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– Durante la guerra, fabricaron gas venenoso; en la paz, luchan contra los grafiteros. Todo forma parte de la Gran Máquina.

Al otro lado de la calle había una hilera de bares y tiendas de souvenirs que ocupaban una estructura de madera y cristal. Króte corrió hasta un Dunkin' Donuts y dobló la esquina. Los demás lo siguieron y lo encontraron abriendo el candado de lo que parecía una tapa de hierro encajada en el pavimento.

– ¿Dónde habéis conseguido esa llave? -preguntó Madre Bendita.

– El año pasado rompimos el candado del ayuntamiento y lo sustituimos por uno de los nuestros.

Krote abrió la mochila y sacó tres linternas. Él se puso un frontal con una bombilla de gran intensidad.

Abrieron la trampilla y bajaron a toda prisa por los peldaños de hierro clavados en la pared. Hollis se agarraba con una sola mano y sostenía la bolsa con el equipo en la otra. Llegaron a un túnel de mantenimiento lleno de cables eléctricos, y Króte abrió una puerta de hierro sin rotular.

– ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta de que habéis cambiado las cerraduras? -preguntó Hollis.

– Nadie, salvo los exploradores como nosotros, quiere entrar aquí. Aquí abajo está oscuro y da miedo. Es el altes Deutchland, el pasado.

Uno tras otro fueron entrando en un pasillo con el suelo de cemento. En esos momentos se encontraban justo debajo del memorial, en el bunker donde se refugiaba Joseph Goebbels y su personal durante los bombardeos. Hollis había esperado algo más impresionante, muebles de oficina cubiertos de polvo y banderas nazis colgadas de las paredes; sin embargo, lo que sus linternas iluminaban eran paredes de bloques de cemento cubiertas de una pintura grisácea y con las palabras: RAUCHEN VERBOTEN. Prohibido fumar.

– La pintura es fluorescente. Después de todos estos años sigue funcionando.

Króte avanzó por el túnel lentamente, iluminando la pared con su lámpara de espeleólogo.

– Licht -dijo en voz baja, y Tristán se volvió hacia Hollis y Madre Bendita para indicarles que apagaran sus linternas.

En la oscuridad vieron que los movimientos de la lámpara de Króte habían dibujado una línea verde en la pared que brilló unos segundos y se desvaneció. Volvieron a encender las linternas y siguieron avanzando por el bunker. En un cuarto vieron un viejo somier desprovisto de colchón. Otro parecía un pequeño hospital, con su mesa de exploraciones y una vitrina de cristal vacía.

– Los rusos violaron a casi todas las mujeres de Berlín y saquearon la ciudad a fondo -explicó Tristán-. Pero hay un lugar en este bunker donde no se metieron. Puede que fueran demasiado perezosos o resultara demasiado horrible de ver.

– ¿De qué hablas? -preguntó Madre Bendita.

– Miles de alemanes se quitaron la vida cuando llegaron los rusos. ¿Y dónde lo hicieron? En el lavabo. Era uno de los pocos sitios donde uno podía estar solo.

Króte se hallaba junto a una puerta abierta. En la pared se leía la palabra waschraum. Dos flechas señalaban en direcciones opuestas mánner y frauen.

– Los esqueletos siguen dentro de los reservados -dijo Tris-tan-. Si no les da miedo pueden verlos.

– Sería una pérdida de tiempo. -Madre Bendita negó con la cabeza.

Pero Hollis no pudo evitar seguir al muchacho y entrar en el aseo de señoras. Las dos linternas revelaron una hilera de reservados de madera. Todas las puertas estaban cerradas, y Hollis intuyó que ocultaban los restos de más de un suicidio. Króte se adelantó unos pasos y señaló algo. Cerca del fondo, una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Una mano momificada, como una negra garra, sobresalía por la abertura. Hollis tuvo la sensación de que acababan de llevarlo al mundo de los muertos. Un escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies, y se apresuró a regresar al pasillo principal.

