– ¿Y si están cubiertos de escombros?
– Procure apartarlos, pero no toque los muros.
Maya se colocó las gafas de bucear. Mordió la boquilla, abrió el regulador y empezó a respirar.
– Buena suerte -le dijo Lumbroso-. Y, por favor…, tenga cuidado.
Maya se deslizó hacia el túnel de desagüe. Oía su propia respiración, las burbujas que salían del regulador y el roce de la bombona contra el suelo.
Cuando llegó a la boca del desagüe, encendió la linterna y alumbró la oscuridad. Con el transcurrir de los siglos, la corriente de agua había abierto un túnel subterráneo a través de los escombros de eras pasadas. Las paredes del pasadizo eran una acumulación de piedras, ladrillos romanos y fragmentos de blanco mármol. Todo aquello parecía frágil, como si estuviera a punto de derrumbarse, pero el verdadero peligro lo constituía algo mucho más reciente: para afianzar los débiles cimientos del edificio, habían clavado en el suelo gruesas barras de hierro. Los extremos de las barras sobresalían del suelo del túnel como oxidadas puntas de lanza.
Maya se deslizó por el pasadizo impulsándose con los pies. Cuando avanzaba entre los escombros y las barras de hierro, sentía como si todo el peso de Roma gravitara sobre su cabeza. Avanzó hacia el suelo de mármol del reloj de sol, aunque no podía identificar los grupos de palabras de bronce.
El regulador de buceo rozó el suelo. Burbujas de color rosa pasaron ante su rostro. Centímetro a centímetro, reptó hasta que todo su cuerpo estuvo dentro del túnel. El espacio era tan angosto que resultaba imposible girarse y dar media vuelta. Para regresar al sótano tendría que empujarse hacia atrás con las manos.
«Olvídate de tu miedo», le había repetido una y otra vez su padre. «Concéntrate en tu espada.» Su padre nunca había parecido vacilar ante nada. Sin embargo, había pasado dos años en Roma intentando huir de su destino. Maya apartó de su mente cualquier cosa que no fuera el túnel y siguió avanzando.
Había recorrido cuatro o cinco metros cuando el pasadizo giró a la derecha. Pasó junto a una de las barras de hierro y entró en una zona más ancha que parecía una caverna subterránea. Allí, la superficie del reloj de sol parecía más oscura, pero al acercarse más vio que estaba lleno de inscripciones en latín y griego incrustadas en la piedra.
Sosteniendo la linterna con la mano izquierda, cogió la cámara con la derecha y empezó a hacer fotos. Cada vez que se movía, las sombras cambiaban de forma o desaparecían.
Siguió arrastrándose, y la bombona rozó la pared del túnel. Unos cuantos escombros se desprendieron de la pared y cayeron sobre la esfera del reloj. En realidad no fue nada, solo unos pocos guijarros, pero Maya sintió una punzada de miedo.
Más rocas y polvo cayeron de la pared. Una piedra de respetable tamaño se desprendió del techo y rodó hacia ella. Se apresuró a tomar unas cuantas fotos más e intentó retroceder, pero de repente toda una sección del techo se desplomó ante ella.
El agua se oscureció por los escombros. Maya intentó escapar, pero algo la retenía. Luchando contra el pánico, apoyó las manos en el suelo de mármol y empujó. Se produjo una explosión de burbujas y la boca se le llenó de agua.
Acababa de seccionar el conducto del regulador con uno de los afilados barrotes de hierro. No tenía aire para respirar ni modo de salir de allí. Había perdido la linterna y le rodeaba la oscuridad. Apretó la boquilla con los dientes, palpó a su alrededor y localizó el trozo del conducto que salía de la bombona. El trozo conectado con la boquilla estaba lleno de agua, pero del otro surgían burbujas. Juntó ambos y los aferró con el puño. Una mezcla de aire y agua le llenó la boca. Tragó el líquido y dejó que el aire le llenara los pulmones.
