– Porque es mujer. No ha habido una mujer Tekelakai desde hace trescientos o cuatrocientos años.
Cuando cruzaron las montañas del norte de Etiopía empezó a llover. La carretera se adentró en un árido paisaje desprovisto de vegetación, salvo algunos cultivos en terrazas y unos pocos eucaliptos plantados a modo de cortavientos. Las casas, las escuelas, y los puestos de policía estaban construidos con grandes bloques de piedra amarilla. Encima de los tejados de plancha ondulada había piedras apiladas, y muros también de piedra recorrían las laderas de las colinas en un vano intento de detener la erosión.
Maya apoyó la espada en su regazo y miró por la ventana. En aquella zona, lo único interesante eran los otros seres humanos. Cruzaron un pueblo donde todos los hombres llevaban botas para la lluvia. En otro vieron a una niña de unos tres años sentada en la cuneta sosteniendo un huevo entre el índice y el pulgar. Era viernes, y los campesinos se dirigían al mercado. Sus paraguas oscilaban arriba y abajo como un ejército de hongos de diferentes colores caminando colina arriba.
Era ya de noche cuando llegaron a la antigua ciudad de Axum. Había dejado de llover, pero en el ambiente persistía una leve bruma. Petros parecía tenso y preocupado. No dejaba de lanzar miradas a Maya y a Lumbroso.
– Prepárense. Los sacerdotes están avisados de su llegada.
– ¿Qué va a pasar? -preguntó Lumbroso.
– Yo hablaré primero. Será mejor que Maya lleve su espada para demostrar que es una Tekelakai, pero podrían matarla si la desenvaina. Recuérdenlo: estos sacerdotes están dispuestos a morir para proteger el Arca. Es imposible entrar a la fuerza en el santuario.
El recinto de la iglesia, situado en el centro de la ciudad, mezclaba una fea arquitectura moderna con la piedra gris de los muros exteriores de la iglesia de Santa María de Sión. Petros condujo el Land Rover hasta un patio central y todos se apearon. Permanecieron allí, envueltos en la niebla, a la espera de que algo ocurriera mientras las nubes de tormenta pasaban por encima de su cabeza.
– Allí… -susurró Petros-. El Arca está allí.
Maya miró hacia la izquierda y vio un edificio de hormigón en forma de cubo con una cruz etíope en el techo. Las ventanas estaban protegidas por barrotes de hierro; una tela encerada de color rojo cubría la puerta.
De repente, los sacerdotes etíopes empezaron a salir de los distintos edificios. Llevaban túnicas de diferentes colores sobre los blancos hábitos y se cubrían la cabeza con variados tocados. En su mayoría eran ancianos muy delgados, pero también había tres jóvenes que, empuñando fusiles de asalto, se colocaron alrededor del Land Rover como los tres vértices de un triángulo.
Cuando ya habían salido una docena de religiosos, se abrió una puerta lateral de la iglesia de Santa María de Sión y salió un anciano ataviado con una resplandeciente túnica blanca y un solideo igualmente impoluto. Sus sandalias sonaban con un ruido apagado cuando se acercó por el camino de losas.
– Ese es el Tebaki -explicó Petros-. El Guardián del Arca. La única persona autorizada para entrar en el santuario.
Cuando el guardián se hallaba a escasos metros del vehículo, se detuvo e hizo un gesto con la mano. Petros fue hasta el anciano, se inclinó tres veces y se lanzó a un apasionado discurso en amárico. De vez en cuando señalaba a Maya como si estuviera haciendo una larga lista de sus virtudes. Cuando hubo acabado, el pequeño etíope tenía el rostro cubierto de sudor. Los sacerdotes aguardaron las palabras del guardián. El anciano meneó la cabeza pensativamente, como si sopesara la situación. A continuación habló brevemente en amárico.
Petros volvió corriendo hacia Maya.
– Esto va bien -le dijo-. La cosa promete. Según parece, un viejo sacerdote del lago Tana ha anunciado la llegada a Etiopía de un poderoso Tekelakai.
– ¿Un hombre o una mujer? -preguntó Maya.
