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Entraron en la autopista A2 y cruzaron la frontera con Bélgica. Mientras Madre Bendita se concentraba en la carretera, Hollis conectó un teléfono vía satélite al ordenador y se puso en con-tacto con Jugger, en Londres. Este había recibido otro mensaje de los free runners de Berlín. Cuando él y Madre Bendita llegaran a la capital tenían que reunirse con ellos en un edificio de Auguststrasse.

– ¿Te ha dado algún nombre? -preguntó la Arlequín.

– Sí. Uno se llama Tristan y el otro Króte.

Madre Bendita sonrió.

– En alemán Króte significa «sapo».

– Debe de ser un apodo. Como Madre Bendita.

– No lo elegí yo. Crecí en una familia de seis hermanos. Mi tío era Arlequín, y la familia me escogió a mí para que siguiera la tradición. Mis hermanos y hermanas se convirtieron en ciudadanos con trabajos normales mientras yo aprendía cómo se mata a la gente.

– ¿Y no está furiosa por ello?

– A veces, señor Wilson, habla usted como un psicólogo. ¿Es ese un rasgo estadounidense? Yo que usted no perdería el tiempo interesándome por mi infancia. Vivimos el presente y caminamos hacia el futuro.

Cuando entraron en Alemania, Hollis se sentó al volante. Le sorprendió saber que en las autopistas de aquel país no había limitación de velocidad. El Mercedes circulaba a ciento sesenta, pero otros coches los adelantaban. Varías horas después, aparecieron los carteles de Dortmund, Bielefeld, Magdeburgo y, por fin, Berlín. Hollis cogió la salida seis de Kaiserdamm y unos minutos más tarde cruzaban Sophie-Charlotten-Strasse. Era casi medianoche. El vidrio y el acero de los rascacielos brillaban con las luces. Había muy poca gente por la calle.

Aparcaron en una calle lateral, sacaron las armas del maletero y se escondieron las pistolas bajo la ropa. Madre Bendita metió su espada en un tubo metálico con una cincha y se la colgó al hombro mientras Hollis sacaba el subfusil de la maleta y lo metía en la bolsa de lona.

Se preguntó si moriría aquella noche. Se sentía vacío, ajeno a su propia vida. Tal vez eso era lo que Madre Bendita había visto en éclass="underline" era lo bastante frío para convertirse en Arlequín. Era una oportunidad de defender el futuro, pero a los Arlequines nunca dejarían de perseguirlos. Nada de amigos. Nada de amantes. No era extraño que en los ojos de Maya se leyera tanto dolor y soledad.

La dirección de Auguststrasse resultó ser un ruinoso edificio de cinco plantas. En la planta baja estaba Ballhaus Mitte, una sala de baile para clases populares reconvertida en restaurante y discoteca. Una cola de jóvenes esperaban ante la puerta mientras fumaban cigarrillos y contemplaban cómo una pareja se besaba apasionadamente. Cuando la puerta se abrió, los envolvió una oleada de música electrónica a todo volumen.

– Vamos al 4B -dijo Madre Bendita.

Hollis miró el reloj.

– Llegamos una hora antes de lo previsto.

– Siempre es mejor llegar con antelación. Cuando uno no conoce a su contacto, no debe presentarse a la hora convenida.

Hollis la siguió al interior del edificio y por la escalera. Al parecer estaban cambiando el sistema eléctrico de la casa, porque las paredes estaban reventadas en muchos lugares y el suelo se veía cubierto de polvo de yeso. La música que llegaba de la discoteca se fue apagando a medida que subían, hasta que desapareció totalmente.

Cuando llegaron al cuarto piso, Madre Bendita le hizo un gesto con la mano. «Silencio. Esté preparado.» Hollis puso la mano en el picaporte del apartamento 4B y comprobó que la puerta no estaba cerrada. Miró hacia atrás y vio que Madre Bendita había desenfundado la pistola y la mantenía junto al pecho. Cuando abrió la puerta, la Arlequín entró en tromba en una estancia vacía.

El apartamento estaba lleno de muebles viejos. Había un sofá sin patas, dos ajados colchones y unas cuantas mesas y sillas diferentes. En todas las paredes había fotografías de free runners realizando cabriolas, saltando de un edificio a otro y dando volteretas. Parecía como si a aquellas figuras no les afectaran las leyes de la gravedad.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Hollis.

