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—Sólo quería algo que me recordara a Caramon —explicó Tas, chupándose los nudillos—. Sobre todo porque ahora ya no puedo usar el artefacto para viajar al pasado y llegar a tiempo.

Palin gruñó. Le temblaban las manos y resultaba difícil coger algunas de las piezas más pequeñas con sus dedos deformados.

—No sé por qué quieres ese viejo trasto, en cualquier caso —comentó el kender—. Dudo que puedas arreglarlo. Ni que pueda arreglarlo nadie. Parece estar destrozado.

—Dijiste que habías decidido usarlo para regresar al pasado —instó Palin a la par que le lanzaba una mirada torva.

—Eso fue entonces —contestó Tas—. Antes de que las cosas se pusieran realmente interesantes aquí. ¿Qué pasa con Goldmoon, embarcada en la nave sumergible del gnomo? Y ahora el ataque de los dragones. Por no mencionar lo de los muertos —añadió, como una ocurrencia tardía.

—Por lo menos haz algo útil. —A Palin no le gustó que le recordara eso—. Sal al pasillo y entérate de lo que pasa.

Tas obedeció y se encaminó hacia la puerta, aunque no por ello dejó de hablar mirándolo por encima del hombro.

—Te dije que había visto los muertos justo cuando el artefacto se rompió, ¿verdad? Los tenías pegados por todo el cuerpo, como sanguijuelas.

—¿Ves alguno ahora?

—No, ninguno. —Contestó el kender tras mirar en derredor. Y luego añadió servicialmente:— Claro que la magia ha desaparecido, ¿verdad?

—Sí. —Palin cerró la bolsa que contenía las piezas dando un brusco tirón a las cuerdas—. La magia ha desaparecido.

Tas extendía la mano hacia el picaporte cuando alguien llamó a la puerta con fuerza.

—¡Maestro Majere! —llamó una voz—. ¿Estáis ahí?

—¡Estamos los dos! —contestó el kender.

—Beryl y una hueste de Dragones Rojos atacan la Ciudadela —dijo la voz—. ¡Maestro, tenéis que daros prisa!

Palin sabía muy bien que los estaban atacando; esperaba morir en cualquier momento. Su mayor deseo era salir corriendo, pero siguió de rodillas y pasando las destrozadas manos sobre la alfombra, queriendo asegurarse de no haber pasado por alto ni la más diminuta gema ni el más pequeño mecanismo del ingenio para viajar en el tiempo.

No encontró nada y se puso de pie al mismo tiempo que lady Camilla, cabecilla de los Caballeros de Solamnia destacados en Sancrist, entraba en la habitación. Era una guerrera experimentada, con la calma de los veteranos, la mente lúcida y una actitud práctica. Su tarea no era combatir contra dragones; podía confiar en sus soldados de la fortaleza para que se encargaran de ello. Su obligación era evacuar de la Ciudadela a tanta gente como fuera posible. Como casi todos los solámnicos, lady Camilla albergaba un gran recelo por los magos, y miró a Palin con expresión sombría, como si no descartara que estuviera aliado con los reptiles.

—Maestro Majere, alguien dijo que creía que seguíais aquí. ¿Sabéis lo que está ocurriendo ahí fuera?

Palin miró a través de la ventana. Los dragones volaban en círculo sobre ellos, y sus alas proyectaban sombras sobre la superficie del mar calmo, oleoso.

—Difícilmente podría pasarlo por alto —respondió fríamente. Tampoco a él le caía bien la guerrera.

—¿Qué habéis estado haciendo? —demandó, enfadada, lady Camilla—. ¡Necesito vuestra ayuda! Esperaba encontraros trabajando con vuestra magia para luchar contra esos monstruos, pero uno de los guardias dijo que seguíais en vuestra habitación. No podía creerlo, pero aquí estáis, jugando con una... ¡una baratija!

Palin se preguntó qué diría lady Camilla si supiera que la razón de que los dragones estuvieran atacando era intentar apoderarse de la «baratija».

—Ya nos marchábamos —manifestó, alargando la mano para agarrar al excitado kender—. Vamos, Tas.

