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A Hollis le había impresionado la eficiencia con la que la Arlequín había organizado el viaje a Berlín. Cuarenta y ocho horas después de haberse presentado en la tienda de Winston Abosa, le habían proporcionado un traje, un pasaporte falso y los documentos que acreditaban que era un ejecutivo de una empresa de distribución cinematográfica con sede en Londres.

El tren salió del túnel y enfiló hacia el este, ya en Francia. Madre Bendita desconectó el ordenador y pidió una copa de champán a la azafata. Había algo en su imperiosa manera de comportarse que hacía que la gente inclinara la cabeza cuando la atendía.

– ¿Desea algo más, señora? -preguntó la azafata en tono solícito-. Veo que no ha probado el desayuno…

– Ha hecho usted bien su trabajo -contestó Madre Bendita-. No necesitamos nada más.

La joven se retiró con la botella envuelta en una servilleta.

Por primera vez desde que salieron de Londres, Madre Bendita se volvió hacia Hollis y dio muestras de que sabía que otro ser humano estaba sentado a su lado. Unas semanas atrás, Hollis quizá habría intentado sonreír y agradar a aquella difícil mujer, pero todo había cambiado. La furia que había despertado en él la muerte de Vicki era tan abrumadora que a veces tenía la impresión de que un espíritu maligno se había apoderado de su cuerpo.

La Arlequín se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello y de la que colgaba un objeto de plástico del tamaño de una pequeña estilográfica.

– Coja esto, señor Wilson. Es una unidad de disco. Si conseguimos llegar hasta el centro de informática de la Tabula, usted será el encargado de enchufar esto en un puerto USB. Ni siquiera tendrá que apretar una tecla. El disco está programado para descargarse automáticamente.

– ¿Qué tiene?

– ¿Sabe lo que es una banshee? Es una criatura de Irlanda que anuncia con sus aullidos la muerte de un familiar. Pues bien, aquí dentro hay un virus banshee. Destruirá no solo los datos del sistema informático, sino también el ordenador.

– ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Algún hacker?-A las autoridades les gusta echar la culpa de los virus informáticos a ciertos adolescentes, pero saben bien que los virus más peligrosos provienen de los centros de investigación gubernamentales o de los grupos criminales. Este virus en concreto lo conseguí de unos antiguos miembros del IRA que viven en Londres y que se han especializado en extorsionar las páginas web dedicadas a las apuestas.

Hollis se colgó la cadena del cuello y se metió el dispositivo bajo la camisa, junto con el medallón de Vicki.

– ¿Y qué pasa si este virus entra en internet?

– No es probable que suceda. Ha sido diseñado para operar en un sistema cerrado.

– Pero ¿podría ocurrir?

– En este mundo pueden ocurrir muchas cosas desagradables que no son de mi incumbencia.

– ¿Todos los Arlequines son tan egoístas como usted?

Madre Bendita se quitó las gafas y fulminó a Hollis con la mirada.

– No soy egoísta, señor Wilson. Simplemente me concentro en determinados objetivos y descarto todo lo demás.

– ¿Siempre se ha comportado igual?

– No tengo por qué darle explicaciones.

– Solo intento entender por qué alguien decide convertirse en Arlequín.

– Supongo que podría haberlo dejado y huir, pero esta vida me gusta. Los Arlequines nos hemos liberado de las mezquindades de la vida cotidiana. No nos preocupamos por la basura que se acumula en el sótano ni por la hipoteca de fin de mes. No tenemos una esposa o un marido que nos importune porque llegamos tarde a casa ni amigos que se sientan ofendidos porque no les devolvemos las llamadas. Aparte de con nuestras espadas, no tenemos ataduras con nada ni nadie. Ni siquiera nuestros nombres son importantes. A medida que envejezco me cuesta más acordarme del nombre que figura en mi pasaporte.

– ¿Y eso la hace feliz?

