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Oyeron golpes en la entrada. Los lobos se estaban lanzando contra la puerta y habían conseguido desplazar la barricada.

Gabriel cogió a Maya de la mano y la sujetó con fuerza.

– No tengas miedo, Maya. Vamos a cruzar juntos.

– Temo que algo salga mal. Podríamos perdernos el uno al otro.

– Siempre estaremos conectados -dijo Gabriel-. Te prometo que, pase lo que pase, estaremos juntos.

Dio unos pasos hacia delante, y Maya vio que el cuerpo de Gabriel atravesaba la pared como si fuera una cascada de agua tras la que hubiera una cueva. Él le tiró de la mano: «Ven conmigo, amor mío». Pero la mano de Maya golpeó contra la dura superficie de la pared y los dedos de Gabriel se le escaparon.

Con un último empujón, los lobos consiguieron echar abajo la barricada y la puerta se abrió. Maya se apartó rápidamente de la mesa de trabajo y se escondió entre dos filas de archivos. Oyó voces que susurraban y pesadas respiraciones. Un verdadero guerrero habría elegido un terreno de combate que le resultara familiar, pero aquellos habían permitido que la furia nublara su juicio.

Contó hasta cinco y se asomó al pasillo contiguo. A unos siete metros de distancia vio a un hombre que blandía un palo con un cuchillo atado en el extremo. La Arlequín se escondió nuevamente y vio que por su pasillo avanzaba otro sujeto armado con una lanza.

Sin pensarlo siquiera, se lanzó contra él con la espada apuntándole a los ojos, entonces hizo un quiebro con las muñecas y arrojó la lanza del hombre. Pisó el arma, levantó la espada y abrió en canal el pecho del lobo.

Antes de que el hombre se desplomara, Maya ya lo había apartado de sus pensamientos. Sacó dos cajones de los archivos y los utilizó como peldaños para subirse encima de los armarios y encajarse en los escasos noventa centímetros de espacio que había entre ellos y el techo. Desde allí observó al otro lobo avanzar con cautela a lo largo del pasillo. El tiempo pareció ralentizarse. Maya tuvo la sensación de estar contemplando la escena a través de los agujeros de una máscara. Cuando el hombre llegó hasta el cadáver de su compañero, ella saltó tras él y le asestó una estocada que le partió la columna. El cuerpo cayó encima del otro, y la sala quedó sumida en el silencio.

Maya salió del colegio y caminó hasta una señal de Stop retorcida. A unos cien metros de allí, una enorme llamarada de gas temblaba cerca de una ventana. Maya giró sobre sí misma y examinó su nuevo mundo. Dirigirse hacia la derecha o hacia la izquierda había dejado de tener importancia. Los lobos merodeaban por toda la isla. De vez en cuando encontraría un lugar donde esconderse, pero no sería más que una breve pausa en una interminable batalla.

Dos hombres armados con porras y cuchillos aparecieron al final de la calle.

– ¡Por aquí! -gritaron-. ¡La hemos encontrado!

Segundos más tarde, se les unieron otros tres hombres que rodearon la lengua de fuego y se plantaron ante la luz.

Allí, sola, Maya comprendió el verdadero significado de su elección. Quedaría atrapada en aquel dominio de odio y violencia hasta que acabaran con ella. «Condenada por la carne.» Sí, eso era verdad. Pero ¿también se había salvado?

Recordó lo que Gabriel le había dicho acerca de aquellos hombres: no guardaban ningún recuerdo del pasado. Sin embargo, ella sí recordaba su vida en el Cuarto Dominio. Era un mundo de gran belleza, pero también un lugar lleno de distracciones y falsos dioses. ¿Qué era lo real? ¿Qué daba sentido a la vida? En el instante de la muerte, todo se perdía salvo el amor. Solo el amor te sostenía, te curaba, te convertía en un todo.

Los cinco hombres hablaban entre ellos, organizaban un plan de ataque. Maya desenvainó la espada y la sostuvo con la hoja en alto de manera que reflejara el resplandor de la llama.

– ¡Venid! -gritó-. ¡Estoy preparada para recibiros!

Los hombres no se movieron. Maya se irguió, aferró el arma con ambas manos y concentró toda su energía en las piernas. «Salvada por la sangre», pensó.

Respiró profundamente y corrió hacia los lobos mientras su sombra atravesaba la ruinosa superficie de la calle.

John Twelve Hawks

***