—Es cierto, lady Camilla —intervino Tasslehoff al advertir el escepticismo de la dama guerrera—. Nos marchábamos, íbamos a Solace, pero el ingenio mágico que pensábamos utilizar para escapar se rompió...

—Cállate, Tas. —Palin lo empujó hacia la puerta.

—¡Escapar! —repitió lady Camilla, cuya voz temblaba de ira—. ¿Pensabais huir y dejarnos a los demás abandonados a nuestra suerte? No puedo creer semejante cobardía. Ni siquiera de un hechicero.

Palin mantuvo fuertemente agarrado a Tasslehoff por el hombro y lo empujó sin contemplaciones pasillo adelante, en dirección a la escalera.

—El kender dice la verdad, lady Camilla —replicó con tono cáustico—. Planeábamos escapar. Algo que cualquier persona sensata haría en la actual situación, ya fuese mago o caballero. Pero resulta que no podemos, que nos hemos quedado atascados aquí con todos vosotros. Nos dirigiremos a las colinas con los demás. O hacia nuestra muerte, dependiendo de lo que decidan los dragones. ¡Muévete, Tas! ¡No es momento para charlas!

—Pero vuestra magia... —insistió la guerrera.

Palin se volvió bruscamente hacia la mujer.

—¡No tengo magia! —bramó—. Mi poder para combatir a esos monstruos no es mayor que el de este kender. Menos quizá, ya que su cuerpo está sano, mientras que el mío está destrozado.

La contempló ferozmente y ella hizo otro tanto, con el semblante pálido e impasible. Llegaron a la escalera que descendía en espiral por los distintos niveles del Liceo, una escalera que había estado abarrotada de gente pero que entonces se encontraba vacía. Los residentes del edificio se habían unido a la muchedumbre que huía de los dragones, esperando encontrar refugio en las colinas. Palin veía el río de gente dirigiéndose al interior de la isla; si los dragones atacaban y los Rojos descargaban sus alientos llameantes sobre aquella aterrada multitud, la carnicería sería espantosa. Sin embargo, los reptiles continuaban volando en círculo sobre ellos, observando, esperando.

Él sabía muy bien por qué esperaban. Beryl intentaba percibir la magia del artefacto, para saber cuál de aquellas insignificantes criaturas que huían de ella transportaba el valioso objeto. Por eso no había dado a sus secuaces la orden de matar. Todavía no. Y así se condenara él si le revelaba tal cosa a la dama solámnica. Probablemente le entregaría a la Verde.

—Supongo que tenéis obligaciones en otra parte, lady Camilla —dijo Palin mientras le daba la espalda—. No os preocupéis por nosotros.

—Creedme. ¡No me preocuparé! —replicó la mujer.

Apartándolo de un empujón, bajó corriendo la escalera en medio del tintineo de la armadura y el golpeteo metálico de la espada contra la pierna.

—Deprisa —ordenó Palin al kender—. Nos confundiremos con la multitud.

Se recogió los vuelos de la túnica y descendió por la escalera a todo correr. Tas lo seguía, disfrutando de la conmoción como sólo un kender podría hacerlo. Los dos salieron del edificio; fueron los últimos en abandonarlo. Justo cuando Palin se detenía un momento en el umbral para recobrar el aliento y decidir qué dirección era mejor tomar, uno de los Dragones Rojos realizó una zambullida. La gente se echó al suelo, gritando. Palin retrocedió y se pegó contra la pared de cristal del Liceo, arrastrando consigo a Tas. El reptil pasó volando con lentos aleteos, sin hacer nada aparte de provocar que muchos salieran corriendo despavoridos.

Pensando que el dragón podría haberlo visto, el mago escudriñó el cielo, temiendo que el reptil se dispusiera a hacer otra pasada. Lo que vislumbró lo dejó estupefacto.

Grandes figuras, como aves enormes, llenaban el cielo. Al principio creyó que eran aves, pero entonces vio que la luz del sol arrancaba destellos en metal.

—En nombre del Abismo, ¿qué es eso? —se preguntó.