– ¿Ha visto la mano?

– Sí, la he visto.

– Todo Berlín está construido encima de esto -comentó Tristan-. Encima de los muertos.

– Me importa un rábano -terció Madre Bendita-. Sigamos.

Al final del pasillo había otra puerta de hierro, pero esta no estaba cerrada con llave. Tristán la empujó.

– Ahora entraremos en el antiguo sistema de alcantarillado. Dado que esta zona estaba cerca del Muro de Berlín, tanto los de la Alemania del Este como los occidentales lo dejaron tal cual.

Se metieron en una tubería de drenaje de unos dos metros y medio de diámetro. El agua corría por el suelo de la cañería, y la luz de las linternas hacía brillar sus paredes. Del techo colgaban estalactitas de sal que parecían cuerdas blancas. Había también extraños hongos blancos con aspecto de bolas de grasa. Chapoteando en el agua, Króte los guió hasta una bifurcación y se volvió para esperarlos. La luz de su frontal se movió como una luciérnaga.

Al final, llegaron a una tubería mucho más pequeña que desembocaba en la grande. Króte empezó a hablar en alemán con su primo mientras señalaba la tubería y gesticulaba.

– Ya hemos llegado. Solo tienen que avanzar unos diez metros más y forzar la entrada -dijo Tristán.

– Ni hablar. -Madre Bendita lo fulminó con la mirada-. Prometiste llevarnos hasta el final.

– Nosotros no vamos a meternos en el centro de informática de la Tabula -dijo Tristán-. Es demasiado peligroso.

– El verdadero peligro lo tienes delante, jovencito. No me gusta la gente que no cumple sus promesas.

– ¡Pero os estamos haciendo un favor!

– Esa es tu interpretación, no la mía. Lo único que sé es que te comprometiste a algo.

La frialdad del tono y la mirada de la Arlequín resultaban intimidantes. Tristán se quedó inmóvil, y Króte miró a su primo con aire asustado. Hollis decidió intervenir.

– Deje que vaya yo primero -dijo a Madre Bendita-. Comprobaré que todo esté en orden.

– Esperaré diez minutos, señor Wilson. Si no ha vuelto, habrá consecuencias.

Capítulo 39

Hollis se adentró a gatas por la tubería hacia una luz distante. El conducto era estrecho, y sus manos tocaron un líquido viscoso que parecía una mezcla de aceite lubricante y agua. No tardó en llegar a una rejilla de desagüe encajada en la parte superior de la tubería; la luz que entraba de la habitación de arriba se dividía en pequeños cuadrados por efecto de la rejilla. Hollis se situó justo debajo.

Inclinó la cabeza hasta tocarse el pecho con el mentón y, apoyando la espalda en la rejilla, se incorporó lentamente. La pieza de hierro tenía cinco centímetros de grosor y parecía muy pesada, pero él era fuerte y la pieza no estaba atornillada. Siguió empujando hasta que la rejilla se salió de su encaje. La desplazó lateralmente unos pocos centímetros. Cuando hubo conseguido una abertura suficiente para meter las manos, la apartó del todo deslizándola por el suelo. Sin perder un segundo, desenfundó su pistola y salió a un corredor de mantenimiento lleno de cañerías y cables eléctricos. Cuando estuvo seguro de que no se oía ninguna señal de peligro, volvió a meterse en la tubería y regresó junto a Madre Bendita y los dos free runners.

– Esta tubería conduce a un túnel de mantenimiento que parece un punto de entrada seguro. No se ve a nadie.

Tristán parecía aliviado.

– ¿Lo ven? -dijo mirando a Madre Bendita-. Todo ha salido a la perfección.

– Lo dudo. -Madre Bendita entregó a Hollis la bolsa con el equipo.

– ¿Podemos marcharnos? -preguntó el free runner.