– Este sitio es algo serio -comentó-. Es como un maldito viaje al Congo.
A medida que se acercaba la medianoche, el free runner empezó a ponerse nervioso. Comía una barra de chocolate detrás de otra y se sobresaltaba cada vez que oía un ruido.
– ¿Saben que iba a venir? -preguntó.
– No -dijo Hollis.
– ¿Y por qué no?
– Escucha, no hay motivo para estar asustado. Simplemente diles lo mismo que me has dicho a mí.
– No estoy asustado. -Jugger se irguió y metió la barriga-. Pero no me gusta esa mujer irlandesa. Da la impresión de que es capaz de matarte por un quítame allá esas pajas.
El pestillo se abrió lentamente, y Madre Bendita y Linden entraron en la tienda. A ninguno de los dos Arlequines pareció gustarles la presencia de Jugger. Instintivamente, Madre Bendita cruzó la tienda y se plantó ante la puerta oculta tras la que yacía Gabriel.
– Al parecer ha hecho usted nuevas amistades en Londres -dijo mirando a Hollis-. No recuerdo que nos hayan presentado.
– Maya salvó a Jugger y a sus amigos cuando regresó a Londres, y me dijo dónde se escondían. Como usted sabe, Gabriel pronunció un discurso ante dos free runners. Les pidió ayuda para descubrir lo que la Tabula estaba planeando.
– Y por eso intentaron matarnos -intervino Jugger-. Supongo que alguien debió de irse de la lengua con el móvil o dejó pistas en internet. Pero antes de que quemaran la casa conseguimos una información crucial.
Madre Bendita no parecía muy convencida.
– Dudo de que ustedes hayan sido capaces de averiguar algo crucial.
– La Tabula tiene una fachada con la que aparece ante el público. Se llama Fundación Evergreen -explicó Jugger-. Esa organización se dedica a la investigación genética y a traer policías de otros países a Gran Bretaña para enseñarles cómo rastrear a la gente a través de internet.
– Sabemos todo lo que hay que saber sobre el programa Young World Leaders -contestó Madre Bendita-. Lleva funcionando desde hace años.
Jugger dio un paso adelante y se situó entre un tambor de piel de cebra y una talla de la diosa de la lluvia.
– Nuestros amigos de Berlín nos han dicho que la Fundación Evergreen ha estado probando la versión beta de un programa de ordenador llamado Sombra. El sistema utiliza datos de los chips RFID y cámaras de vigilancia para rastrear a todos los habitantes de una ciudad. Si funciona con éxito en Berlín, lo extenderán al resto de Alemania y después por toda Europa.
Linden intercambió una mirada con Madre Bendita.
– Berlín es un buen sitio para ellos. Ahí es donde tienen el centro de informática.
– Y sabemos dónde está -añadió Jugger-. Un free runner llamado Tristán ha localizado el edificio. Se encuentra en una zona que era tierra de nadie debido al Muro de Berlín.
Hollis se adelantó.
– Gracias, Jugger, eso es todo lo que necesitamos saber por el momento. -Lo acompañó hasta la puerta de la tienda-. Estaremos en contacto.
– Ya sabes dónde encontrarme. -El free runner se detuvo en el umbral-. Solo hay una cosa que me gustaría saber: ¿Gabriel está bien?
– No te preocupes -contestó Linden-. Está debidamente protegido.
– No lo dudo. Solo quería que supiera que los free runners siguen hablando de él. Sus palabras nos dieron algo de esperanza.
Jugger salió de la tienda, y Hollis y los dos Arlequines se quedaron solos. Madre Bendita se cambió la espada de hombro y cruzó la estancia.
– Es posible que ese joven hable a sus amigos de este lugar. Eso significa que debemos trasladar al Viajero a otro sitio.
– ¿Eso es todo lo que tiene que decir? -preguntó Hollis-. ¿No vamos a hacer nada con esa información?
– Lo que ocurra en Berlín no nos concierne.
– ¿Y qué pasará si el Programa Sombra funciona y todos los gobiernos del mundo acaban utilizándolo?
