—Especialmente en el conquistador de nuestro pueblo, que nos ha dominado con mano férrea durante casi cuatro décadas —lo interrumpió Gilthas. Por las venas del joven monarca corría sangre elfa y humana, aunque la primera dominaba—. Habéis soltado la mano que nos agarraba por el cuello para tenderla en señal de amistad. Entenderéis, señor, si os digo que todavía siento la presión de vuestros dedos en el gaznate.
—Por supuesto, majestad —contestó el gobernador con un atisbo de sonrisa—. Como decía, apruebo vuestra cautela. Ojalá dispusiera de un año para demostrar mi lealtad...
—¿A mí? —lo atajó de nuevo Gilthas, con cierta sorna—. ¿Al «títere»?
—No, majestad. Mi lealtad a la tierra que he llegado a considerar como mi hogar. Mi lealtad a un pueblo que he llegado a respetar. Mi lealtad a vuestra madre. —No añadió «a la que he llegado a amar», aunque podría haber pronunciado las palabras en su corazón.
El gobernador se había pasado en vela toda la noche de la víspera, trasladando a la reina madre a un lugar seguro, fuera del alcance de los asesinos de Beryl que estaban en camino. Tampoco había dormido en todo el día la víspera, llevando a Laurana en secreto a palacio, donde se reunieron los dos con Gilthas. Le había correspondido a Medan la desagradable tarea de informar al rey que el ejército de Beryl marchaba contra Qualinesti, con intención de destruir el país y a sus habitantes. Y tampoco había dormido la noche previa. Sin embargo, las únicas señales visibles de cansancio se reflejaban en el rostro demacrado del gobernador, no en sus ojos claros y alertas. La tensión de Gilthas cedió y sus sospechas disminuyeron.
—Sois inteligente, gobernador. Vuestra respuesta es la única que habría aceptado de vos. Si hubieseis intentado adularme, habría sabido que mentíais. Mi madre me ha hablado de vuestro jardín, que os habéis esforzado por hacerlo hermoso, que no sólo os complace contemplar las flores sino plantarlas y cuidarlas. He de decir que me resulta difícil entender que un hombre así pueda haber jurado lealtad antaño a alguien como lord Ariakan.
—Y a mí me resulta difícil entender que un joven pudiera dejarse embaucar para huir de unos padres que lo adoraban e ir a caer en la telaraña tejida por cierto senador —repuso fríamente Medan—. Una telaraña que condujo claramente a la destrucción del joven así como la de su pueblo.
Gilthas enrojeció al oír su historia.
—Hice mal. Era joven.
—También lo era yo, majestad. Lo bastante joven para creer las mentiras de Takhisis. No es por adularos si os digo, Gilthas, que he llegado a respetaros. El papel que interpretasteis de soñador indolente, más interesado en su poesía que en su pueblo, me engañó por completo. Sin embargo —añadió Medan en tono seco—, he de decir que vos y vuestros rebeldes me habéis causado un sinfín de problemas.
—Y yo he llegado a respetaros, gobernador, e incluso a confiar en vos hasta cierto punto —contestó Gilthas—. Aunque no del todo. ¿Os basta con eso?
—Me basta, majestad. —Medan le tendió la mano.
Gilthas la aceptó y el apretón fue firme y breve por parte de ambos.
—Bien, quizás ahora vuestro sirviente les diga a sus espías que dejen de seguirme a todas partes —manifestó Medan—. Necesitamos a todo el mundo centrado en la tarea que nos aguarda.
—¿Qué noticias tenéis, gobernador? —dijo Gilthas, sin afirmar ni negar.
—Relativamente buenas, majestad, considerando las cosas en conjunto. Los informes que nos llegaron ayer son ciertos. Las tropas de Beryl han cruzado la frontera de Qualinesti.
—¿Qué tiene de bueno esa noticia? —demandó Gilthas.
—Que Beryl no va con ellas, majestad —respondió Medan—. Y tampoco ninguno de sus dragones subordinados. No tengo ni la más remota idea de dónde se encuentran y por qué no acompañan al ejército. Tal vez los retiene por alguna razón.
—Para tomar parte en la última matanza —sugirió amargamente Gilthas—. En el ataque a Qualinost.
—Quizá, majestad. En cualquier caso, no van con el ejército, y hemos ganado tiempo con eso. Es un ejército grande, con la carga de carretas de suministros y torres de asedio, y le está resultando difícil avanzar a través del bosque. Según los informes llegados de nuestras guarniciones de la frontera, no sólo sufren el acoso de las bandas de elfos que operan a las órdenes de La Leona, sino que los propios árboles, las plantas y hasta los animales se enfrentan al enemigo obstaculizando su avance.
