La historia de Sturm Brightblade nunca había significado gran cosa para Gerard hasta entonces. Había oído narrar su muerte en la Torre del Sumo Sacerdote tantas veces que ya sonaba a cuento trasnochado. De hecho, incluso había expresado sus dudas de que aquel episodio hubiese ocurrido realmente. Sin embargo, en ese momento recordó que ante él se encontraba la compañera que se plantó protectoramente junto al cadáver del caballero, la compañera que había llorado por él mientras enarbolaba la legendaria Dragonlance para desafiar a su verdugo. Recibir sus bendiciones en nombre de Sturm Brightblade hizo que Gerard se sintiese humilde y enmendado. Hincó la rodilla ante ella, aceptando la bendición con la cabeza inclinada.
—Así lo haré, mi señora. Gracias.
Se incorporó, exaltado. Sus temores de montar en un dragón le parecieron mezquinos e innobles, y se avergonzó de ellos. El joven rey también parecía escarmentado y le tendió la mano a Gerard.
—Olvidad mis palabras, señor caballero. Hablé sin pensar. Si a los solámnicos no les ha importado Qualinesti, entonces también puede decirse que Qualinesti no se ha interesado por los solámnicos. El que unos ayuden a los otros sería el principio de una nueva y mejor relación para ambos. Tendréis esa carta.
El monarca mojó la pluma en el tintero, escribió unos pocos párrafos en una fina hoja de papel y estampó su nombre. Debajo puso su sello, presionando la cera blanda con un anillo que llevaba en el dedo índice. El sello dejó grabada la imagen de una hoja de álamo. Esperó a que la cera se endureciera y luego dobló la carta y se la tendió a Gerard.
—Se la haré llegar al Consejo, majestad —dijo el caballero. Miró de nuevo a Laurana para llevar consigo su bella imagen como un estímulo inspirador. Lo intranquilizó ver que la tristeza empañaba los hermosos ojos de la elfa al mirar a su hijo, y oírla suspirar suavemente.
Planchet le indicó cómo encontrar el camino de salida por el jardín y Gerard partió, salvando torpemente la barandilla del balcón y dejándose caer pesadamente en el paseo. Alzó la vista para hacer un último ademán de despedida, para conseguir un último atisbo, pero Planchet había cerrado el ventanal a su espalda.
Gerard recordó la mirada de Laurana, su tristeza, y sintió un repentino miedo de que aquélla fuese la última vez que la veía, la última vez que contemplaba Qualinost. El miedo era arrollador, y su anterior resolución de quedarse y ayudarlos a luchar resurgió de nuevo. Sin embargo, difícilmente podía regresar; no sin quedar por necio, o —peor aún—¦ por cobarde. Aferrando con fuerza las órdenes del gobernador, el caballero se marchó corriendo por el jardín que empezaba a cobrar vida con los cálidos rayos del sol.
Cuanto antes llegara ante el Consejo, antes regresaría.
4
El traidor
El silencio reinaba en la habitación. Sentado al escritorio, Gilthas redactaba su discurso, y la pluma se deslizaba rápidamente sobre el papel. El monarca había pasado la noche pensando qué decir, y las palabras se plasmaban en la hoja con facilidad, como si la tinta fluyera de su corazón, no de la pluma. Planchet preparaba un ligero desayuno de fruta, pan y miel, aunque no era probable que alguien tuviese mucho apetito. El gobernador Medan permanecía de pie junto al ventanal, observando la marcha de Gerard a través del jardín. Medan vio al joven caballero hacer un alto, quizás incluso adivinó lo que Gerard estaba pensando. Cuando el solámnico giró finalmente sobre sus talones y se alejó, Medan sonrió para sí y asintió con la cabeza.
—Ha sido un gesto generoso por vuestra parte, gobernador Medan —dijo Laurana, que se había acercado junto a él. Hablaba en voz baja para no molestar a Gilthas—. Enviar lejos al joven para que esté a salvo. Porque no creeréis realmente que los Caballeros de Solamnia acudan en nuestra ayuda, ¿verdad?
