—Fueron interceptados por un gran contingente elfo, que los derrotó fácilmente —siguió informando el mensajero—. Mina fue capturada y hecha prisionera durante la batalla. Los elfos planeaban ejecutarla a la mañana siguiente. Sin embargo, justo antes de la ejecución, Mina atacó al Dragón Verde, Cyan Bloodbane, que se enmascaraba bajo la apariencia de un elfo, como sin duda vos ya sabíais.
Targonne lo ignoraba, y no veía cómo podría haberlo sabido, puesto que el maldito escudo que los elfos habían levantado sobre su país le impedía incluso a él vislumbrar lo que ocurría detrás de la mágica barrera. Sin embargo, no comentó nada. No le importaba en absoluto que lo creyeran omnisciente.
—El ataque de Mina obligó a Cyan a revelar ante los elfos el hecho de que era un dragón. Los silvanestis estaban aterrorizados. Cyan los habría matado a miles, pero Mina hizo reaccionar al ejército elfo y les ordenó que atacaran al Dragón Verde.
—Veamos. Ayúdame a entender la situación —dijo Targonne, que empezaba a sentir un doloroso pinchazo en la sien derecha—. ¿Estás diciéndome que uno de nuestros propios oficiales volvió a reunir el ejército de nuestro enemigo más encarnizado, que a su vez acabó con el más poderoso de nuestros Dragones Verdes?
—Sí, milord —contestó el caballero—. Veréis, milord, al final resultó que era Cyan Bloodbane el que había levantado el escudo mágico que impedía a nuestros ejércitos entrar en Silvanesti. Y, por lo visto, el escudo estaba matando a los elfos.
—Ah. —Targonne se frotó la sien con las puntas de los dedos. No se le había ocurrido eso, pero quizá podría haberlo deducido si hubiese reflexionado seriamente sobre ello. El Dragón Verde, aterrorizado por Malystryx y sediento de venganza contra los elfos, construyó un escudo que lo protegía de un enemigo y lo ayudaba a destruir a otro. Ingenioso. Con fallos de base, pero ingenioso—. Continúa.
—Lo que ocurrió después es bastante confuso, milord —siguió el caballero tras una breve vacilación—. El general Dogah había recibido vuestras órdenes de detener la marcha contra Sanction y dirigirse en cambio hacia Silvanesti.
Targonne no había dado esa orden, pero ya estaba enterado de lo ocurrido a través del proceso mental del caballero, y dejó pasar ese asunto sin hacer comentarios. Ya se ocuparía de ello después.
—El general Dogah llegó a la frontera y se encontró con que el escudo le impedía el paso —siguió relatando el caballero—. Se puso furioso, pensando que se lo había enviado en una «misión kender», como reza el dicho. La zona que rodea el escudo es un lugar terrible, milord, llena de árboles muertos y cadáveres de animales. El aire es fétido y está contaminado. Los hombres se alteraron y empezaron a decir que el lugar estaba embrujado y que moriríamos al encontrarnos tan cerca. Entonces, de repente, con la salida del sol, el escudo se vino abajo.
—Descríbelo —ordenó Targonne, que observaba con gran atención al mensajero.
—He estado pensando cómo hacerlo, milord. Una vez, siendo niño, pisé un estanque helado. El hielo empezó a resquebrajarse bajo mis pies. Las grietas se extendieron con secos chasquidos, entonces el hielo cedió y me sumergí en las oscuras aguas. Esto fue muy parecido. Vi el escudo brillando como hielo bajo el sol y entonces me pareció distinguir miles, millones de grietas infinitesimales, finas como los hilos de una telaraña, que se extendieron por el escudo a una velocidad vertiginosa. Se oyó un ruido semejante a miles de copas de cristal rompiéndose contra el suelo, y el escudo desapareció.
»No dábamos crédito a nuestros sentidos. Al principio, el general Dogah no se atrevió a cruzar al otro lado, temiendo que fuera una astuta trampa de los elfos, que quizás, una vez que hubiéramos cruzado, el escudo volvería a cerrarse detrás de nosotros y nos encontraríamos ante un ejército de diez mil elfos, cortada la retirada. De pronto, como por arte de magia, apareció entre nosotros uno de los caballeros de Mina, que, mediante el poder del dios Único, nos dijo que el escudo había caído realmente, derribado por el propio rey elfo, Silvanoshei, hijo de Alhana...
