– Mil -dijo, sin quitar la vista de la fotografía-, quinientos ahora y el resto al entregar el encargo, sin factura.
– De acuerdo -respondió Anne, quien en seguida había comprendido que un pobre perro como Rauschenbach no trabajaba por amor al arte sino por mera supervivencia.
Sacó de su bolso cinco billetes de cien y los colocó encima de la mesa de cocina pintada de negro, que servía de escritorio-. ¿Cuánto tardará?
– Depende -consideró el flaco y se dirigió a la única ventana de la buhardilla que iluminaba apenas la habitación-. Depende de lo que tengamos entre manos. ¿El original no está a su disposición, señora Seiler?
– Seydlitz. -Anne procuraba dar la menor información posible sobre el misterioso pergamino-. No -dijo lacónicamente.
– Entiendo -refunfuñó Rauschenbach-. ¿Objeto robado?
Aquí explotó Anne:
– ¡Por favor, señor doctor Rauschenbach! Me han ofrecido el pergamino para comprarlo y yo quiero saber de usted si vale el dinero que piden y, sobre todo, qué es. Pero si usted tiene reparos… -Anne hizo lo único correcto en tal situación: pidió que le devolviese el dinero y con ello disipó de una vez todas las dudas del hombre.
– No, no -gritó éste-, no me malinterprete, pero soy prudente y en este sentido no puedo responsabilizarme de nada. No crea que no sé que todas las personas que acuden a mí tienen un motivo. Al fin y al cabo el profesor Guthmann pasa por ser el experto por antonomasia. Naturalmente usted tiene un motivo fundado para acudir precisamente a mí, pero esto no será inconveniente mientras se quede entre nosotros, si entiende lo que quiero decir, señora… Seydlitz.
Por lo menos ha retenido el nombre, pensó Anne, y al mismo tiempo fue consciente de que este tipo, al que acudían principalmente personas que tenían algo que ocultar, era un buen candidato al chantaje. Esta idea le causó malestar, pero antes de que pudiera seguir en sus dudas, Rauschenbach, concentrado en la fotografía como un criminalista, empezó a hablar lentamente:
– Hasta donde puedo distinguir, se trata de un papel copto, aunque la escritura es griega, mezclada con caracteres domóticos, típico del cóptico del primer siglo después de Cristo. Suponiendo que el pergamino sea auténtico y no una falsificación, lo que yo sólo podría determinar examinando el original, ello significa que el objeto tiene una antigüedad de por lo menos un milenio y medio.
Rauschenbach sintió que Anne clavaba los ojos en él visiblemente nerviosa e intentó desde un principio reducir sus expectativas:
– Espero no defraudarla si le digo que papeles de esta clase no son raros y en consecuencia tampoco muy valiosos. Se han encontrado a montones en cuevas y monasterios, la mayoría documentos sin importancia, pero también textos bíblicos y escritos de agnósticos. Si están bien conservados, estos pergaminos se pagan a mil marcos, pero por lo que puedo ver no se trata de un objeto de primera categoría. Sepa, señora…
– Seydlitz -completó Anne excitada.
– Sepa, señora Seydlitz, que no hay muchos coleccionistas de manuscritos coptos, y los museos y bibliotecas se interesan sólo por rollos completos, sobre todo por textos coherentes que sirvan de base para investigaciones científicas.
Anne asintió.
– Entiendo. ¿Así que no se puede imaginar que este pergamino, suponiendo que sea auténtico, constituya para alguien un objeto especialmente codiciado?
Rauschenbach miró a Anne a la cara. El modo de formular la pregunta pareció haberlo impresionado. Intentó sonreír.
– Quién sabe qué y por quién puede ser objeto de codicia. Mil marcos -concluyó meneando la cabeza-, yo no daría más por él.
Anne pensaba cómo podría aclarar al otro la importancia de este pergamino sin delatarse a sí misma. Naturalmente hubiera podido contar a Rauschenbach todo lo sucedido hasta ahora, pero dudaba que la creyera. Además no le tenía confianza, por lo que le rogó que tradujera el texto lo más fielmente posible o al menos reprodujera su contenido.