—No, no lo creo —contestó Medan manteniendo también el tono bajo—. No porque no quieran, sino porque no pueden. —Su mirada se dirigió más allá del jardín, a las lejanas colinas que se alzaban al norte—. Tienen sus propios problemas. El ataque de Beryl significa que el llamado Pacto de los Dragones se ha roto. Oh, no me cabe duda de que lord Targonne está haciendo todo lo posible por aplacar a Malys y a los otros, pero sus esfuerzos no servirán de nada. Son muchos los que creen que Khellendros el Azul está jugando al ratón y al gato. Finge no ser consciente de lo que ocurre alrededor, pero es sólo para apaciguar a Malys y a los demás y que se duerman en los laureles. De hecho, creo que hace tiempo que ha puesto los ojos en Solanthus, que no ha lanzado el ataque por miedo de que Beryl lo considerara una amenaza a su propio territorio, situado al sur. Pero ahora considerará que puede apoderarse de Solanthus con total impunidad. Y a partir de ahí pasará igual con el resto del mundo. Puede que seamos los primeros, pero no seremos los últimos.
»En cuanto a Gerard, devuelvo a la caballería solámnica un buen soldado. Espero que sus superiores tengan el sentido común de darse cuenta de ello.
Hizo una breve pausa mientras observaba a Gilthas. Cuando el rey llegó al final de una frase, Medan habló.
—Siento interrumpir a vuestra majestad, pero se ha presentado un asunto que debe atenderse cuanto antes. Un asunto un tanto desagradable, me temo. —La mirada del gobernador se desvió a Laurana—. Gerard me informó que vuestro sirviente, Kalindas, espera abajo. Al parecer se ha enterado de que os encontráis en palacio y estaba preocupado por vos.
Medan observó atentamente a Laurana mientras hablaba, y vio que palidecía, que su mirada preocupada se dirigía fugazmente hacia el otro lado de la sala, donde Kelevandros aun dormía.
«Lo sabe —se dijo el gobernador—. Aunque ignore cuál de ellos es el traidor, sabe que uno de los dos lo es. Bien. Eso facilitará las cosas.»
—Enviaré a Kelevandros a buscarlo —anunció Laurana, que tenía los labios pálidos.
—No creo que eso sea prudente —argumentó Medan—. Sugiero que pidáis a Planchet que conduzca a Kalindas a mi cuartel general. Mi segundo al mando, Dumat, se ocupará de él. Kalindas no sufrirá daño alguno, os lo aseguro, señora, pero hay que retenerlo en lugar seguro y bajo vigilancia, para que no pueda comunicarse con nadie.
—Milord, no creo que... —Laurana miró tristemente al gobernador—. ¿Es necesario?
—Lo es, señora —contestó el hombre con firmeza.
—No lo entiendo —intervino Gilthas, cuya voz tenía un timbre de ira. Se puso de pie—. ¡Se encarcela a un sirviente de mi madre! ¿Por qué? ¿De qué crimen se lo acusa?
Medan iba a responder, pero Laurana se le adelantó.
—Kalindas es un espía, hijo mío.
—¿Un espía? —Gilthas estaba estupefacto—. ¿De quién?
—De los caballeros negros —contestó Laurana—. Informa directamente al gobernador Medan, a menos que me equivoque.
El rey lanzó una mirada de indescriptible desprecio a Medan.
—No voy a disculparme por eso, majestad —dijo sosegadamente el humano—. Como tampoco espero que vos os disculpéis por los espías que habéis introducido en mi casa.
—Un trabajo sucio —murmuró Gilthas, sonrojado.
—Cierto, majestad. Esto le pone fin. En lo que a mí respecta, me alegrará lavarme las manos. Planchet, encontrarás a Kalindas esperando abajo. Condúcelo a...
—No, Planchet —ordenó Gilthas en tono perentorio—. Tráelo aquí, ante mí. Kalindas tiene derecho a responder a las acusaciones.
—No lo hagáis, majestad —pidió encarecidamente Medan—. Cuando Kalindas me vea aquí con vos, sabrá que ha sido desenmascarado. Es un hombre peligroso, si se encuentra acorralado y desesperado. No le importa nadie. No se detendrá ante nada. No puedo garantizar la seguridad de vuestra majestad.
—Aun así, la ley elfa estipula que Kalindas tiene la oportunidad de defenderse contra esos cargos —insistió firmemente Gilthas—. Hemos vivido demasiado tiempo bajo vuestras leyes, gobernador Medan. La ley del tirano no es ley. Si he de ser rey, entonces ésta será mi primera acción como tal.