– La palabra «feliz» se ha usado con tanto exceso que ha perdido su significado. La felicidad existe, por supuesto, pero es un momento que pasa. Si acepta la idea de que la mayoría de los Viajeros traen cambios positivos a este mundo, entonces la vida de un Arlequín tiene significado. Defendemos el derecho de la humanidad a evolucionar y crecer.

– ¿Defienden el futuro?

– Sí. Es una buena manera de expresarlo. -Madre Bendita apuró el champán y dejó la copa en la mesita. Estudió a Hollis y llegó a la conclusión de que, tras su aspereza, había una mente perspicaz-. ¿Le interesa este tipo de vida, señor Hollis? Lo normal es que los Arlequines provengan de determinadas familias, pero a veces aceptamos a gente venida de fuera.

– Los Arlequines me importan un bledo. Lo único que quiero es hacer sufrir a la Tabula por lo que hicieron a Vicki.

– Como quiera, señor Wilson. Pero le advierto una cosa por propia experiencia: ciertos anhelos nunca pueden ser saciados.

Llegaron a la Gare du Nord a las diez de la mañana y en la estación tomaron un taxi hasta el barrio de Clichy-sous-Bois. En aquella zona abundaban los bloques de viviendas sociales, edificios grises y anónimos que se alzaban sobre las tiendas de electrónica y las carnicerías que llenaban las calles. Por todas partes se veían restos de coches incendiados. La única nota de color la ponían las pocas prendas infantiles que colgaban de los tendederos. El taxista cerró los pestillos de las puertas mientras pasaban junto a mujeres vestidas con chador y grupos de jóvenes con sudaderas con capucha.

Madre Bendita ordenó al taxista que los dejara en una parada de autobús. Se apearon, y Madre Bendita condujo a Hollis por una calle adoquinada hasta una tienda de libros árabes. El propietario aceptó un sobre con dinero sin decir una palabra y entregó una llave a Madre Bendita. Salieron, se dirigieron a la parte de atrás del establecimiento, y la Arlequín usó la llave para abrir la puerta de un garaje. En su interior había un Mercedes-Benz último modelo. El depósito estaba lleno, había botellas de agua en sus respectivos encajes y la llave de contacto estaba puesta.

– ¿Qué hay de los papeles del coche?

– Es propiedad de una empresa tapadera domiciliada en Zurich.

– ¿Y las armas?

– Deberían estar en el maletero.

Madre Bendita lo abrió y sacó un embalaje de cartón que contenía su espada Arlequín y una bolsa de lona negra en laque guardó su ordenador. Hollis vio entonces que en su interior había cizallas, ganzúas y un recipiente con nitrógeno líquido para desactivar detectores de movimiento infrarrojos. En el maletero había asimismo dos maletas de aluminio que contenían un subfusil de fabricación belga y dos automáticas de nueve milímetros con sus respectivas pistoleras.

– ¿Cómo ha conseguido todo esto? -preguntó Hollis.

– Las armas siempre están disponibles. Es como una subasta de ganado en Kerry. Encuentras al vendedor y regateas el precio.

Madre Bendita fue al baño y regresó vestida con un suéter y un pantalón negros. Abrió la bolsa del equipo y sacó un destornillador eléctrico.

– Voy a inutilizar la caja negra del vehículo que está conectada al airbag.

– ¿Por qué? ¿No se supone que es lo que registra los datos si se produce un accidente?

– Sí, esa era la intención original. – La Arlequín abrió la puerta del conductor y se inclinó sobre el asiento para destornillar un panel bajo el volante-. Luego las compañías de alquiler de vehículos empezaron a utilizarlos para averiguar qué clientes corrían demasiado. En la actualidad, todos los vehículos tienen conectada la caja negra a un dispositivo GPS. No solo saben dónde está el coche, también saben si el conductor acelera, frena o lleva puesto el cinturón.

– ¿Y cómo lo han conseguido?

Madre Bendita retiró el panel y dejó al descubierto el mecanismo del airbag.

– Si la intimidad tuviera una lápida, en ella se podría leer: «Fue por tu propio bien».