La cubierta metálica cayó a sus pies, y los draconianos recularon al tiempo que alzaban los brazos para cubrirse la cara, esperando que el artefacto explotara.
La cubierta rodó por el suelo, se tambaleó y cayó. Algunos draconianos empezaron a reír.
La pieza comenzó a brillar y emitió una onda de cegadora luz azul que golpeó a Palin en el pecho.
El impacto de la sacudida fue tan fuerte que el corazón casi se le paró; durante un espantoso instante Palin temió que el ingenio lo estuviera castigando, vengándose de él. Entonces sintió su cuerpo henchido de poder. La magia, la antigua magia, ardió en su interior, bulló en su sangre, embriagadora, estimulante. La magia cantó en su alma e hizo que su cuerpo se estremeciera. Pronunció las palabras de un conjuro, el primero que le vino a la mente, y se maravilló porque todavía las recordaba.
Sin embargo, después de todo, no era tan extraño. ¿Acaso no las había repetido una y otra vez para sus adentros, en una letanía doliente, durante todos esos años interminables?
De sus dedos salieron despedidas bolas de fuego que alcanzaron a los draconianos. El fuego mágico ardió con tal intensidad que los hombres-lagarto estallaron en llamas, cual antorchas vivas. Las abrasadoras llamaradas los consumieron de inmediato, reduciéndolos a un montón informe de carne chamuscada, armaduras derretidas y huesos humeantes.
—¡Lo conseguiste! —exclamó alegremente Tas—. Funcionó.
Arredrados por el espantoso fin de sus compañeros, los otros draconianos miraron a Palin con odio pero también con un nuevo y cauteloso respeto.
—¿Vas a huir ahora o no? —gritó Palin, exasperado.
—¿Vienes tú? —inquirió Tas, aupándose sobre las puntas de los pies.
—¡Sí, maldita sea! ¡Sí! —le aseguró el mago, y Tas echó a correr.
Palin fue tras él. Era un hombre de mediana edad, entrado en canas, que antaño había estado en buena forma, pero que no había hecho un esfuerzo físico tan intenso desde hacía mucho tiempo. Además, la ejecución del conjuro lo había agotado y ya sentía cómo se debilitaba; no podría mantener ese paso mucho tiempo.
A su espalda oyó a un oficial gritando órdenes, furioso. Palin miró hacia atrás y vio que los draconianos los perseguían de nuevo, arrancando el césped con sus patas garrudas y lanzando pegotes de barro al aire. Se ayudaron con las alas para acelerar su carrera, de manera que se elevaron sobre el suelo, deslizándose sobre él a una velocidad que ni el maduro Palin ni el kender, con sus piernas cortas, tenían la menor esperanza de igualar.
El laberinto de setos se encontraba aún a cierta distancia; Palin respiraba entre jadeos, sintiendo pinchazos en el costado y un ardor en los músculos de las piernas. Tas corría animosamente, pero tampoco era ya un kender joven, y trastabillaba y jadeaba. Los draconianos les iban ganando terreno.
Palin se detuvo y se volvió de nuevo hacia sus enemigos para hacerles frente. Buscó la magia, y la sintió como un chorrillo frío, no como un torrente arrollador. Metió la mano en la bolsa y agarró otra pieza del ingenio de viajar en el tiempo, la cadena que se suponía debía enrollarse dentro del artefacto. Gritando palabras que tenían más de desafío que de magia, Palin arrojó la cadena a los draconianos de alas batientes.
La cadena se transformó, creciendo, alargándose, expandiéndose hasta que los eslabones fueron tan gruesos y fuertes como los del ancla de un gran barco. La inmensa cadena golpeó a los draconianos en el estómago y luego, retorciéndose como una serpiente de hierro, se enroscó una y otra vez en torno a los perseguidores. Los eslabones se apretaron, sujetando prietamente a los monstruos.
Palin no podía perder tiempo en maravillarse. Cogió a Tas de la mano y se volvió para reanudar la frenética carrera hacia el laberinto de setos. Por el momento, la persecución había cesado. Envueltos en la cadena, los draconianos aullaban de dolor y se debatían desesperadamente para escapar de los estranguladores anillos de hierro, y los otros no se atrevían a ir tras él.
