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Las olas del río se estrellaban contra la proa de la barca y salpicaba con fuerza el techo de fibra de vidrio de la cabina; el sonido recordó a Boone el que harían unos dedos tamborileando en una madera. El capitán canadiense ajustaba la radio a medida que los pilotos de los barcos contenedores que navegaban por el río anunciaban su posición.

– Estamos a media milla por estribor -repitió una voz-. ¿Pueden vernos? Cambio.

Boone se palpó la pechera de su chaquetón y notó los duros bultos escondidos bajo el tejido impermeable. El recipiente de toxinas CS se hallaba en el bolsillo izquierdo de la camisa. En el derecho estaba el estuche de plástico negro que contenía la jeringa. Boone odiaba tocar a la gente, especialmente cuando estaban muñéndose, pero la jeringa exigía cierto contacto físico.

Cuando llegaron a Dark Island, el capitán paró los motores y dejó que la embarcación se deslizara hasta el muelle. El jefe de seguridad de la isla, un ex agente de policía llamado Farrington, salió a darles la bienvenida. Cogió la amarra y la ató a un noray mientras Boone saltaba a tierra.

– ¿Dónde está el resto del personal? -preguntó Boone.

– Almorzando en la cocina.

– ¿Qué hay del señor Nash y sus invitados?

– El general Nash, el señor Corrigan y la señorita Brewster se encuentran arriba, en el salón de día.

– Que el personal permanezca en la cocina durante los próximos veinte minutos. Tengo que presentar unos informes muy importantes y no quiero que nadie entre en la sala y pueda oír algo.

– Entendido, señor.

Caminaron a paso vivo por el túnel que llevaba desde el embarcadero hasta la planta baja del castillo. Boone pasó la jeringa y el recipiente con la toxina a los bolsillos de su pantalón mientras los dos mercenarios rumanos se quitaban sus empapados abrigos. Ambos hombres vestían traje negro y corbata, como si se dispusieran a asistir a un funeral en su tierra natal. Las suelas de sus zapatos de cuero crujieron cuando subieron por la escalera principal.

La puerta de roble estaba cerrada, y Boone vaciló un segundo. Oía a los rumanos respirar pesadamente y rascarse. Seguramente se preguntaban por qué se había detenido. Boone se alisó el mojado cabello, se ajustó el nudo de la corbata y entró en el salón de día con sus hombres.

El general Nash, Michael y la señorita Brewster se hallaban sentados al extremo de una larga mesa. Habían dado cuenta de sus platos de sopa de tomate, y Nash sostenía un plato con sándwiches.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó el general.

– He recibido órdenes del comité ejecutivo -repuso Boone.

– Yo soy el presidente del comité y no he ordenado nada.

La señorita Brewster cogió el plato de las manos de Nash y lo dejó encima de la mesa.

– He convocado una nueva videoconferencia, Kennard.

Nash pareció sorprendido.

– ¿ Cuándo?

– Esta mañana, temprano, cuando usted todavía dormía. A la Hermandad no le ha gustado que se niegue a dimitir.

– ¿Y por qué debería dimitir? Lo que ocurrió ayer en Berlín no tiene nada que ver conmigo. Fue culpa de los alemanes o de Boone. El es el jefe de seguridad.

– Y usted es la cabeza de la organización, pero no está dispuesto a aceptar ninguna responsabilidad -intervino Michael-. No se olvide del ataque que sufrimos hace unos meses, cuando perdimos el ordenador cuántico.

– ¿Qué quiere decir con «perdimos»? Usted no es miembro del comité ejecutivo.

– Ahora lo es -terció la señorita Brewster.

El general Nash fulminó a Boone con la mirada.

– No olvide quién lo contrató, señor Boone. Estoy al frente de esta organización y le estoy dando una orden directa. Quiero que escolte a estos dos hasta el sótano y los encierre. Convocaré una reunión de la Hermandad lo antes posible.