– Ahora esperamos. -Madre Bendita enfundó la pistola y se sentó en una silla de cocina.

Exactamente a la una de la madrugada, alguien descendió por la fachada del Ballhaus. Hollis vio dos piernas balancearse fuera de la ventana. Los pies localizaron una cornisa, y una figura apareció en el alféizar de la ventana, la abrió y saltó al interior del apartamento. El escalador debía de tener unos diecisiete años. Vestía vaqueros y una sudadera con capucha y llevaba el pelo, negro y largo, anudado en trenzas. En el dorso de las manos tenía tatuados unos dibujos geométricos.

Unos segundos más tarde otro par de piernas se descolgó por la ventana. El segundo free runner era un muchacho de once o doce años. Tenía una melena enmarañada que le daba el aspecto de un niño medio salvaje. Llevaba un reproductor digital colgado del cinturón y auriculares en los oídos.

Cuando el muchacho hubo entrado, el mayor hizo una reverencia ante Madre Bendita y Hollis. Sus movimientos eran exagerados, como un actor consciente de su público.

– Guten Abend. Bienvenidos a Berlín.

– No me impresionan vuestras hazañas como escaladores -dijo Madre Bendita-. La próxima vez utilizad la escalera.

– Pensé que sería la mejor manera de mostrar nuestras… ¿Cómo se dice en inglés…? Nuestras credenciales. Somos de los free runners de Spandau. Yo me llamo Tristán, y él es mi primo Króte.

El chaval del pelo enmarañado meneaba la cabeza al ritmo de la música de sus auriculares. De repente, se dio cuenta de que todos lo miraban y retrocedió hacia la ventana con súbita timidez. Hollis se preguntó si Króte no intentaría escapar por donde había entrado.

– ¿Tu primo habla inglés? -preguntó.

– Solo unas pocas palabras. -Tristán se volvió hacia Króte-. Di algo en inglés.

– Multidimensional -susurró el muchacho.

– Sehr gut! -Tristán sonreía con orgullo-. Lo ha aprendido en internet.

– ¿Así fue como os enterasteis del Programa Sombra?

– No. Fue a través de la comunidad de free runners. Tenemos una amiga, Ingrid, que trabajaba para una empresa llamada Personal Customer. Supongo que era buena en lo que hacía, porque un tipo llamado Lars Reichhardt le pidió que trabajara para su división. A cada miembro del equipo se le asignó una pequeña tarea y se le dijo que no compartiera la información con sus colegas. Dos semanas más tarde, Ingrid tuvo acceso a otra parte del sistema y se enteró del Programa Sombra. Fue entonces cuando recibimos el correo electrónico de los free runners ingleses.

– Hollis y yo tenemos que llegar al centro de informática -dijo Madre Bendita-. ¿Podéis ayudarnos?

– ¡Claro que sí! -Tristán extendió las manos como si les estuviera ofreciendo un regalo-. Los llevaremos hasta allí.

– ¿Tendremos que escalar muros? -preguntó la Arlequín -. No he traído cuerdas…

– No harán falta cuerdas. Iremos por debajo de las calles. Durante la Segunda Guerra Mundial cayeron cantidad de bombas sobre Berlín, pero Hitler estaba a salvo en su bunker. La mayoría de los bunkers y los túneles siguen ahí abajo. Króte lleva explorándolos desde los nueve años.

– Diría que a vosotros no se os ve mucho por la escuela… -dijo Hollis.

– A veces vamos. Hay chicas, y me gusta jugar al fútbol.

Pocos minutos después los cuatro abandonaron el Ballhaus y cruzaron el río. Króte llevaba a la espalda una mochila con su equipo para bajar al subsuelo. Correteaba por delante de su primo como un boy scout salvaje.

Tras caminar por una ancha avenida que bordeaba el Tiergarten, llegaron a un monumento dedicado a los judíos asesinados en Europa. El memorial al Holocausto estaba formado por una gran plataforma inclinada cubierta por losas de cemento de diversos tamaños. A Hollis le parecieron cientos de ataúdes grises. Tristán les explicó que la pintura antigrafiti que protegía el monumento la fabricaba una empresa filial de la que había suministrado el gas Zyklon-B que se había utilizado en las cámaras de gas.