Para la tortura con fuego, calentaban trozos de hierro en las llamas de gas y se los aplicaban en la piel. Para la de agua, le sumergían la cabeza en una bañera hasta que el agua le entraba en los pulmones.
El interrogatorio de tierra resultaba especialmente desagradable. Un día le vendaron los ojos y lo llevaron a un terreno situado detrás del colegio. En el suelo había un agujero y, dentro, una silla. Lo ataron a la silla y lentamente sus interrogadores empezaron a enterrarlo vivo. Primero la tierra le cubrió los pies; luego las piernas y el torso. Entretanto, sus verdugos le iban preguntando: «¿Dónde está el portal?». «¿Cómo podemos encontrarlo?» «¿Cómo se sale de este lugar?» Al final, la tierra le cubrió la cabeza y se le metió por los oídos y la nariz. Luego lo sacaron de allí.
Durante aquellas sesiones de tormento, Gabriel no dejaba de preguntarse si su padre también habría sido capturado. Quizá otro grupo de la isla lo tuviera prisionero, o tal vez habría encontrado por fin el modo de regresar. Gabriel intentó imaginar qué había aprendido su padre de aquel lugar. No le sorprendió descubrir que la ira y el odio tenían un persistente poder, pero en su corazón seguía latiendo la compasión.
Gabriel se negó a comer los escasos restos de comida que le dejaban en la celda, y los hambrientos carceleros acababan devorándolos. Poco a poco se fue debilitando, pero sus recuerdos de Maya persistieron. Revivía la elegancia de sus movimientos cuando practicaban juntos en el loft de Nueva York, y recordaba la tristeza de sus ojos y el contacto de su piel cuando hicieron el amor en la capilla de la isla. Aquellos momentos habían quedado atrás, perdidos para siempre, pero a veces le parecían más reales que todo lo que lo rodeaba.
El tipo rubio se hacía llamar señor Dewitt, mientras que el negro era el señor Lewis. Se sentían sumamente orgullosos de sus nombres, como si tenerlos denotara un pasado y la posibilidad de un futuro. Debido quizá a su bata blanca, el señor Lewis adoptaba una actitud seria y callada. Dewitt, en cambio, era como un chiquillo jugando en el patio. A veces, mientras llevaban a rastras a su prisionero por los pasillos, Dewitt hacía algún comentario chistoso y se reía. Aun así, los dos lobos tenían muchísimo miedo del comisionado de patrullas, que decidía sobre la vida y la muerte en aquella parte de la ciudad.
El tiempo pasó, y Gabriel fue llevado una vez más al gimnasio, donde le esperaba una nueva sesión de bañera. Cuando los dos lobos lo maniataron, él los miró inesperadamente a los ojos.
– ¿Creéis que está bien hacer esto?
Parecían perplejos, como si nunca antes hubieran oído esa pregunta. Se miraron el uno al otro y luego Lewis meneó la cabeza.
– En esta isla no existe el bien ni el mal -dijo.
– ¿Qué os enseñaron vuestros padres cuando erais niños?
– Nadie se ha criado aquí -gruñó Dewitt.
– ¿No había libros en la biblioteca de la escuela? ¿No había libros de filosofía ni de religión, no había ninguna Biblia?
Ambos hombres intercambiaron una mirada de complicidad, como si participaran de algún secreto. Entonces, Lewis metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó una libreta de colegio llena de hojas manchadas.
– Esto es lo que nosotros llamamos la Biblia -explicó-. Cuando empezaron las luchas, alguna gente comprendió que la iban a matar y, antes de morir, escribieron libros en los que describían dónde se guardaban las armas y la manera de destruir a los enemigos.
– Es como una especie de libro de texto que explica cómo ser poderoso en la siguiente oportunidad -añadió Dewitt-. La gente escondió esas Biblias en distintos puntos de la ciudad para poder encontrarlas cuando el segundo ciclo diera comienzo. ¿No has visto los números y las letras pintadas en las paredes? La mayoría de los números son pistas para encontrar las Biblias y los escondites de las armas.