Mientras sujetaba ambos tubos con la mano derecha, se empujó hacia atrás con la izquierda; notaba los escombros en los dedos de los pies. Como si fuera el testigo presencial de un accidente, su mente desconectó de la situación salvo para observar con calma y sacar conclusiones. No veía absolutamente nada, y en cuestión de segundos se le acabaría el aire de la bombona. Su única oportunidad era encontrar el túnel que conducía al sótano.
Cuando sus pies rozaron las paredes del pasadizo, se detuvo, deslizó el cuerpo de lado y se empujó hacia atrás. Procurando no provocar otro desprendimiento, fue retrocediendo centímetro a centímetro. El regulador produjo un repentino gorgoteo, y Maya notó un gusto a cenizas en la boca. Intentó inhalar, pero nada llenó sus pulmones. La bombona se había vaciado por el conducto roto.
La soltó y empujó con ambos brazos hasta que notó que sus pies llegaban al recodo. Siguió arrastrándose hacia atrás mientras rezaba para no engancharse con uno de los barrotes. Le pareció que su cerebro reaccionaba lentamente y se preguntó si estaría a punto de perder el conocimiento.
Unos segundos más tarde, notó que unas manos la sujetaban por los tobillos. Con un rápido tirón, Lumbroso la sacó del túnel.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó-. Han salido escombros por el conducto. ¿Se encuentra bien? ¿Está herida?
Maya se arrancó las gafas de la cara, escupió la boquilla y jadeó en busca de aire. Los pulmones le ardían y se sentía como si acabaran de asestarle un puñetazo en el estómago. Lumbroso no dejaba de hablar, pero ella era incapaz de responder. No podía articular palabra, y en su mente solo se repetía un pensamiento: «Estoy viva».
Seguía llevando al cuello la cámara acuática. Se la quitó y se la ofreció a Lumbroso como si fuera una preciada joya.
Alrededor de las ocho de la mañana del día siguiente, Maya estaba sentada como una dienta más en la terraza de un café de la piazza San Lorenzo in Lucina. El lugar se hallaba a menos de cien metros del edificio abandonado donde estaba el Horologium. Justo pocos metros bajo sus pies corrían ríos secretos que se perdían en la oscuridad.
Si cerraba los ojos volvía a verse atrapada en túnel, pero no tenía ganas de revivir aquellos momentos. Estaba sana y salva, y todo lo que la rodeaba le parecía normal y maravilloso. Acarició el mármol de la mesa mientras el camarero le servía un cappuccino y un trozo de tarta de melocotón decorado con una hoja de menta. El hojaldre del pastel era fino y crujiente, y ella saboreó despacio la dulce fruta del relleno. A pesar de que su espada descansaba en el respaldo de hierro de la silla, sintió el loco impulso de dejarla allí y pasear por la plaza como una mujer cualquiera, entrar en las tiendas, oler los perfumes y probarse pañuelos de seda.
Lumbroso llegó cuando ella estaba terminando el pastel. Iba vestido con su habitual traje negro y llevaba una cartera bajo el brazo.
– Buon giorno, Maya. Come sta? Es un placer verla esta mañana. -Se sentó y pidió un cappuccino-. El otro día vi a un turista pedir un cappuccino a las cinco de la tarde. ¡Esto es Roma, no un Starbucks! Hasta el camarero se molestó. En los cafés debería haber un cartel donde pusiera: «Está prohibido pedir un cappuccino después de las diez de la mañana».
Maya sonrió.
– ¿Y un espresso?
– No. Un espresso está bien. -Lumbroso abrió la cartera y sacó un sobre de papel de manila lleno de fotografías-. Anoche las descargué y las imprimí en papel fotográfico. Hizo usted un gran trabajo, Maya. He podido leerlo todo con claridad.
– ¿Se menciona algún punto de acceso?
– El reloj de sol combinaba ubicaciones que nuestra sensibilidad actual considera reales y otras relacionadas con otro mundo. Mire esta imagen. -Le puso delante una foto-. Está escrito en latín: Aegiptus, el nombre romano de Egipto. Tras la muerte de Cleopatra, Egipto pasó a formar parte del Imperio romano. Vea que a la derecha de esta inscripción latina figuran palabras en griego.