– Esta gente nos retrasará. Tenemos que salir de aquí ya.
– Se queda con nosotros -repitió Gabriel-. De lo contrario no pienso salir de este loft.
– No tendremos que ocuparnos de ellas durante mucho tiempo -aclaró Vicki-. El reverendo Hernández tiene unos amigos que viven en una granja de Vermont.
– Sí -confirmó Hernández-. Viven completamente fuera de la Red. Ni teléfono, ni tarjetas de crédito, ni ataduras de ningún tipo.
– ¿Y cómo se supone que iremos hasta allí -preguntó Maya.
– Coged el metro hasta la estación de Grand Central. Allí sale un tren de la línea de Harlem a las once y veintidós. Os bajáis en un pueblo llamado Ten Mile River y esperáis en el andén. Un miembro de nuestra congregación irá a buscaros en coche para llevaros hacia el norte.
Maya negó con la cabeza.
– Ahora que la Tabula sabe que estamos en Nueva York, todo ha cambiado. Lo tendrán todo vigilado. Será muy peligroso. Hay cámaras de vigilancia en todas las calles y estaciones de metro. Los ordenadores buscarán nuestras imágenes para escanearlas y determinar nuestra situación exacta.
– Ya sé lo de las cámaras -repuso Hernández-. Por eso he traído un guía.
Hizo una señal con la mano, y el joven hispano se levantó y se situó en el centro de la habitación. Llevaba una gorra de béisbol y vestía anchas prendas deportivas con los nombres de distintos equipos. Aunque intentaba parecer seguro, se le veía nervioso y con ganas de complacer.
– Es mi sobrino, Nazaren Romero. Trabaja en la sección de mantenimiento de la New York Transit Authority.
Nazaren se ajustó los anchos pantalones como si eso formara parte de la presentación.
– Hola. Todos me llaman Naz.
– Encantado de conocerte, Naz. Yo soy Hollis. Bueno, ¿cómo piensas llevarnos hasta Grand Central?
– Vayamos por orden -dijo Naz-. Yo no formo parte de la congregación de mi tío. Os sacaré de la ciudad, pero tendréis que pagarme. Mil para mí y otros mil para mi amigo Devon.
– ¿Solo por llevarnos a una estación de tren?
– Nadie os vigilará. -Naz levantó la mano derecha, como si prestara juramento-. Os lo garantizo.
– Eso es imposible -terció Maya.
– Iremos a una estación en la que no hay cámaras y viajaremos en un tren sin pasajeros. Todo lo que tenéis que hacer es seguir mis instrucciones y pagarme cuando hayamos terminado.
Hollis se acercó al muchacho. Aunque seguía sosteniendo la escopeta en la mano izquierda, no necesitaba el arma para resultar intimidante.
– Ya no soy miembro de la congregación, pero todavía me acuerdo de un montón de sermones. En su Tercera Carta desde Mississippi, Isaac Jones dice que aquellos que toman el mal camino deberán cruzar un río oscuro hasta una ciudad de eterna oscuridad. Supongo que no es la clase de sitio donde te gustaría pasar la eternidad…
– No voy a delatar a nadie, tío. Solo seré vuestro guía.
Todos se volvieron hacia Maya y esperaron a que tomara una decisión.
– Las llevaremos a usted y a la niña hasta esa granja de Vermont -dijo al fin, mirando a Sophia-. A partir de ahí, tendrán que arreglárselas por su cuenta.
– Como desees.
– Nos vamos dentro de cinco minutos -dijo Maya-. Que cada uno coja una mochila o una bolsa ligera para el equipaje. Vicki, distribuye el dinero para que no tengas que llevarlo todo.
Alice no se movió del suelo y no dijo palabra, pero observó cómo todos reunían rápidamente sus pertenencias. Gabriel metió en su mochila un par de mudas y unas camisetas junto con su nuevo pasaporte y un fajo de billetes de cien dólares. No sabía qué hacer con la espada japonesa que Thorn había regalado a su padre, pero Maya cogió el arma y la guardó con cuidado en el tubo negro de metal que utilizaba para llevar su propia espada de Arlequín.