– De todas maneras, algunos tipos realmente listos se dedicaron a escribir Biblias falsas con información deliberadamente errónea. -Lewis ofreció el libro a Gabriel con ademán cauteloso-. Quizá tú puedas decirnos si esta es una Biblia falsa.
Gabriel cogió el cuaderno, lo abrió y lo hojeó. Todas las páginas estaban garabateadas con instrucciones sobre cómo encontrar armas y dónde establecer posiciones defensivas. En algunas había complicadas disquisiciones sobre el porqué de la existencia del infierno y quién se suponía que debía estar allí.
Gabriel devolvió el cuaderno a Lewis.
– No sabría decir si es verdadera o no.
– Ya -masculló Dewitt-, nadie sabe nada.
– Aquí -terció Lewis-, solo funciona una regla: «Haz lo que más te convenga».
– Deberíais replantearos vuestra estrategia-dijo Gabriel-. Al final, el comisionado de patrullas mandará que os ejecuten. Su intención es asegurarse de que es la última persona que queda con vida.
Dewitt torció el gesto como un niño pequeño.
– Vale, puede que eso sea verdad, pero no podemos hacer nada para evitarlo.
– Podríamos ayudarnos mutuamente. Si yo descubriera el camino para salir de aquí, vosotros podríais venir conmigo.
– ¿Puedes hacer algo así? -preguntó Lewis.
– Solo tengo que encontrar el portal. El comisionado dijo que la mayoría de las leyendas sobre el tema están relacionadas con la sala donde guardan los archivos del colegio.
Los dos lobos se miraron. Su ansia por escapar era casi tan grande como su miedo al comisionado.
– Quizá… quizá podríamos llevarte a esa sala para que echaras un vistazo rápido -dijo Dewitt.
– Si vas a marcharte de esta isla, yo también -declaró Lewis-. Hagámoslo ahora. En el edificio no hay nadie, todo el mundo ha salido a cazar cucarachas.
Desataron las manos de Gabriel y lo ayudaron a ponerse en pie. Luego, lo sujetaron con fuerza por los brazos y lo llevaron por los pasillos hasta la sala de archivos. Los lobos parecían asustados y se mostraron cautelosos cuando abrieron la puerta y empujaron a Gabriel dentro.
El lugar no había cambiado desde su última visita. La única luz provenía de las pequeñas llamas que brotaban de las destrozadas tuberías del gas. Aunque dolorido, Gabriel estaba alerta. Había algo en aquella sala. Una salida. Miró por encima del hombro y vio que Dewitt y Lewis lo observaban como si fuera un mago a punto de realizar un truco espectacular.
Gabriel caminó lentamente a lo largo de los archivos metálicos. Cuando él y Michael eran pequeños, en los días de lluvia solían jugar con su madre: ella escondía un objeto pequeño en algún lugar de la casa y los iba guiando hacia él con las palabras «frío» o «caliente», hasta que lo encontraban. Se adentró en un corredor, salió por otro… Había algo cerca de la zona de trabajo, en el centro de la sala. «Caliente», pensó. «Muy caliente…» «No, ahora vas mal…»De repente, la puerta de la sala de archivos se abrió bruscamente. Antes de que Lewis y Dewitt pudieran reaccionar, un grupo de hombres armados corrió entre las hileras de archivos.
– ¡Quitadles las armas! -ordenó una voz-. ¡Que no escapen!
Los hombres se abalanzaron sobre los dos traidores, y el comisionado apareció pistola en mano.
Capítulo 38
Hollis miró por la ventanilla mientras el tren Eurostar aceleraba por la pendiente y entraba en el túnel que atravesaba el canal de la Mancha. Los vagones de primera clase se parecían a la cabina de un avión. Una azafata francesa empujaba un carrito por el pasillo y servía el desayuno: cruasanes, zumo de naranja y champán.
Madre Bendita estaba sentada a su lado. Vestía un traje chaqueta gris y llevaba gafas. Se había recogido la rebelde melena pelirroja en un moño y, mientras leía en el ordenador portátil su correo electrónico, tenía todo el aspecto de una especialista de las altas finanzas rumbo a una reunión con algún cliente de París.