Entonces Rauschenbach sacó una botella de debajo de la mesa y se sirvió un vaso panzudo hasta el borde.
– ¿Quiere también un trago? -preguntó más bien con la mente ausente y esperando que Anne rehusara. Luego, mientras su derecha ejecutaba un movimiento inquieto sobre la fotografía, inició una larga explicación sobre la dificultad de descifrar estos textos antiguos; una copia, y además mala, lo hace aún más difícil. Anne no estaba segura si Rauschenbach era sólo demasiado perezoso y quería ganar dinero rápido con un dictamen superficial o si tenía otro motivo para no enfrentarse con el texto.
Como si el vino tinto hubiese afinado sus sentidos, Rauschenbach parecía haberle adivinado el pensamiento, y dijo sumido en el papeclass="underline"
– Usted cree naturalmente que yo sólo quería facilitarme la tarea, pero puede estar tranquila, le entregaré una traducción en tanto lo permita este material. Aunque -movió el dedo índice- no se haga demasiadas ilusiones.
Anne miró a Rauschenbach.
– Créame -insistió éste-, ha habido códices enteros de la época copta que nadie los quería. Quiero decir que con este tipo de hallazgos no basta su descubrimiento, sino que es necesaria la aportación científica del descubridor, que lo documenta todo y lo relaciona dentro de un contexto histórico. Mire, un pergamino o un papiro no es una momia, ni una escultura, ni una máscara de oro, que suscitan el entusiasmo de la gente. A este respecto, uno de los descubrimientos más importantes, el llamado códice Jung, anduvo errante por el mundo hasta que despertó el interés de la ciencia. Es una historia increíble… pero no quiero aburrirla.
– Oh, no -contestó Anne-, usted no me aburre en absoluto. -Con todo, no podía borrar la impresión de que Rauschenbach se esforzaba en quitar importancia a su pergamino. Y mientras éste se llenaba otra vez el vaso, Anne reflexionó sobre el motivo que podría haber tras la actitud de Rauschenbach.
– El descubrimiento del códice Jung -prosiguió Rauschenbach- se remonta al año 1945. En aquella época unos fellahs [1] egipcios hallaron en una tumba dentro de tinajas quince manuscritos coptos, libros con tapas de cuero carcomido, por los que nadie parecía interesarse. Los vendieron por un par de piastras en El Cairo, en donde uno de estos libros recaló en un museo, otro a manos de un anticuario. Los once restantes -quemaron dos para calentarse- desaparecieron por vías oscuras para no volver nunca más. Sólo se oían rumores de su paradero. Puede haber diversos motivos por el desinterés hacia estos considerables manuscritos, pero una razón era sin duda el contenido agnóstico de estos libros.
– ¿Puede explicarlo mejor?
– Por agnosis o agnosticismo cada cual entiende una cosa diferente, y ello tiene sus razones. En los primeros siglos de la época de transición hubo filósofos y teólogos que empezaron a estudiar el origen y la naturaleza del hombre. Algunos agnósticos eclesiásticos, como Orígenes o Clemente de Alejandría, pretendían así reforzar la fe cristiana. Agnósticos seglares como Basilides o Valentino construyeron con ello una mística oriental. Claro que se atrajeron la enemistad de los otros al afirmar que el mundo era la dudosa obra de una mente creadora imperfecta y maligna. Así que nada del Dios bondadoso que flota sobre las aguas. -Rauschenbach ahogó la risa-. Pero volvamos a nuestro descubrimiento de los manuscritos: el anticuario cairota llevó el códice a América con la esperanza de hallar un comprador que le pagase una cantidad razonable. Sin resultado, como se demostró. Ningún coleccionista, ningún museo parecía interesarse por el manuscrito. Años más tarde el objeto apareció en Bruselas. Entretanto había cambiado de propietario, que lo puso de oferta en el mercado de arte. Un mecenas suizo compró el códice y lo regaló al instituto C. G. Jung de Zúrich. Allí se conserva todavía y desde entonces se llama el códice Jung.