– No me está escuchando, Kennard. -La señorita Brewster parecía una maestra que hubiera perdido la paciencia con un alumno testarudo-. El Comité se ha reunido esta mañana y ha votado. Por unanimidad. Desde hoy mismo ha dejado de ser el director ejecutivo. No es un asunto negociable. Acepte un cargo simbólico y tendrá un sueldo y puede que hasta un despacho en alguna parte.

– ¿Se da cuenta de con quién está hablando? -preguntó Nash-. Puedo hacer que el presidente del país se ponga al teléfono con solo pedirlo, el presidente de Estados Unidos y tres primeros ministros.

– Y eso es precisamente lo que no deseamos -replicó la señorita Brewster-. Esto es una cuestión interna, no algo que debamos tratar con nuestros distintos aliados.

Si Nash hubiera permanecido sentado, Boone quizá le habría permitido seguir hablando, pero el general echó la silla hacia atrás como si se dispusiera a salir corriendo para llamar a la Casa Blanca. Michael lanzó una mirada al jefe de seguridad. Había llegado el momento de obedecer las órdenes recibidas.

Boone hizo un gesto a los dos mercenarios y estos clavaron a Nash en su asiento.

– ¿Se han vuelto locos? ¡Suéltenme!

– Quiero dejar clara una cosa -dijo la señorita Brewster-. Siempre le hemos considerado un amigo, Kennard. Pero recuerde que todos los que estamos aquí respondemos ante una causa superior.

Boone se situó detrás de Nash, abrió el estuche de plástico y sacó la jeringa. La toxina se hallaba en un recipiente del tamaño de un tubo de comprimidos. Boone atravesó la goma del tapón de seguridad con la aguja y llenó la jeringa con un líquido transparente.

Nash miró por encima del hombro y vio lo que estaba a punto de suceder. Lanzando todo tipo de obscenidades, intentó incorporarse. Los platos y las copas volaron y se hicieron añicos.

– Tranquilícese -le susurró Boone-. Tenga un poco de dignidad.

Le clavó la aguja en el cuello, justo encima de la columna, e inyectó el veneno. Nash se desplomó en el acto. Su cabeza golpeó contra la mesa y un hilo de baba se le escapó por la comisura de los labios.

Boone alzó la vista y miró a sus nuevos jefes.

– Hace efecto en un par de segundos. Está muerto.

– Un repentino ataque al corazón -dijo la señorita Brewster-. Es una pena. El general Kennard Nash ha sido un fiel servidor de esta nación. Sus amigos lo echarán de menos.

Los dos mercenarios rumanos seguían sujetando a Nash por los brazos, como si fuera volver a la vida de golpe y saltar por la ventana.

– Vuelvan a la embarcación y esperen -les ordenó Boone-. Aquí ya no son necesarios.

– Sí, señor. -Able se ajustó la cortaba y salió junto con su compañero.

– ¿Cuándo llamará a la policía? -preguntó Michael.

– Dentro de cinco o diez minutos.

– ¿Y cuánto tardarán en llegar a la isla?

– Un par de horas. No quedará ni rastro del veneno.

– Túmbelo en el suelo y desgárrele la camisa -ordenó Michael-. Que parezca que intentamos salvarlo.

– Sí, señor.

– Creo que me apetece un trago de whisky -dijo la señorita Brewster. Ella y Michael se levantaron y caminaron hasta la puerta lateral que conducía a la biblioteca-. Ah, señor Boone, una cosa más…

– Usted dirá, señora.

– Necesitamos mayor nivel de eficiencia en nuestras misiones. El general Nash no lo entendió. Espero que usted sí.

– Lo entiendo -repuso Boone.

Cuando se quedó a solas con el cadáver, apartó la silla, empujó el cuerpo hacia un lado, y este cayó al suelo con un golpe sordo. Se puso de rodillas y abrió de un tirón la camisa azul del general. Un botón de nácar salió volando.