Vicki dejó de contar el dinero y miró a Maya con expresión vacilante.
– Maya… Tengo un problema. Pensaba que quizá podría hablarlo contigo.
– Adelante…
– Hollis me gusta… y no sé qué hacer. Él ha tenido un montón de novias, y yo no tengo demasiada experiencia. -Meneó la cabeza-. La verdad es que no tengo ninguna.
Maya ya había notado la creciente atracción entre Hollis y Vicki. Era la primera vez que asistía a la evolución del enamoramiento de dos personas. Al principio, se seguían con la mirada cuando uno de los dos se levantaba de la mesa. Luego, se inclinaban hacia delante cuando el otro hablaba. Y cuando uno de los dos no estaba presente, el otro hablaba de él de manera alegre y tonta. Aquella experiencia le había llevado a comprender que sus padres no habían estado enamorados. Se respetaban y se entregaron de lleno a la alianza del matrimonio. Pero eso no era amor. A los Arlequines no les interesaba esa emoción.
Maya deslizó el revólver en la funda tobillera, se aseguró de que la tira de velero estuviera bien sujeta y se bajó la pernera.
– Estás hablando con la persona equivocada -dijo a Vicki-. No puedo darte ningún consejo.
La Arlequín cogió nueve mil dólares del camastro y se encaminó hacia la puerta. En aquellos momentos volvía a sentirse fuerte y dispuesta para la lucha, pero el familiar entorno del loft le recordó las atenciones que Vicki le había prodigado durante su lenta recuperación: la había alimentado, le había cambiado las vendas y hecho compañía cuando el dolor la atormentaba. Era su amiga.
«Malditos amigos», pensó Maya. Los Arlequines aceptaban ciertas ataduras, pero la amistad con los ciudadanos se consideraba una pérdida de tiempo. Durante el breve tiempo en el que intentó llevar una vida normal en Londres, salió con hombres y trabó relación con las mujeres que trabajaban en el mismo gabinete de diseño que ella; pero ninguna de esas personas fue su amiga porque nunca pudieron comprender su peculiar manera de ver el mundo ni que se sintiera perseguida y estuviera siempre preparada para el ataque.
Su mano se posó en el picaporte de la puerta, pero no la abrió. «Mira los hechos», se dijo. «Abre tu corazón y examina tus sentimientos: estás celosa de Vicki, celosa de la felicidad de otra persona. Eso es todo.»Dio media vuelta y regresó a la habitación.
– Lamento lo que he dicho, Vicki. Lo que ocurre es que en estos momentos hay muchas cosas en marcha.
– Lo sé. Ha sido un error por mi parte sacar el tema.
– Te respeto, y también a Hollis. Me gustaría que fuerais felices. ¿Por qué no hablamos de ello cuando vuelva, esta noche?
– De acuerdo. -Vicki se relajó y sonrió-. Eso haremos.
Maya se sintió mejor cuando por fin salió del edificio. Su hora favorita se aproximaba: la transición entre el día y la noche. Antes de que se encendieran las luces de las calles, el aire parecía llenarse de pequeños puntos de oscuridad. Las sombras perdían sus definidos contornos y se difuminaban. Como la hoja de un cuchillo, limpia y afilada, se abrió paso entre el gentío y atravesó la ciudad.
Capítulo 6
Maya caminó hacia el norte, desde las callejuelas de Chinatown hasta las amplias avenidas del centro de Manhattan. Esa era la ciudad visible, donde la Gran Máquina ejercía su control; pero Maya sabía que bajo el pavimento existía un intrincado mundo, un laberinto de líneas de metro, vías de tren, pasadizos olvidados y túneles de mantenimiento marcados por cables eléctricos. La mitad de Nueva York quedaba oculta a la vista, enterrada en el lecho rocoso que sostenía tanto los cochambrosos edificios de Spanish Harlem como los majestuosos rascacielos de cristal y acero de Park Avenue. Y había también un mundo paralelo de personas igualmente oculto, distintos grupos de herejes y auténticos creyentes, inmigrantes ilegales con papeles falsos y respetables ciudadanos con vidas secretas.