Palin se sintió exultante, pensando que había derrotado a sus enemigos; entonces captó un movimiento con el rabillo del ojo. Su euforia se evaporó al comprender por qué los draconianos no los perseguían. No le tenían miedo; simplemente dejaban la tarea de capturarlo a los refuerzos, que corrían para cortarles el paso por delante.
Un escuadrón de quince draconianos tomó posiciones entre el laberinto de setos y Tas y él.
—Espero... que queden... más piezas del ingenio... —jadeó el kender con el poco resuello que le quedaba para hablar.
Palin rebuscó en la bolsa. Su mano se cerró sobre un puñado de gemas que en su momento habían adornado el artefacto. Imaginó el ingenio intacto de nuevo, su belleza, su poder. El corazón del mago casi rehusó hacerlo, pero la vacilación sólo duró un instante. Palin arrojó las gemas a los draconianos.
Zafiros, rubíes, esmeraldas y diamantes centellearon en el aire como una lluvia sobre las cabezas de los estupefactos draconianos y cayeron al suelo como arena lanzada por niños que juegan a hacer magia. Las gemas brillaban a la luz del sol; unos pocos draconianos rieron con gozo y se inclinaron para recogerlas.
Las piedras preciosas explotaron, formando una espesa nube de reluciente polvo que envolvió a los hombres-lagarto. Los gritos de alegría se transformaron en maldiciones y chillidos de dolor cuando el arenoso polvillo entró en los ojos de los que se habían agachado. Algunos tenían la boca abierta, y el polvo se metió en sus hocicos, ahogándolos. También penetró entre las escamas, obligándolos a rascarse al tiempo que aullaban.
Mientras los draconianos trastabillaban y chocaban unos contra otros o rodaban por el suelo o se esforzaban por respirar, Palin y Tasslehoff los sobrepasaron dando un rodeo. Otra corta carrera los condujo al interior del laberinto de setos.
Éste había sido construido por moldeadores de árboles qualinestis, como regalo de Laurana. El laberinto estaba diseñado para ofrecer un hermoso y tranquilo retiro a quienes entrasen en él, un lugar donde poder hablar, descansar, meditar, estudiar. Al ser una frondosa representación vegetal del alma humana, no podían trazarse mapas del laberinto, como descubrió para su inmensa frustración el gnomo, Acertijo. Los que recorrían satisfactoriamente el laberinto de sus propios corazones llegaban por fin a la Escalera de Plata, localizada en el centro del laberinto, la culminación del viaje espiritual.
Palin no albergaba muchas esperanzas de perder a los draconianos en el laberinto, pero sí confiaba en que la propia magia del lugar los protegiese a Tas y a él, quizás ocultándolos a los ojos de los monstruos. Esa esperanza iba a ser puesta a prueba. Más draconianos se habían sumado a la persecución, azuzados ahora por la rabia y el deseo de venganza.
—Para un momento —le dijo a Tas, al que ni siquiera le quedaba aliento para hablar, de manera que asintió con la cabeza y aspiró profundamente.
Los dos habían llegado al primer recodo del laberinto; no tenía sentido adentrarse más en él hasta comprobar si los draconianos iban tras ellos o no. Se volvió para observar.
Los primeros draconianos entraron en tropel y casi de inmediato se frenaron. Las ramas se extendieron desde ambos lados del camino y del suelo brotaron tallos. La vegetación creció a una velocidad asombrosa y, en cuestión de segundos, el camino por el que Palin y Tas habían pasado se encontraba obstruido con setos tan densos que el mago dejó de ver a los draconianos.
Palin soltó un suspiro de alivio. No se había equivocado; la magia del laberinto cerraba el paso a los que entraban con un propósito perverso. Lo asaltó el momentáneo temor de que los hombres-lagarto utilizaran las alas para elevarse sobre el laberinto pero, en el mismo momento que levantaba la vista, unas enredaderas se entrelazaron por encima del camino, formando un dosel que los ocultaría. Por el momento, Tas y él estaban a salvo.
—¡Uf, nos salvamos por los pelos! —comentó alegremente el kender—. Por un momento pensé que éramos hombres muertos. Realmente eres un buen hechicero, Palin. Vi a Raistlin realizar montones de conjuros, pero nunca uno que friese a los draconianos como lonchas de tocino, aunque en una ocasión lo vi convocar a la gran oruga Catyrpelius. ¿Sabes esa historia? Verás, Raistlin...