– Esa tecnología es inevitable -dijo Madre Bendita.
Hollis recordó el colgante de plata que llevaba al cuello y una ira glacial se apoderó de su voz.
– Ustedes pueden hacer lo que quieran. Sigan recorriendo el mundo con sus malditas espadas… Yo no voy a permitir que la Tabula se salga con la suya.
– Lo que exijo de usted, señor Wilson, es obediencia, no iniciativa. Una obediencia ciega y un valor irracional.
– ¿Por eso me hizo volar a esa maldita isla y me enseñó el cuerpo de Vicki? -preguntó Hollis-. ¿Quería convertirme en el perfecto soldadito?
Madre Bendita sonrió sin ganas.
– Me parece que no ha funcionado.
– Quiero acabar con la gente que mató a Vicki, pero tengo mi propia manera de hacer las cosas.
– Usted no conoce la historia de la Tabula y de los Arlequines. Esta es una lucha que dura desde hace siglos.
– Pues mire lo que está ocurriendo. Ustedes, los Arlequines, están tan obsesionados con el pasado y con sus insignificantes tradiciones que están perdiendo la guerra.
Linden se sentó en un banco.
– No creo que nos hayan derrotado, pero es verdad que nos hallamos ante un punto de inflexión. Es hora de que hagamos algo.
Madre Bendita se volvió y se encaró con el Arlequín. Aunque su rostro era una máscara inexpresiva, sus ojos llameaban furia.
– Entonces ¿está usted de parte del señor Hollis?
– No estoy de parte de nadie, pero ha llegado el momento de hacer frente al enemigo. La Tabula ya no nos teme, señora mía. Llevamos escondiéndonos demasiado tiempo.
Madre bendita se llevó la mano a la funda de la espada mientras se desplazaba por la estancia. Hollis tuvo la impresión de que estaba deseosa de matar a alguien solo para demostrar que seguía viva.
– ¿Tiene alguna propuesta, señor Hollis? -preguntó.
– Quiero ir a Berlín, ponerme en contacto con los free run-ners de allí y destruir el Programa Sombra.
– ¿Y piensa hacerlo solo?
– Eso parece.
– Fracasará miserablemente a menos que lo acompañe un Arlequín. Cualquier plan deberá contar con mi participación.
– ¿Y si no quiero que me acompañe?
– No tiene elección, señor Wilson. Usted no quiere ser un mercenario, sino un aliado. De acuerdo, aceptaré ese cambio de condición. Pero hasta los mejores aliados necesitan que los supervisen.
Hollis dejó que transcurrieran unos segundos. Luego, asintió.
Madre Bendita se relajó ligeramente y sonrió a Linden.
– No imagino por qué razón el señor Hollis no quiere que lo acompañe a Berlín. No soy más que una agradable irlandesa de mediana edad.
– Oui, madame. Une femme irlandaise… con una espada muy afilada.
Capítulo 37
En los momentos más inesperados, el hombre de las trenzas rubias y el tipo de la bata blanca sacaban a Gabriel de su celda y lo llevaban escalera abajo, hasta el gimnasio del colegio. En una de las paredes había espalderas, y líneas de colores que delimitaban las canchas de baloncesto y de bádminton recorrían el suelo de madera. Pero en vez de hacer deporte, allí se torturaba.
En el infierno no había nuevas formas de tormento. Todas las técnicas para infligir dolor, miedo y humillación se utilizaban también en el mundo de Gabriel. Sin embargo, los lobos habían aprendido algo de las barreras que separaban su dominio de los otros, y su sistema de tortura se correspondía con las barreras de aire, fuego, agua y tierra.
En los interrogatorios que se inspiraban en el principio de aire, ataban a Gabriel con las manos a la espalda; luego, sus verdugos pasaban la cuerda por el aro de baloncesto y lo dejaban colgando a unos cuantos centímetros del suelo. «¿Qué tal eso de volar?», le preguntaban. «¿Por qué no vuelas un poco?» Entonces lo empujaban y él se balanceaba adelante y atrás y sentía que sus brazos estaban a punto de separarse del resto de su cuerpo.