Una hora más tarde se encontraba en la escalera de mármol que conducía al Lincoln Center for the Performing Arts. El teatro y la sala de conciertos formaban una plaza en cuyo centro había una fuente iluminada. La mayoría de las actuaciones todavía no habían empezado, pero numerosos músicos cargados con sus instrumentos y vestidos de etiqueta se dirigían a paso ligero hacia las distintas salas. Maya se guardó el dinero en un bolsillo con cremallera y miró por encima del hombro; Vio dos cámaras de vigilancia, pero estaban orientadas hacia la multitud próxima a la fuente.
Un taxi se detuvo ante la plaza. Aronov iba sentado en el asiento de atrás. Cuando le hizo un gesto con la mano, Maya bajó la escalinata y se sentó junto al ruso.
– Buenas noches, señorita Strand. Me alegra mucho volver a verla.
– O la pistola funciona, o no hay trato.
– Por supuesto.
Aronov dio una dirección al conductor, un joven con el pelo en punta, y el taxi se incorporó al tráfico. Al cabo de unas pocas manzanas enfilaron por la Novena Avenida, en dirección sur.
– ¿Ha traído el dinero? -preguntó el ruso.
– Solo la cantidad que acordamos.
– Es usted muy precavida, señorita Strand. Quizá debería contratarla como ayudante.
Mientras cruzaban la calle Cuarenta y dos, Aronov sacó del bolsillo un bolígrafo y una agenda de tapas de cuero, como si se dispusiera a escribir algo. El ruso empezó a hablar de su club favorito en Staten Island y de la bailarina exótica que trabajaba allí, que había formado parte del Ballet de Moscú. Era la típica charla intrascendente de un vendedor que intenta ser agradable con un cliente. Maya se preguntó si la pistola de cerámica sería un fraude y si Aronov pensaba robar el dinero. Tal vez no. «Sabe que llevo una pistola. Me la vendió él», pensó.
El taxista giró por la calle Treinta y ocho y siguió las señales hacia el túnel Lincoln. El tráfico convergía hacia la entrada y allí se distribuía en los distintos carriles. Tres túneles separados, cada uno de dos carriles, corrían bajo el río en dirección a New Jersey. La circulación era intensa, y los coches no pasaban de los cincuenta kilómetros por hora. Maya miró por la ventanilla y vio una gruesa conducción eléctrica que corría pegada a la alicatada pared del túnel.
Se dio la vuelta cuando el ruso, sentado junto a ella, cambió de posición. El hombre había apretado la punta superior del bolígrafo, y una aguja hipodérmica asomaba por el otro extremo. En ese instante, Maya lo vio todo con claridad. Su mano apresó la muñeca de Aronov; pero, en lugar de frenar su ataque, acompaño su impulso, la llevó hacia abajo y de pronto se la torció hacia la izquierda.
Aronov se pinchó en la pierna y gritó. Maya hizo acopio entonces de todas sus fuerzas y le dio un puñetazo en la cara mientras con la otra mano mantenía clavada la aguja. El ruso jadeó como un hombre que se está ahogando, luego se relajó y se derrumbó contra la puerta del taxi. Maya le palpó una vena en el cuello. Seguía con vida. Fuera lo que fuese el compuesto químico que contenía el falso bolígrafo, no era más que un tranquilizante. Metió la mano en el bolsillo exterior de la gabardina de Aronov, sacó la pistola de cerámica y se la guardó en el bolso.
Una plancha de metacrilato separaba el asiento de atrás del conductor, y Maya vio que el hombre hablaba a través de un intercomunicador. Las dos puertas estaban cerradas. Intentó bajar las ventanillas, pero también estaban bloqueadas. Entonces, mirando por encima del hombro, vio que un todoterreno de color oscuro seguía al taxi de cerca. Había dos hombres sentados delante, y el que ocupaba el asiento del pasajero estaba hablando por un intercomunicador.
Maya sacó el revólver y dio un golpe en el metacrilato.
– ¡Abra las puertas! ¡Rápido!
El conductor vio la pistola pero no obedeció. En la mente de Maya se abrió entonces un espacio de fría calma, como si alguien hubiera trazado un círculo con tiza en el suelo, y ella se mantuviera dentro de él. El metacrilato debía de ser a prueba de balas. Podía reventar la ventanilla de la puerta, pero sería difícil escapar por una abertura tan pequeña. La puerta cerrada era la salida más segura.