Primero llamaría a la policía y luego se lavaría las manos. Quería agua caliente, jabón fuerte y toallas de papel. Se acercó a la ventana y contempló la bahía de San Lorenzo, más allá de los árboles. La tormenta y las nubes teñían el agua de un color gris oscuro. Las olas agitaban la superficie del río que corría hacia el mar.
Capítulo 42
Maya atravesó una oscuridad tan absoluta que tuvo la impresión de que su cuerpo desaparecía. El tiempo siguió fluyendo, pero ella carecía de un punto de referencia y no tenía manera de calcular si aquel instante duraba solo unos segundos o varios años. Ella existía como una chispa de conciencia, una sucesión de pensamientos unidos por el deseo de encontrar a Gabriel.
Abrió la boca y se le llenó de agua. No tenía idea de dónde se encontraba, pero se hallaba rodeada de agua y no parecía haber un camino hacia la superficie. Agitó los brazos y las piernas desesperadamente al tiempo que intentaba controlar el pánico. Mientras su cuerpo reclamaba oxígeno, dejó que el aire de sus pulmones la llevara hacia arriba. Cuando estuvo segura de que ascendía, nadó con todas sus fuerzas hasta que emergió entre las olas. Tomó una bocanada de aire y flotó de espaldas mientras contemplaba un cielo de un color gris amarillento. El agua que la rodeaba era negra, estaba salpicada de manchas de espuma y olía al ácido de las baterías. La piel y los ojos empezaron a picarle. Vio que se hallaba en medio de un río y que la corriente la empujaba hacia un lado. Estiró el cuello todo lo que pudo y distinguió la orilla. En la distancia se divisaban edificios y puntos de luz anaranjados que parecían llamas.
Cerró los ojos y nadó hacia la orilla. La correa de la funda de la espada le colgaba del cuello. Se detuvo para asustársela y que no se moviera y se dio cuenta de que estaba más lejos que antes de la orilla. La corriente era demasiado fuerte. Maya giraba como una barca a la deriva. Miró hacia donde se dirigía la corriente y vio a lo lejos un puente derruido. En lugar de luchar contra los elementos nadó hacia los arcos de piedra que emergían del agua. Sus movimientos y la fuerza del río la empujaron rápidamente contra uno de los pilares de piedra. Se agarró a él y permaneció allí un instante; luego, nadó hasta el siguiente. En aquel punto la corriente era menos fuerte, había poca profundidad y pudo caminar hasta la orilla. «No puedo quedarme aquí», se dijo, «estoy demasiado expuesta». Trepó hasta un bosquecillo de árboles muertos. Las hojas muertas crujieron bajo sus zapatos. Había varios árboles caídos, pero el resto se apoyaban unos en otros como silenciosos supervivientes.
A unos cien metros del río, se agachó e intentó adaptarse al nuevo entorno. El oscuro bosquecillo no era una fantasía ni un sueño. Podía extender la mano y tocar la hierba marchita, podía percibir el olor a quemado y escuchar un distante tronido. Todo su cuerpo intuía peligro. Pero había algo más: aquel era un mundo dominado por la furia y el deseo de destruir.
Se levantó y se movió con cautela entre los árboles. Encontró un sendero de gravilla y lo siguió hasta un banco de mármol blanco y una fuente de parque cubiertos de hojas muertas. Parecían tan fuera de lugar en medio de aquel bosque marchito que se preguntó si los habrían colocado allí para burlarse de quien los encontrara. La fuente hacía pensar en un agradable parque de cualquier ciudad europea, con ancianos leyendo el periódico y niñeras empujando cochecitos de bebé.
El sendero acababa en un edificio de ladrillo rojo con las ventanas hechas añicos y las puertas arrancadas de sus goznes. Maya se recolocó la espada para tenerla lista para el combate. Entró en el edificio, atravesó varias estancias vacías y se asomó a una ventana. Había cuatro hombres en la calle que discurría más allá de un parque abandonado. Iban calzados con botas y zapatos desparejados y vestían ropa de lo más variada. Todos llevaban armas de fabricación casera: cuchillos, palos y lanzas.