– Puede que un hombre, pero hay ciertas discrepancias. El guardián considerará su petición. Quiere que usted diga algo.
– Dígame qué debo hacer, Petros.
– Explíquele por qué deben dejarla entrar en el santuario.
«¿Y qué voy a decirle?», se preguntó Maya. «Lo más probable es que ofenda alguna de sus tradiciones y me peguen un tiro.» Manteniendo las manos lejos de la espada, se acercó al anciano. Mientras se inclinaba ante el guardián, se acordó de la frase que Petros había dicho cuando los recibió en el aeropuerto.
– Egziabher Kale -dijo en amárico, «Si Dios quiere». A continuación hizo una nueva reverencia y volvió junto al Land Rover.
Los hombros de Petros parecieron relajarse, como si acabara de evitarse un desastre. Simón Lumbroso, que se encontraba justo detrás de Maya, le susurró al oído: «Brava!».
El guardián permaneció inmóvil unos instantes, reflexionando sobre aquellas palabras; luego dijo algo a Petros. Aferrando el bastón en el que se apoyaba para caminar, dio media vuelta y regresó arrastrando los pies al edificio principal. Los demás sacerdotes lo siguieron. Los tres clérigos jóvenes armados con fusiles de asalto no se movieron.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Maya.
– No van a matarnos -anunció Petros.
– A esto se le llama hacer progresos… -dijo Lumbroso.
– Estamos en Etiopía, de modo que ahora debatirán largamente -explicó Petros-. El guardián decidirá, pero antes debe oír las opiniones de todos.
– Y mientras tanto ¿qué hacemos?
– Vayamos a cenar algo y a descansar. Volveremos más tarde y averiguaremos si la dejarán entrar.
Maya no quería cenar en ningún hotel donde pudieran encontrarse con turistas, así que Petros los llevó a un restaurante de las afueras. Después de la cena, el establecimiento empezó a llenarse de gente, y dos músicos subieron a un pequeño escenario. Uno de los hombres tocaba un tambor, mientras que el otro llevaba un masinko, un instrumento de una sola cuerda que se tocaba con un arco, como un violín. Interpretaron algunas canciones sin que nadie les prestara atención hasta que un muchacho acompañó a una mujer ciega al escenario.
La mujer era corpulenta, tenía el pelo largo y vestía una falda larga y una blusa adornada con lentejuelas de cobre. Se sentó en una silla en el centro del estrado y separó ligeramente las piernas, como para afirmar su anclaje en el suelo. A continuación cogió un micrófono y empezó a cantar con una voz poderosa que llegó a todos los rincones del establecimiento.
– Es una cantante de loas -explicó Petros-. Es muy famosa en esta parte del país. Si alguien del público le paga, ella canta algo agradable sobre esa persona.
El percusionista se paseó entre los parroquianos sin dejar de tocar el tambor, se detuvo frente a un hombre que le dio algo de dinero y le susurró unas palabras al oído, y volvió junto a la cantante ciega para susurrarle la información. Esta comenzó a cantar al instante una canción dedicada a aquel hombre, que hizo que sus amigos rieran y aplaudieran.
Al cabo de una hora de espectáculo, los músicos se tomaron un descanso y el percusionista se acercó a Petros.
– ¿No le gustaría que cantásemos una canción para sus amigos? -preguntó.
– No hace falta, gracias.
– Espere, por favor -intervino Maya cuando el músico ya se alejaba. La Arlequín había llevado una vida clandestina bajo una serie de nombres distintos. Si moría, ningún memorial señalaría su paso por el mundo-. Me llamo Maya -dijo al músico al tiem-po que le entregaba unos birr-. Quizá su amiga podría dedicarme una canción.
El hombre fue a hablar con la ciega y al poco regresó a la mesa de Maya.
– Lo siento, le pido disculpas, pero ella quiere hablar con usted.
Mientras los clientes pedían más copas y las chicas del bar se paseaban en busca de los que no tenían compañía, Maya subió al escenario y se sentó en una silla plegable. El percusionista se instaló entre ellas y fue traduciendo mientras la cantante frotaba el pulgar sobre la muñeca de Maya como un médico que la buscara el pulso.