—Sí, sí —lo interrumpió Targonne con impaciencia—. Conozco el linaje de ese cachorro. Así que Dogah creyó a la mocosa, y él y sus tropas cruzaron la frontera.
—Sí, milord. El general Dogah me ordenó que montara en mi dragón y regresara para informaros que ahora marcha hacia Silvanost, la capital.
—¿Y qué hay del ejército de diez mil elfos? —instó secamente Targonne.
—No nos han atacado, milord. Según Mina, el rey, Silvanoshei, les habló, asegurando que Mina había ido a salvar Silvanesti en nombre del Único. He de decir, milord, que los elfos están en unas condiciones lamentables. Cuando nuestras tropas llegaron a un pueblo de pescadores, cerca del escudo, observamos que la mayoría de los elfos estaban enfermos o moribundos a causa de la nociva magia del escudo. Pensamos acabar con los infelices, pero Mina lo prohibió. Realizó curaciones milagrosas con los elfos moribundos y les devolvió la salud. Cuando nos marchamos de allí, los elfos se deshacían en alabanzas y bendiciones a ella y al Único, y juraban rendir culto a ese dios en su nombre.
»Sin embargo, no todos los elfos confían en ella. Mina nos advirtió que podrían atacarnos los que se llaman a sí mismos Kirath. Pero, según ella, son muy pocos y están desorganizados. Alhana Starbreeze tiene tropas en la frontera, pero Mina no les teme. No parece temer nada —añadió el caballero con una admiración que no supo disimular.
«¡El Único! ¡Ja! —pensó Targonne, que veía más en la mente del mensajero de lo que el hombre le contaba—. Magia. La tal Mina es una hechicera que ha embrujado a todos. A los elfos, a Dogah y a mis caballeros incluso. Están tan entusiasmados con esa fulana advenediza como los elfos. ¿Qué pretende? La respuesta es obvia. Ocupar mi puesto, naturalmente. Está socavando la lealtad de mis oficiales y ganándose la admiración de mis tropas. Conspira contra mí. Un peligroso juego para una muchachita.»
Se sumió en sus reflexiones y olvidó al agotado mensajero. Al otro lado de la puerta se oyeron las fuertes pisadas de unas botas y una voz que demandaba ver al Señor de la Noche.
—¡Milord! —Su ayudante entró precipitadamente en el estudio, sacándolo de sus sombríos pensamientos—. Ha llegado otro jinete.
El segundo mensajero entró en el cuarto y miró con recelo al primero.
—¿Sí? ¿Qué noticias traes tú? —instó Targonne.
—Feur la Roja, nuestra espía al servicio de la suprema señora Verde, Beryl, se puso en contacto conmigo. La Roja informa que ella y una hueste de dragones, transportando soldados draconianos, han recibido la orden de lanzar un ataque contra la Ciudadela de la Luz.
—¿La Ciudadela? —Targonne descargó el puño en el escritorio, y un montoncito de monedas de acero apiladas se vino abajo—. ¿Es que esa zorra Verde se ha vuelto loca? ¿Qué se propone al atacar la Ciudadela?
—Según la Roja, Beryl ha enviado un mensajero para informaros a vos y a su pariente Malystryx que ésta es una disputa personal y que no es necesario que Malys intervenga. Beryl va tras un hechicero que entró subrepticiamente en su territorio y robó un valioso artefacto mágico. Se enteró de que el hechicero huyó para refugiarse en la Ciudadela, y ha ido por él. Una vez que tenga en su poder a él y al artefacto, se retirará.
—¡Magia! —barbotó ferozmente Targonne—. Beryl está obsesionada con la magia. Es en lo único que cree. Tengo hechiceros grises que emplean todo su tiempo en dar con una maldita torre mágica sólo para apaciguar a esa lagartija inflada. ¡Atacar la Ciudadela! ¿Y qué pasa con el pacto de los dragones? A buen seguro que la «prima Malys» verá esto como una amenaza de Beryl. Podría significar una guerra total, y eso destrozaría la economía.
Targonne se puso de pie dispuesto a dar la orden de preparar mensajeros para llevar la noticia a Malys, quien debía enterarse de lo que ocurría por él, indiscutiblemente, cuando oyó más voces en el pasillo.