es extraño que corran los rumores! Ahora mismo tuve que oír que los obispos sudamericanos se proponen un abandono masivo de la Iglesia.
– ¡Espero que lo haya desmentido inmediatamente, Vilosevic!
– Nada he hecho. Callé ante las afirmaciones absurdas y seguiré callando hasta que reciba una explicación de la máxima autoridad. ¿Quién sabe? Tal vez hay algo de verdad en esta afirmación.
– ¡Ridículo! -rezongó Felici y se levantó de su escritorio. Cruzó los brazos en la espalda, se acercó a uno de los altos ventanales y miró a la plaza de San Pedro, que en esta época estaba solitaria; incluso las figuras de mármol blanco en las columnatas de Bernini, que normalmente resplandecían en el cielo como antorchas en la noche, despedían melancolía.
– Gracias al Señor -empezó Felici, sin quitar la vista de la ventana-, gracias al Señor, que este asunto no me corresponde a mí, sino al director del Santo Oficio, cardenal Berlinger.
Vilosevic podía ver de lado que la cara de Felici reflejaba cierta alegría maliciosa cuando pronunció el nombre. Finalmente el cardenal se dirigió a Vilosevic. Éste se levantó y, cuando ambos estuvieron muy cerca uno frente a otro, dijo Felici, reflexivo:
– Puesto que usted es mi amigo, quisiera comunicarle la verdad sobre el motivo de la inquietud en el interior de la curia. Pero, hermano en Cristo, tiene que darme su palabra de que guardará silencio… hasta que lleguen instrucciones superiores. Esta verdad es amarga para nuestra Iglesia y algunos que la conocen defienden el criterio de que no podría sobrevivir a esta verdad… de ahí la inquietud.
– Por Dios y todos los santos, ¿de qué se trata?
– Según parece, debemos admitir que Mateo, Marcos, Lucas y Juan no son los únicos evangelistas. Según parece, existe un quinto evangelio, el evangelio según Barabbas. Se encontró en una tumba copta y jesuitas de la Gregoriana lo están traduciendo.
– ¡No lo entiendo! -objetó Vilosevic-. Un quinto evangelio significaría sólo un refuerzo para la doctrina de la Santa Madre Iglesia.
– Sí, cierto, pero únicamente si el texto apoya a los otros cuatro.
Vilosevic se volvió apocado:
– ¿Y no lo hace?
El silencio de Felici adelantó la respuesta.
– Al contrario -replicó el cardenal-, cubre las lagunas de los cuatro evangelios, basadas en que Mateo, Marcos, Lucas y Juan sólo conocían de oídas las cosas que escribieron. En cambio Barabbas, el autor del quinto evangelio, fue testigo presencial. Escribe como si hubiera conocido a nuestro Señor Jesús y en él numerosas partes de la tradición neotestamentaria se leen de forma muy distinta.
– ¡Señor Jesús! -Vilosevic respiró profundamente-. ¡Señor Jesús! -repitió y añadió-: ¿Quién es este Barabbas?
– Ésta es la cuestión. Manzoni, de la universidad papal, trabaja febrilmente en ello. Ha reunido la mejor gente de su orden, pero, según afirma, los pasajes decisivos referentes al autor del evangelio o están rotos o faltan. Antes de que fuera conocida su importancia, el pergamino fue vendido a trozos y es difícil encontrar los fragmentos aislados y reunirlos de nuevo.
– Pero -objetó inseguro Vilosevic- hay ciertamente una serie de evangelios apócrifos, que todos ellos han demostrado ser falsos. ¿Quién dice que precisamente este evangelio sea verdadero?
– Tanto los científicos naturales como los científicos bíblicos llegan a la misma conclusión: el texto es auténtico.
– ¿Y cuál es su contenido?
El cardenal volvió a la ventana y miró afuera, pero no veía la plaza de San Pedro ni las columnatas, miraba al vacío y contestó:
– No lo sé, sólo sé que la frase: «Tú eres Pedro, la piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» no aparece en todo el quinto evangelio. ¿Sabe usted lo que esto significa, Vilosevic?, ¿lo sabe? -Felici alzó la voz y sus ojos se humedecieron-: Esto significa que todo esto que nos rodea carece de sentido. ¡Usted, yo y Su Santidad y trescientos millones de personas han perdido su fe!
– ¡Señor cardenal! -Vilosevic se acercó a Felici-. Señor cardenal, modérese, se lo ruego en nombre de todos los santos.
– ¡Todos los santos! -replicó Felici amargamente-. También puede olvidarlos.
El padre se dejó caer en la silla y hundió la cabeza en las manos. Sencillamente no podía comprender lo que el cardenal acababa de relatar.
– Tal vez entienda usted ahora, padre, la inquietud que agita a la curia -observó Felici.
Y Vilosevic contestó excusándose:
– Yo no sabía nada de esto, eminencia, no tenía idea.
Entonces cortó irritado el cardenaclass="underline"
– ¡Puede ahorrarse su «eminencia», oiga! Precisamente ahora…
El padre asintió sumiso. Tras una pausa que parecía interminable en la que Felici, inmóvil, miraba fijamente por la ventana, empezó Vilosevic, cauto:
– Si me permite la pregunta, señor cardenal, ¿cuántas personas conocen este descubrimiento?
– Ésta no es la cuestión -replicó el cardenal-. El descubrimiento en sí es de conocimiento general, en todo caso por lo que respecta a la ciencia. Coptólogos y filólogos clásicos conocen desde hace tiempo el hallazgo de un pergamino cerca de Minia. Pero puesto que los ladrones de la tumba en cuyas manos cayó el pergamino vendieron su tesoro a trozos para aumentar el beneficio, ningún instituto científico pudo someter el pergamino a un análisis textual crítico. Sin embargo, a principios de los años cincuenta, algún científico debió haber levantado alguna sospecha; pues por esta época de repente diferentes personas mostraron interés por el pergamino y empezaron a comprar fragmentos.