Mientras los demás acababan de prepararse, Gabriel llevó una taza de té a Sophia Briggs. La Rastreadora era una mujer mayor pero curtida que había pasado sola casi toda su vida. En esos momentos parecía agotada tras su azaroso viaje hasta Nueva York.
– Gracias. -Sophia tocó la mano de Gabriel, y este sintió como si volvieran a estar en el silo de misiles abandonado de Arizona y estuviera enseñándole cómo liberar la Luz de su cuerpo-. He pensado muchas veces en ti durante los últimos meses, Gabriel. ¿Cómo te ha ido aquí, en Nueva York?
– Estoy bien. Al menos eso creo… -Gabriel bajó la voz-. Usted me enseñó a cruzar las barreras, pero todavía no sé cómo ser un Viajero. Veo el mundo con otros ojos, pero ignoro de qué modo he de cambiar las cosas.
– ¿Has hecho más exploraciones? ¿Has alcanzado otros dominios?
– Me encontré con mi hermano en el Dominio de los fantasmas hambrientos.
– ¿Fue peligroso?
– Se lo contaré más tarde, Sophia. En estos momentos lo que más deseo es saber de mi padre. Envió una carta a New Harmony.
– Es cierto. Martin me la enseñó cuando fui a cenar a su casa una noche. Tu padre quería saber cómo le iba la comunidad.
– ¿Había una dirección de remite? ¿Cómo esperaba que Martin se pusiera en contacto con él?
– En el sobre había una dirección, pero Martin tenía intención de destruirlo. Todo lo que ponía era: «Tyburn Covent. Londres».
Gabriel tuvo la sensación de que el sombrío loft se llenaba de luz. «Tyburn Covent. Londres.» Probablemente, su padre viviría allí. Tenían que viajar al Reino Unido y encontrarlo.
– ¿Lo habéis oído? -dijo en voz alta volviéndose hacia los otros-. Mi padre está en Londres. Escribió una carta desde un lugar llamado Tyburn Covent.
Maya entregó la automática del 45 a Hollis y cogió unas cuantas balas para su revólver. Luego, miró a Gabriel y meneó ligeramente la cabeza.
– Primero vayamos a un lugar seguro. Ya tendremos ocasión de hablar del futuro. ¿Está todo el mundo preparado?
El reverendo Hernández convino en quedarse en el loft una hora más con la estufa y las luces encendidas, como si siguieran en la casa. El resto del grupo salió por la ventana hasta la escalera de incendios y subió a la azotea. Era como si estuvieran en lo alto de una plataforma, por encima de la ciudad. Las nubes corrían sobre Manhattan, y la luna parecía un borrón de luz en el cielo.
Saltaron varios muretes hasta que llegaron a la azotea de otro edificio en la misma calle. La puerta de seguridad tenía un candado, pero Maya no lo consideró un obstáculo. La Arlequín sacó una ganzúa y un fino fleje de acero, introdujo el fleje en la cerradura y a continuación la ganzúa, con la que fue desplazando los pasadores de la cerradura. Cuando el último encajó en su sitio, Maya abrió la puerta y guió a todos escalera abajo, hasta un almacén situado en la planta baja. Hollis abrió la puerta, y salieron a un callejón que desembocaba en Oliver Street.
Eran aproximadamente las diez de la noche. Las estrechas calles estaban llenas de jóvenes que habían salido a cenar pato laqueado y rollitos de huevo antes de pasar la noche bailando en alguna discoteca. La gente examinaba los menús a la entrada de los restaurantes. Aunque el grupo se ocultó entre el gentío, Gabriel tenía la impresión de que todas las cámaras de vigilancia de la ciudad controlaban sus movimientos.
La sensación se hizo más intensa cuando se metieron por Worth Street hasta Broadway. Naz marcaba el camino, con Hollis a su lado. Los seguía Vicki, y luego Sophia y Alice. Gabriel oía a Naz que contaba que estaban convirtiendo el metro en un sistema de trenes dirigidos por un ordenador central. En algunas líneas el maquinista se limitaba a mirar unos controles que funcionaban sin que él tuviera que intervenir.
– El ordenador de Brooklyn es el que se encarga de arrancar y detener el tren -decía Naz-. Lo único que el maquinista tiene que hacer es apretar de vez en cuando un botón cada pocas paradas para demostrar que no se ha quedado dormido.