– Pensaba que estábamos juntos en esta historia -dijo Hollis-. Sin secretos. Todos en el mismo equipo.
Como de costumbre, Vicki terció en su papel conciliador.
– Estoy segura de que Maya se da cuenta de que se equivocó.
– ¿Y crees que va a disculparse? -preguntó Hollis-. Mira, nosotros no somos Arlequines, y eso para ella significa que no estamos a su nivel. Nos trata como si fuéramos críos.
– ¡No fue un error! -exclamó Maya-. Toda la gente de New Harmony ha muerto. Si Gabriel hubiera estado allí, también lo habrían matado.
– Creo que tengo derecho a tomar mis propias decisiones -dijo Gabriel-. Ahora Martin está muerto y no tenemos ninguna información.
– Pero tú sigues vivo, Gabriel. De un modo u otro, te he protegido. Esa es mi obligación como Arlequín. Mi única obligación.
Maya se dio la vuelta, descorrió el pestillo, salió del apartamento hecha una furia y cerró con un portazo.
Capítulo 3
La palabra «zombi» flotaba en la mente de Nathan Boone como un susurro. Boone parecía fuera de lugar en la acogedora sala de espera de la terminal privada del aeropuerto cercano a Phoenix, Arizona. La sala estaba decorada con tonos pastel y fotografías de bailarines hopi. Una simpática joven llamada Cheryl acababa de preparar galletas de chocolate y café para un pequeño grupo de pasajeros de empresa.
Boone tomó asiento en una de las zonas de trabajo y conectó su ordenador portátil. Fuera, el día era ventoso y el cielo estaba cargado de nubes. La manga de viento de la pista de aterrizaje se agitaba en todas direcciones. Sus hombres ya habían cargado los contenedores con las armas y los chalecos antibalas en el avión alquilado. Cuando el personal de tierra acabara de llenar los depósitos del avión, él y su equipo volarían hacia el este.
Había resultado sumamente fácil orientar la percepción de la policía y los medios de comunicación sobre lo ocurrido en New Harmony. Los técnicos de la Hermandad habían entrado en los ordenadores del gobierno y habían registrado una lista de armas de fuego a nombre de Martin Greenwald y de los demás habitantes de la comunidad. Las pruebas balísticas y el vídeo de Janet Wilkins sobre los mensajes de Dios habían bastado para convencer a las autoridades de que los miembros de New Harmony formaban una secta que se había destruido a sí misma. La tragedia parecía hecha a medida de los telediarios de la noche, y ningún periodista tuvo el menor interés en investigar por su cuenta. La historia había terminado.
Un informe de uno de los mercenarios refería que una niña había salido corriendo del perímetro de contención, y Boone se preguntó si se trataría de la misma niña asiática que él había visto en el centro comunal. Aquello podría haber sido un problema, pero la policía no había encontrado a nadie con vida. Si la niña había escapado al ataque inicial, o habría muerto de frío en el desierto o se habría escondido en alguna de las casas que habían ardido hasta los cimientos.
Activó el sistema de códigos, se conectó a internet y comprobó su correo electrónico. Tenía noticias prometedoras sobre la búsqueda de Gabriel Corrigan en Nueva York, y Boone respondió al instante. Mientras repasaba los otros mensajes, vio tres de Michael preguntándole por la búsqueda de su padre: «Por favor, envíe un informe de sus progresos», había escrito Michael. «La Hermandad desea que se emprenda acción inmediata en este asunto.»-Impaciente hijo de puta -murmuró Boone, y miró por encima del hombro para verificar que nadie lo había oído.
Al jefe de seguridad de la Hermandad le irritaba que un Viajero le diera órdenes. En esos momentos Michael estaba de su parte, pero, en lo que respectaba a Boone, seguía siendo el enemigo.
