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Hollis Wilson estaba sentado en uno de los bancos. Llevaba una cazadora negra de cuero que le servía para ocultar la automática del calibre 45 que le había vendido Dimitri Aronov. Cuando Maya lo conoció en Los Ángeles, Hollis llevaba el pelo largo y vestía a la moda. En Nueva York, Vicki le cortó el pelo, y él aprendió una de las normas básicas de los Arlequines en cuanto a ocultación: viste o lleva siempre algo que sugiera una identidad falsa. Aquella tarde, se había puesto un par de chapas en la cazadora en las que se leía: ¿quieres perder peso? ¡Prueba la dieta de la hierba! Tan pronto como los neoyorquinos veían aquellas chapas, apartaban la vista.

Mientras vigilaba a Gabriel, Hollis estudiaba una fotocopia de El camino de la espada, las meditaciones sobre el combate escritas por Sparrow, el legendario Arlequín japonés. Maya había crecido con aquel libro, y su padre no había dejado de repetirle la famosa frase de Sparrow de que los Arlequines debían cultivar la imprevisibilidad. A Maya la irritaba que Hollis intentara apropiarse de aquella parte fundamental de su entrenamiento.

– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? -le preguntó.

– Unas dos horas.

Miraron hacia el otro lado del parque, donde Gabriel jugaba al ajedrez con un anciano chino. También el Viajero había cambiado su aspecto desde su llegada a Nueva York. Vicki le había cortado el pelo muy corto, y Gabriel solía llevar gafas de sol y una gorra de lana. Cuando se conocieron en Los Ángeles, Gabriel llevaba el pelo largo y tenía ese estilo deportivo de los chicos que se dedican a esquiar en invierno y a practicar el surf en verano. En los últimos meses había adelgazado, y en ese momento tenía el aspecto alicaído de alguien que acaba de recuperarse de una larga enfermedad.

Hollis había elegido una buena posición defensiva, con líneas de tiro despejadas hacia cualquier rincón del parque, y Maya se permitió relajarse un rato y disfrutar del hecho de que siguieran con vida. Cuando era pequeña, solía llamar a esos momentos sus «joyas». Las joyas eran aquellas raras ocasiones en que se sentía lo bastante segura para poder disfrutar de algo agradable o hermoso, como una puesta de sol o las noches en que su madre cocinaba un plato especial, como cordero al estilo rogan josh.

– ¿Ha pasado algo durante la tarde? -preguntó a Hollis.

– Gabe se quedó leyendo un libro en la habitación. Luego estuvimos charlando de su padre.

– ¿Y qué dijo?

– Quiere encontrarlo. Comprendo cómo se siente.

Maya observó atentamente a tres mujeres de edad avanzada que se acercaban a Gabriel. Eran las pitonisas que solían sentarse a la entrada del parque y ofrecían leer el futuro a los transeúntes a cambio de diez dólares.

Siempre que Gabriel pasaba frente a ellas, las mujeres alzaban la mano con la palma ahuecada, como mendigas pidiendo limosna; pero esa tarde simplemente estaban mostrándole su admiración. Una de ellas le dejó una taza de papel con té en la mesa donde jugaba.

– No te preocupes -dijo Hollis-. Lo han hecho otras veces.

– Dará que hablar a la gente.

– ¿Y qué? Nadie sabe quién es. Esas pitonisas solo perciben que se trata de alguien con un poder especial.

El Viajero les agradeció el té. Ellas hicieron una ligera reverencia y volvieron a su lugar habitual en la entrada del parque. Gabriel regresó a su partida de ajedrez.

– ¿Acudió Aronov a la cita? -preguntó Hollis-. En su mensaje decía que tenía material nuevo.

– Sí. Intentó venderme una pistola de cerámica que puede burlar los detectores de metales. Seguramente es un invento de alguna agencia rusa de seguridad.

– ¿Y qué le dijiste?

– No lo he decidido. Se supone que tengo que reunirme con él esta tarde a las siete. Iremos a New Jersey para que pueda disparar unas cuantas veces.

– Un arma así podría sernos útil. ¿Cuánto pide?

– Nueve mil.

Hollis se echó a reír.

– Supongo que no nos hará descuento por buenos clientes…

– ¿Crees que deberíamos comprarla?

– Nueve mil dólares en efectivo es mucho dinero. Tendrías que hablar con Vicki. Ella sabe cuánto tenemos y lo que estamos gastando.

– ¿Está en el loft?

– Sí. Está preparando la cena. Volveremos cuando Gabriel haya terminado la partida.

Maya se levantó y avanzó sobre la rala hierba hacia donde estaba Gabriel. Cuando no controlaba sus emociones, se sorprendía deseando estar cerca de él. No eran amigos -eso era imposible-, pero tenía la sensación de que Gabriel podía leer en su corazón y verla con claridad.

Gabriel alzó la vista y le sonrió. Fue un instante, pero hizo que se sintieran contentos y disgustados al mismo tiempo. «No seas tonta. Recuerda siempre que estás aquí para cuidar de él, no para interesarte por él», se dijo Maya.

Cruzó Chatham Square, y enfiló hacia East Broadway. Las aceras estaban llenas de turistas y de chinos que compraban alimentos para la cena. Patos asados y pollos colgaban de ganchos al otro lado de los cristales, y Maya estuvo a punto de chocar con un joven oriental que llevaba un lechón envuelto en plástico transparente. Cuando nadie la miraba, abrió la puerta del edificio de Catherine Street y entró. Más llaves, más cerraduras y por fin entró en el loft.

– Vicki…

– Estoy aquí.

Maya apartó una de las lonas y encontró a Victory From Sin Fraser sentada en un camastro contando divisas. En Los Ángeles, Vicki era una chica que vestía con modestia y pertenecía a la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Pero en ese momento llevaba lo que ella llamaba su «disfraz de artista»: vaqueros bordados, una camiseta negra y un collar balines. Llevaba el pelo anudado en trencitas y una cuenta al final de cada una.

Levantó la vista y sonrió.

– Ha llegado otro envío al apartamento de Brooklyn y quería saber cuánto tenemos en total.

La ropa de las jóvenes estaba guardada en cajas o colgada de unos percheros que Hollis había comprado en la Séptima Avenida. Maya se quitó el abrigo y lo colgó de una percha.

– ¿Qué tal con el ruso? -preguntó Vicki-. Hollis me dijo que quería venderte otra pistola.

– Sí, me ofreció un arma muy especial, pero es muy cara.

Maya se sentó en el camastro y le describió la pistola de cerámica.

– La semilla se convierte en retoño -dijo Vicki al tiempo que anudaba un fajo de billetes con una goma elástica.

Maya ya estaba familiarizada con las frases que Vicki extraía de los textos de Isaac T. Jones. «La semilla se convierte en retoño, y el retoño, en árbol» significaba que uno siempre tenía que considerar las posibles consecuencias de sus acciones.

– Tenemos dinero suficiente, pero es un arma peligrosa -prosiguió Vicki-. Si cayera en manos de criminales, podrían utilizarla contra gente inocente.

– Eso ocurre con todas las armas.

– ¿Me prometes que la destruirás cuando por fin estemos en un lugar seguro?

«Harlekine versprechen nichts», pensó Maya en alemán. «Los Arlequines no hacen promesas.» Le parecía estar escuchando a su padre.

– Lo pensaré -contestó-. Es todo cuanto puedo decirte.

Mientras Vicki seguía contando el dinero, Maya se cambió de ropa. Si iba a reunirse con Aronov en el Lincoln Center, su aspecto tenía que ser el de alguien que se dispone acudir a una reunión social. Eso significaba botines, pantalón negro de vestir, un suéter azul y un abrigo. Dada la cantidad de dinero que llevaría encima, decidió coger un arma, un revólver Magnum 357 de cañón corto. El pantalón era lo bastante ancho para disimular la funda tobillera.

En el brazo derecho, sujeto con una tira elástica, llevaba un cuchillo de lanzamiento. En el izquierdo, a la altura de la muñeca, llevaba otro cuchillo de afilada hoja triangular y mango en forma de T. Había que sujetarlo con el puño, con la punta sobresaliendo entre los dedos, y golpear a la víctima con todas tus fuerzas.