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Una vez que se hubo secado la tinta, Targonne estampó su sello en las cartas y llamó a su ayudante para que las despachara. Cuando rompía el día, cuatro dragones levantaban el vuelo con sus jinetes.

Hecho esto, Targonne consideró la idea de acostarse. Sabía, sin embargo, que no podría dormir con el fantasma de ese error en las cuentas rondando sus, de otro modo, agradables sueños de cifras y columnas exactas. Se puso obstinadamente a la tarea y, como suele pasar a menudo cuando se deja durante un rato una ocupación en la que se estaba concentrado, dio con el error casi de inmediato. Las veintisiete piezas de acero, catorce de plata y cinco de bronce cuadraron finalmente. Targonne hizo la corrección con un preciso trazo de su pluma.

Complacido, cerró el libro, ordenó el escritorio y fue a echar un corto sueño, convencido de que todo volvía a marchar bien en el mundo.

2

Ataque a La Ciudadela de Luz

Beryl y sus dragones sobrevolaron la Ciudadela de la Luz; el miedo al dragón que generaban se precipitó violentamente sobre sus moradores como un maremoto que anegó el valor con desesperación y terror. Cuatro grandes Dragones Rojos volaban en lo alto; las sombras de sus alas eran más oscuras que la negrura de una noche cerrada, y todas las personas sobre las que se proyectaban esas sombras sentían que el corazón se les encogía y la sangre se helaba en sus venas.

Beryllinthranox era una enorme hembra de Dragón Verde que había aparecido en Krynn poco después de la Guerra de Caos, nadie sabía cómo ni de dónde. A su llegada, ella y otros dragones de su clase —en particular su pariente Malystryx— habían atacado a los dragones que habitaban Krynn, de colores metálicos y cromáticos por igual, haciéndoles la guerra a los de su propia especie. Su cuerpo, cebado de atiborrarse con los dragones que había matado, volaba en círculos a gran altura, muy por encima de los Rojos, que eran sus subordinados y sus vasallos, observando, vigilando. Le complacía lo que veía, el desarrollo de la batalla.

La Ciudadela estaba indefensa contra ella. De haberse encontrado allí el gran Dragón Plateado, Espejo, quizá se habría atrevido a desafiarla, pero no estaba, había desaparecido misteriosamente. Los caballeros solámnicos que tenían una fortaleza en la isla de Sancrist presentarían una heroica resistencia, pero su número era reducido y no sobrevivirían a un ataque concentrado de Beryl y sus seguidores. No era preciso que la gran Verde volara al alcance de sus flechas; únicamente tenía que descargar su aliento sobre ellos. Una sola de sus vaharadas venenosas acabaría con todos los defensores de la fortaleza. Sin embargo, los Caballeros de Solamnia no iban dejarse matar sin pelear, y daba por descontado que ofrecerían una enérgica batalla a sus subordinados. Los arqueros se alineaban en las almenas mientras sus oficiales se esforzaban para que mantuvieran la entereza aun cuando el miedo al dragón amilanaba a muchos y los dejaba debilitados y temblorosos. Los caballeros cabalgaban por los pueblos y villas de la isla, intentando disipar el pánico de sus habitantes y ayudándolos a huir a las cuevas del interior, que se habían preparado y abastecido en previsión de un ataque como aquél.

En la propia Ciudadela, sus guardianes siempre habían planeado utilizar sus poderes místicos para defenderse contra un ataque de dragones. Esos poderes habían desaparecido misteriosamente a lo largo del último año y, en consecuencia, los místicos se vieron forzados a huir de sus bellos edificios de cristal, dejándolos a la destrucción de los reptiles. Los primeros en ser evacuados fueron los huérfanos. Los niños estaban aterrorizados y llamaron a gritos a Goldmoon, a quien adoraban, pero ella no acudió a su lado. Estudiantes y maestros cogieron en brazos a los pequeños y los tranquilizaron mientras se apresuraban a ponerlos a salvo, asegurándoles que Goldmoon se reuniría con ellos, pero que en ese momento estaba demasiado ocupada y tenían que ser valientes para que se sintiese orgullosa de ellos. Mientras decían esto, los místicos intercambiaban miradas apesadumbradas y consternadas. Goldmoon había abandonado la Ciudadela con el alba, había partido como una persona demente o poseída, y ninguno de los místicos sabía dónde había ido.