Los únicos datos biométricos disponibles sobre el padre eran los que proporcionaba la foto del permiso de conducir tomada veintiséis años antes y la huella dactilar junto a la firma autentificada. Eso significaba que buscar en las bases de datos del gobierno era una pérdida de tiempo. Los programas de búsqueda de la Hermandad tendrían que monitorizar llamadas telefónicas y correos electrónicos que mencionaran a Matthew Corrigan o a los Viajeros.
En los últimos meses, la Hermandad había terminado de construir su centro de informática en Berlín, pero Boone no tenía autorización para utilizarlo en sus operaciones de seguridad. El general Nash se había mostrado muy reservado acerca de los planes que tenía el comité ejecutivo respecto al centro de informática de Berlín, pero estaba claro que constituía un gran adelanto para los objetivos de la Hermandad. Según parecía, estaba probando lo que llamaban Programa Sombra, que iba a ser el primer paso en la puesta en marcha del Panopticón Virtual. Cuando Boone se quejó de lo limitado de sus recursos, el personal de Berlín le dio una solución temporaclass="underline" en lugar de utilizar el centro de informática, le proporcionarían zombis que lo ayudarían en su búsqueda.
Llamaban zombi a cualquier ordenador infectado por un virus o un troyano que permitiera que la máquina fuera controlada en secreto por un usuario exterior. Los responsables de los zombis dirigían la actividad de miles de ordenadores repartidos por todo el mundo y los utilizaban para enviar spam o extorsionar webs vulnerables. Si los propietarios de las webs se negaban a pagar, sus servidores quedaban bloqueados por un alud de peticiones enviadas al mismo tiempo.
En el mercado negro de internet se podían vender, robar o intercambiar redes de zombis, llamadas bot nets. Durante el último año, el personal técnico de la Hermandad había comprado bot nets a distintos grupos criminales y había desarrollado un nuevo software que obligaba a los ordenadores cautivos a realizar tareas más elaboradas. Aunque ese sistema no era lo bastante potente para monitorizar todos los ordenadores del mundo, sí podía buscar un objetivo concreto.
Boone empezó a teclear una orden para el centro de informática de Berlín: «Si el sistema auxiliar está operativo, comiencen la búsqueda de Matthew Corrigan».
– Disculpe, señor Boone…
Boone dio un respingo y levantó la vista de la pantalla. El piloto del vuelo chárter, un joven de aspecto pulcro con uniforme azul oscuro, estaba a una distancia prudencial de la mesa de trabajo.
– ¿Cuál es el problema?
– Ninguno, señor. Han terminado de llenar los depósitos. Estamos listos para partir.
– Acabo de recibir una nueva información -dijo Boone-. Cambiamos de destino: vamos al aeropuerto del condado de Westchester. Póngase en contacto con los de transportes y dígales que necesito vehículos suficientes para trasladar a mis hombres a Nueva York.
– Sí, señor. Los llamaré ahora mismo.
Boone esperó a que el piloto se marchara y luego siguió tecleando. «Deja que los ordenadores persigan a ese fantasma», pensó. «Yo encontraré a Gabriel en un par de días.»Un minuto después, terminó de escribir el mensaje y lo envió a Berlín. Cuando embarcaba en el avión, los programas ocultos en los ordenadores cautivos de todo el mundo se despertaron. Fragmentos de conciencia informática empezaron a agruparse como un ejército de zombis sentados en silencio en una habitación enorme. Aguardaron sin ofrecer resistencia, sin noción del tiempo, hasta que una orden los obligó a iniciar la búsqueda.
En un barrio periférico de Madrid, un joven de catorce años mataba el tiempo disputando una partida on-line de su videojuego favorito. En Toronto, un contratista jubilado mandó a un foro de debate un mensaje con comentarios sobre su equipo de hockey preferido. Unos segundos después, sus ordenadores empezaron a trabajar un poco más despacio, pero ni el chico ni el jubilado notaron la diferencia. En la superficie, todo seguía igual, pero en esos momentos los esclavos electrónicos obedecían a un nuevo amo con una nueva orden: