—¿Señora? —Medan se volvió hacia Laurana.
—Su majestad tiene razón —contestó la elfa—. Habéis presentado vuestras acusaciones y las hemos escuchado. Kalindas debe tener su turno para contar su versión de los hechos.
—No os resultará una historia agradable. De acuerdo —accedió Medan, encogiéndose de hombros—. Pero debemos estar preparados. Si se me permite sugerir un plan de acción...
—Kelevandros —llamó Laurana mientras sacudía por el hombro al dormido elfo—. Tu hermano espera abajo.
—¿Kalindas está aquí? —Kelevandros se incorporó de un salto.
—Los guardias no le permiten entrar —siguió Laurana—. Baja y diles que tienes mi permiso para traerlo aquí.
—Sí, señora.
Kelevandros abandonó apresuradamente la estancia. Laurana volvió la cabeza para mirar a Medan. Tenía el semblante muy pálido, pero mantenía la compostura, muy serena.
—¿Ha sido satisfactorio?
—Perfecto, señora —contestó Medan—. No sospechó nada en absoluto. Sentaos a la mesa. Majestad, deberíais volver a vuestro trabajo.
Laurana soltó un profundo suspiro y se sentó a la mesa donde estaba el desayuno. Planchet seleccionó la mejor fruta para ella y le sirvió una copa de vino.
El gobernador jamás había admirado tanto el valor de Laurana como en ese momento, viéndola tomar trocitos de fruta, masticarlos y tragarlos, aunque la comida debía de saberle a ceniza. Medan abrió uno de los ventanales que daban al balcón y salió, dejando la puerta entreabierta para poder ver y oír lo que pasaba en la sala sin ser visto.
Kalindas entró detrás de su hermano.
—Señora, he estado muerto de preocupación por vos. ¡Cuando ese despreciable gobernador os sacó de aquí, temí por vuestra vida!
—¿De veras, Kalindas? —dijo suavemente Laurana—. Lamento haberte causado tanta angustia. Como verás, estoy a salvo. Por el momento, al menos. Tenemos noticias de que el ejército de Beryl marcha contra Qualinesti.
—Cierto, señora, he oído ese horrible rumor —convino Kalindas mientras avanzaba hasta situarse cerca de la mesa—. Aquí no os encontráis a salvo, señora. Debéis huir inmediatamente.
—Sí, señora —intervino Kelevandros—. Mi hermano me ha contado que corréis peligro. Vos y el rey.
Gilthas había acabado de escribir. Con el papel en la mano, el monarca se levantó de la silla del escritorio, preparado para marcharse.
—Planchet, trae mi capa —pidió.
—Hacéis bien en actuar rápidamente, majestad —dijo Kalindas, interpretando erróneamente la intención de Gilthas—. Señora, me tomaré la libertad de ir a por vuestra capa, también...
—No, Kalindas —lo interrumpió Gilthas—. No es ésa mi intención.
Planchet regresó con la capa del monarca, sujetando la prenda sobre el brazo derecho, y se adelantó para situarse junto a Gilthas.
—No tengo intención de huir —continuó el rey—. Voy a dirigir un discurso a mi pueblo. Empezamos de inmediato con la evacuación de la población de Qualinost y a hacer planes para defender la ciudad.
—Entiendo. —Kalindas se inclinó ante el rey—. Vuestra majestad pronunciará su discurso y luego os conduciré a vos y a vuestra honorable madre a un lugar seguro. Tengo amigos esperando.
—Apuesto que sí, Kalindas —dijo Medan mientras entraba por la puerta del balcón—. Amigos de Beryl que esperan para asesinar a ambos, al rey y a la reina madre. ¿Y dónde están esos amigos tuyos?
Los ojos de Kalindas pasaron rápidamente, con recelo, de Medan a Gilthas y de nuevo al gobernador. El elfo se lamió los labios. Su mirada se desvió hacia Laurana.
—No sé qué se ha dicho de mí, señora...
—Yo te diré qué se ha dicho, Kalindas —lo interrumpió el monarca—. El gobernador te ha acusado de ser un espía a su servicio. Tenemos pruebas que parecen indicar que es cierto. Según la ley elfa, tienes derecho a hablar en tu defensa.
—No le creéis, ¿verdad, señora? —gritó Kelevandros. Conmocionado y ofendido, se aproximó a su hermano para quedarse junto a él, impasible—. ¡Sea lo que fuere lo que ese humano os haya dicho de Kalindas, es mentira! ¡El gobernador es un caballero negro y un humano!
—Soy ambas cosas, en efecto —replicó Medan—. Y también soy el que paga a tu hermano para que espíe a la reina madre. Apuesto que si lo registras, encontrarás una buena reserva de monedas de acero con la cabeza de lord Targonne estampada en ellas.
—Sabía que alguien de la casa me había traicionado —intervino Laurana. Su voz estaba preñada de tristeza—. Recibí una carta de Palin Majere advirtiéndome de ello. Así fue como el dragón supo dónde y cuándo esperarlos a él y a Tasslehoff. La única persona que podría haber advertido a Beryl era alguien de la casa. Nadie más lo sabía.
—Estáis equivocada, señora —insistió desesperadamente Kelevandros—. Los caballeros negros nos estaban vigilando. Así fue como se enteraron. Kalindas no os traicionaría jamás, señora. ¡Jamás! Os quiere demasiado.
—¿De veras? —inquirió quedamente el gobernador—. Mira su cara.
Kalindas estaba lívido, la tez más blanca que el papel. Sus labios se atirantaban sobre los dientes en una mueca, y sus azules ojos centelleaban.
—Sí, tengo una bolsa con monedas de acero —espetó, salpicando gotitas de saliva—. Monedas que me pagó este cerdo humano que cree que traicionándome quizá tenga oportunidad de meterse en vuestro lecho. A lo mejor ya lo ha conseguido. Tenéis fama de que os gusta copular con humanos. ¿Quereros yo, señora? ¡Fijaos cuánto os quiero!
Kalindas metió velozmente la mano bajo la túnica y, al sacarla, la hoja de una daga centelleó con la luz del sol.
Gilthas gritó. Medan desenvainó su espada, pero se había situado cerca del rey para protegerlo y se encontraba demasiado lejos de Laurana para salvarla.
La reina madre cogió un vaso de vino y arrojó el caldo a la cara de Kalindas. Medio cegado por el escozor del vino en los ojos, el traidor arremetió con furia pero sin precisión, y la cuchillada dirigida al corazón de Laurana la alcanzó en el hombro.
Maldiciendo, Kalindas enarboló el arma para descargar otro golpe.
Soltó un grito horrible y la daga cayó de su mano. La hoja de una espada sobresalía por su estómago; la sangre empapó la pechera de la camisa.
Con las lágrimas corriéndole por las mejillas, Kelevandros sacó de un tirón la espada del cuerpo de su hermano. Luego la dejó caer para coger a Kalindas y tenderlo en el suelo, donde lo acunó en sus brazos.
—¡Perdóname, Kalindas! —musitó. Alzó la vista, suplicante—. Perdonadlo, reina madre...
—¡Perdonar! —Los labios de Kalindas manchados de sangre, se torcieron—. ¡No! —Sufrió un ahogo, y las últimas palabras salieron estranguladas—. ¡Los maldigo! ¡Maldigo a los dos!
Se puso rígido en los brazos de su hermano y su rostro se crispó. Intentó hablar de nuevo, pero la sangré salió a borbotones por su boca, y con ella, la vida. Aun en el momento de la muerte, sus ojos siguieron clavados en Laurana; se oscurecieron, y cuando la luz de la vida se apagó en ellos, esa oscuridad siguió alumbrada por el frío brillo del odio.
—¡Madre! —Gilthas corrió a su lado—. ¡Estás herida! Ven, tiéndete aquí.
—Me encuentro bien —dijo Laurana, temblorosa la voz—. No te preocupes...
—Reaccionasteis con una gran rapidez mental, señora, al arrojarle el vino. A todos nos cogió desprevenidos. Dejadme ver eso. —Medan apartó la tela desgarrada de la manga, empapada de sangre. Sus dedos tantearon con la mayor suavidad posible—. La herida no parece grave —informó, tras un rápido examen—. La daga rebotó en el hueso. Me temo que os quedará una cicatriz, señora, pero la herida es limpia y debería curar bien.
—No será la primera cicatriz que tengo —contestó Laurana con una débil sonrisa. Entrelazó las manos para que no le siguieran temblando. Sus ojos se desviaron involuntariamente hacia el cadáver.