—Sí, desde luego —contestó quedamente Gilthas—. Pero todas esas fuerzas son mortales, como nosotros, y sólo aguantarán hasta un punto.
—Cierto, majestad. No aguantarán el fuego de los dragones, eso es seguro. Sin embargo, hasta que los dragones lleguen, tenemos un tiempo de respiro. Aun cuando los grandes reptiles incendiasen los bosques, calculo que al ejército le costará diez días llegar a Qualinost. Eso debería daros tiempo suficiente para poner en marcha el plan que nos explicasteis en líneas generales anoche.
Gilthas suspiró profundamente y desvió la vista del gobernador al cielo que empezaba a iluminarse. Sin responder, contempló en silencio la salida del sol.
—Los preparativos para la evacuación deberían haber comenzado anoche —manifestó Medan en tono severo.
—Por favor, gobernador —intervino Planchet en voz baja—. No lo entendéis.
—Tiene razón. No lo entendéis, gobernador Medan —convino Gilthas mientras se volvía—. Es imposible que lo entendáis. Decís que amáis esta tierra, pero no podéis amarla como nosotros. Nuestra sangre corre por cada hoja y cada flor. La savia de cada álamo fluye por nuestras venas. Oís el canto de la alondra, pero nosotros entendemos las palabras de ese canto. Las hachas y las llamas que acaban con los árboles nos cortan y nos abrasan. El veneno que mata a los pájaros hace que parte de nosotros muera. Esta mañana tengo que decirle a mi pueblo que abandonen sus hogares, los mismos que temblaron con el Cataclismo y sin embargo aguantaron firmes. Deben dejar sus enramadas y sus jardines, sus cascadas y sus grutas. Tienen que huir, y ¿adonde irán?
—Majestad, yo también tengo buenas noticias que daros al respecto —dijo Planchet—. Durante la noche, un mensajero de Alhana Starbreeze me trajo información. El escudo ha caído. Las fronteras de Silvanesti están de nuevo abiertas.
Gilthas lo miró con incredulidad, sin atreverse a albergar esperanzas.
—¿Será posible tal cosa? ¿Estás seguro? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?
—El mensajero no tenía los detalles, milord. Se puso en camino para transmitirnos la buena nueva en cuanto los elfos confirmaron que era cierto. El escudo ha caído. La propia Alhana Starbreeze cruzó la frontera. Espero la llegada de otro mensajero con más información pronto.
—Es una noticia maravillosa —exclamó Gilthas, eufórico—. Nuestro pueblo irá a Silvanesti. Nuestros parientes no pueden negarnos la entrada. Una vez allí, uniremos nuestras fuerzas y lanzaremos un ataque para reconquistar nuestra tierra. —Al ver que Planchet lo observaba seriamente, Gilthas suspiró—. Lo sé, lo sé. No tienes que recordármelo. Me estoy adelantando a los acontecimientos. Pero esta grata noticia me trae la primera esperanza que tengo desde hace semanas. Vamos —añadió, dejando el balcón y entrando en sus aposentos—, debemos decírselo a mi madre...
—Aún duerme, majestad —informó Planchet en voz baja.
—No, no es así —dijo Laurana—, pero si estuviera durmiendo, despertaría de buen grado para oír una buena noticia. ¿Qué decías? ¿Que el escudo ha caído?
Exhausta tras la huida de su hogar en medio de la noche y un día entero oyendo sólo noticias infaustas, por fin habían convencido a Laurana para que se acostara y descansara. Tenía su propio cuarto en palacio, pero Medan, temeroso de los asesinos de Beryl, había dado órdenes para que se marchara toda la servidumbre, damas de compañía, nobleza elfa, funcionarios y cocineros. Había apostados guardias elfos alrededor de palacio, con órdenes de no permitir el paso a nadie, con excepción de él y su ayudante. Medan ni siquiera habría confiado en su ayudante si no hubiera sabido que era un Caballero de Solamnia y leal a Laurana. El gobernador había insistido en que la reina madre durmiera en un diván de la sala de estar de Gilthas, donde podía vigilarse su descanso. Cuando Medan se marchó a su cuartel general, había dejado al solámnico, Gerard, y a su hijo la tarea de velar por su seguridad durante la noche.