Cuando los hombres llegaron al otro extremo del parque, apareció un segundo grupo. Maya creyó que se enfrentarían, pero los dos grupos se saludaron y partieron en la misma dirección, alejándose del río. Maya decidió seguirlos. En vez de avanzar por las calles, atravesaba las casas en ruinas y se detenía de vez en cuando para asomarse por las destrozadas ventanas. La oscuridad ocultaba sus movimientos, y ella se mantenía alejada de las llamas que surgían de las tuberías de gas rotas. En su mayoría no eran más que pequeñas lenguas de fuego chisporroteantes, pero había algunas muy grandes que se retorcían como columnas llameantes. El fuego había ennegrecido las paredes. Olía a goma quemada.
Al final acabó perdiéndose en un semidestruido edificio de oficinas. Cuando consiguió hallar la salida a un callejón, vio que había un grupo de hombres al final de la calle, cerca de una llama de gas. Confiando en que nadie la viera, cruzó corriendo hasta un complejo de apartamentos; un agua grasienta corría por el suelo de cemento de los pasillos. Subió por la escalera hasta el segundo piso y se asomó por un boquete de la pared.
Unos doscientos hombres armados se habían reunido en el patio central de un edificio en forma de U en cuya fachada se veían grabados varios nombres, Platón. Aristóteles, Dante. Shakespeare. Maya se preguntó si aquello habría sido en su día un colegio, pero le resultaba difícil creer que en aquel lugar hubiera habido alguna vez un niño.
Un tipo rubio con el pelo trenzado y un hombre negro vestido con una bata blanca medio rota se hallaban de pie en unos taburetes, bajo una estructura de madera con forma de horca. Tenían las manos atadas a la espalda y una soga al cuello. La multitud se arremolinaba alrededor de los dos prisioneros, se reían de ellos y los pinchaban con sus cuchillos. De repente, alguien gritó una orden y otro grupo salió de la escuela. Lo encabezaba un hombre vestido con un traje azul. Tras él, un guardaespaldas empujaba una vieja silla de ruedas con un hombre joven atado la estructura. Gabriel. Había encontrado a su Viajero.
El hombre del traje azul trepó al techo de un automóvil abandonado y se irguió. Mantenía la mano izquierda en el bolsillo y resaltaba cada palabra que salía de su boca con gestos de la derecha.
– Como comisionado de patrullas os he guiado y he defendido vuestras libertades. Bajo mi liderazgo hemos dado caza a las cucarachas que prenden incendios y nos roban la comida. Cuando este sector quede por fin limpio de esos parásitos, marcharemos contra otros sectores y nos apoderaremos de la Isla.
La turba prorrumpió en ovaciones y alzó sus armas. Maya observó a Gabriel; intentaba averiguar si estaba consciente. Un hilillo de sangre seca le caía desde la nariz por el cuello, y tenía los ojos cerrados. El hombre del traje azul prosiguió.
– Como sabéis, hemos capturado a un visitante llegado del exterior. Tras un riguroso interrogatorio, mis conocimientos sobre nuestra situación han aumentado. Mi objetivo es hallar la forma de que todos podamos salir de esta isla juntos. Por desgracia, unos espías traidores han saboteado mis planes. Estos dos prisioneros concertaron en secreto una alianza con el visitante. Os han traicionado, intentaron escapar solos. ¿Deberíamos permitirlo? ¿Deberíamos dejar que escaparan mientras nosotros quedamos prisioneros en esta isla?
– ¡No! -gritó la turba.
– Como comisionado de patrullas he sentenciado a estos traidores a…
– ¡A muerte! ¡A muerte!
El comisionado movió los dedos como si apartara un insecto molesto, y uno de los guardaespaldas dio una patada a los taburetes. Los dos prisioneros quedaron colgando del cuello; mientras se retorcían y agitaban las piernas, la multitud reía. Cuando dejaron de moverse, el comisionado alzó la mano para acallar el griterío.
– Estad alerta, lobos. Observad a quienes os rodean. ¡Todavía no hemos descubierto ni destruido a todos los traidores!