Los residentes de la isla de Sancrist dejaron sus hogares y se dirigieron en tropel tierra adentro, los debilitados por el miedo al dragón azuzados y guiados por los que habían conseguido superarlo. Las cuevas se encontraban en las colinas del centro de la isla. La gente había creído ingenuamente que se encontraría a salvo de los estragos de los dragones dentro de esas cuevas, pero una vez iniciado el ataque muchos empezaban a comprender lo absurdo que habían sido esos planes. Las llamaradas de los Dragones Rojos destruirían bosques y edificios, y mientras el fuego asolara la superficie, el aliento nocivo de la enorme Verde envenenaría el aire y el agua. Nada sobreviviría. Sancrist se convertiría en una inmensa tumba.

La gente esperó aterrada el inicio del ataque, que las llamas derritieran las bóvedas de cristal y las murallas de la fortaleza, que el vapor venenoso asfixiara a todos hasta morir. Pero los dragones no atacaron. Los Rojos sobrevolaban en círculo, observando el pánico desatado en tierra con jubilosa satisfacción, pero sin hacer ningún movimiento para atacar. La gente se preguntó qué estarían esperando. Algunos necios sintieron renacer la esperanza, creyendo que aquello sólo era una maniobra de intimidación y que los dragones, tras conseguir aterrorizar a todo el mundo, se marcharían. Los que eran inteligentes sabían a qué atenerse.

En su cuarto, ubicado a gran altura en el Liceo, el edificio principal de la cúpula de cristal, Palin Majere contempló a través del enorme ventanal —de hecho ocupaba toda una pared— la llegada de los dragones mientras intentaba desesperadamente encajar de nuevo las piezas desbaratadas del ingenio mágico que los habría transportado a Tasslehoff y a él a la seguridad de Solace.

—Míralo de este modo —dijo Tas con la exasperante alegría de su raza—, así, al menos, el dragón no echará la zarpa al ingenio.

—No, nos la echará a nosotros —repuso cortante Palin.

—Tal vez no —argumentó Tas mientras sacaba una pieza del artilugio que había rodado debajo de la cama—. Roto el ingenio de viajar en el tiempo y desaparecida su magia... —Hizo una pausa y se puso derecho—. Supongo que ha desaparecido su magia, ¿verdad, Palin?

El mago no contestó; no estaba prestando atención al kender. No veía salida a la situación. El miedo lo hizo temblar, la desesperación se apoderó de él hasta dejarlo desmadejado. Estaba demasiado agotado para luchar por su vida; además, ¿para qué molestarse? Eran los muertos los que robaban la magia, transfundiéndola por alguna razón desconocida. Tembló al recordar la sensación de aquellos fríos labios pegados en su carne, las voces gritando, suplicando, pidiendo la magia. La habían tomado... y el ingenio de viajar en el tiempo era ahora un batiburrillo de ruedas, engranajes, varillas y relucientes gemas desperdigados sobre la alfombra.

—Como decía —siguió parloteando Tas—, perdida su magia, Beryl no podrá encontrarnos porque no tendrá nada que la guíe hasta nosotros.

Palin levantó la cabeza y miró al kender.

—¿Qué has dicho?

—He dicho un montón de cosas. Que el dragón no va a apoderarse del artilugio y que quizá tampoco nos pille a nosotros porque si la magia ha desaparecido...

—Tal vez tengas razón —musitó Palin.

—¿De verdad? —Tas no salía de su asombro.

—Dame eso —pidió el mago mientras señalaba una de las bolsas del kender. Apropiándose de ella, la volcó y vació el contenido para empezar a meter rápidamente las piezas y fragmentos del artefacto—. Los guardias estarán evacuando a la gente hacia las colinas. Nos confundiremos entre la multitud. ¡No toques eso! —ordenó tajante al tiempo que daba un fuerte manotazo a los pequeños dedos del kender, que se dirigían hacia la cubierta metálica engarzada con gemas—. He de guardar juntas todas las piezas.