Выбрать главу

Un estruendo y un chorro de fuego interrumpieron el relato del kender. Los arbustos que acababan de crecer para cerrar el paso a los draconianos estallaron en una violenta llamarada naranja.

—¡Los dragones! —exclamó Palin, maldiciendo amargamente, antes de que el intenso calor le quemara los pulmones, haciéndolo toser—. Van a intentar obligarnos a salir ahogándonos con humo.

En su entusiasmo por haber derrotado a los draconianos se había olvidado de los grandes reptiles. El laberinto de setos podía aguantar casi cualquier ataque pero, al parecer, no era inmune al fuego de los dragones. Otro Rojo descargó su abrasador aliento sobre el laberinto; las llamas chisporrotearon y el humo llenó el aire. La salida estaba obstruida por un muro de fuego, así que no les quedaba más remedio que internarse más en el laberinto.

Palin echó a correr camino adelante, giró a la derecha y se detuvo cuando la pared de seto que había al final del camino estalló en llamas y fuego. Tosiendo y medio asfixiado, Palin se cubrió la boca con la manga y buscó otra salida. Delante los setos se apartaron y se abrió un camino nuevo para dejarlos pasar a Tas y a él. Sólo había recorrido un corto trecho cuando, de nuevo, las llamas les cortaron el paso. Se abrió otro camino nuevo. Aunque el propio laberinto estaba muriendo, buscaba un modo de salvarlos. Palin tenía la impresión de que los estaba conduciendo a un lugar específico, pero no tenía idea de adonde. El humo lo aturdía y lo desorientaba y las fuerzas empezaban a flaquearle. Más que correr, avanzaba a trompicones. La fatiga también se estaba apoderando de Tasslehoff, que respiraba con dificultad y llevaba hundidos los hombros; hasta su copete parecía desfallecido.

El Dragón Rojo que atacaba el laberinto no quería matarlos —de lo contrario, ya lo habría hecho hacía tiempo—, sino que los estaba conduciendo como un perro pastor a las ovejas, valiéndose del fuego para dirigir sus pasos, mordisqueándoles los talones, intentando sacarlos a terreno descubierto. Con todo, el laberinto los empujaba a continuar, abriendo un nuevo camino cuando se obstruía por el que corrían.

El humo giraba en volutas alrededor, de manera que Palin apenas si alcanzaba a ver al kender a pesar de que estaba a su lado. Tosió hasta tener la garganta en carne viva y sentir arcadas. Cada vez que se abría un paseo del laberinto, una bocanada de aire lo aliviaba, pero casi de inmediato se llenaba de humo y de olor a azufre. Siguieron a trancas y barrancas, tropezando a cada paso.

Un muro de llamas estalló frente a ellos. Palin retrocedió y miró hacia la izquierda, frenético, pero sólo vio otro muro de fuego. Giró a la derecha, y los setos chisporrotearon al incendiarse. El calor le quemaba los pulmones; no podía respirar. Los ojos le escocían con el humo.

—¡Palin, la escalera! —señaló Tas.

El mago se limpió las lágrimas y vio unos peldaños de plata que ascendían en espiral, desapareciendo en el humo.

—¡Subamos! —instó el kender.

—No servirá de nada —dijo Palin al tiempo que sacudía la cabeza—. La escalera no conduce a ninguna parte, Tas —añadió con voz ronca, sintiendo la garganta en carne viva, sangrando, cuando sufrió otro acceso de tos.

—Pues claro que sí —argumentó Tas—. No sé exactamente dónde, pero trepé la última vez que estuve aquí, cuando decidí que debía regresar y dejar que el gigante me aplastara. Una decisión que he reconsiderado desde entonces —se apresuró a añadir—. En fin, que vi... ¡Oh, mira! ¡Ahí está Caramon! ¡Hola, Caramon!

Palin alzó la cabeza y escudriñó a través del humo. Estaba débil y mareado, y cuando vio a su padre, de pie en lo alto de la Escalera de Plata, no le extrañó. Caramon había acudido junto a su hijo en otra ocasión, en la Ciudadela de la Luz, para advertirle que no mandase a Tas al pasado para que muriera. Caramon tenía ahora el mismo aspecto que antes de morir, viejo pero todavía fuerte como un roble. Sin embargo, el rostro de su padre era distinto. El semblante de Caramon siempre había tenido la risa o la sonrisa pronta. Los ojos que habían contemplado tanta pena, que habían conocido tanto dolor, siempre habían conservado el brillo de la esperanza. Caramon había cambiado; sus ojos eran diferentes, como perdidos, buscando algo.

Tasslehoff ya subía los peldaños, sin dejar de parlotear animadamente con Caramon, que no decía una palabra. Tras subir unos pocos peldaños, el kender ya se encontraba cerca de la parte alta. Sin embargo, cuando Palin puso el pie en el primer escalón de plata, miró hacia arriba y vio que la escalera no parecía tener fin. No tenía fuerza para subir tantos peldaños, y temía quedarse atrás. En cuanto plantó el pie en ella, le llegó una bocanada de aire fresco, que el mago inhaló con ansiedad. Alzó la cabeza y contempló el cielo azul allá arriba. Inhaló de nuevo el aire fresco y empezó a subir. Ahora la distancia parecía más corta.

Caramon estaba al final, esperando pacientemente. Alzó una mano fantasmagórica y les hizo señas, llamándolos.

Tasslehoff llegó al último peldaño y comprobó que, como Palin había dicho, la Escalera de Plata no conducía a ninguna parte. Terminaba bruscamente, y el siguiente paso lo llevaría al borde y al vacío. Allá abajo, muy, muy abajo, el feo humo negro del moribundo laberinto giraba como las aguas de un remolino.

—¿Qué hago ahora, Caramon? —gritó Tas.

Palin no oyó respuesta alguna, pero el kender sí, al parecer.

—¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Volaré como los draconianos!

Palin gritó aterrado. Se estiró hacia arriba, en un intento de agarrar los faldones de la camisa del kender, pero falló.

Con un chillido de gozo, Tasslehoff extendió los brazos como las alas de un pájaro y saltó desde el borde de la escalera. Cayó a plomo y desapareció en el humo.

Palin se asió a la escalera; en su desesperado intento de agarrar a Tas casi había perdido el equilibrio. Con el corazón en un puño, esperó escuchar el grito de muerte del kender, pero lo único que oyó fue el chisporroteo de las llamas y los bramidos de los dragones.

El mago contempló el arremolinado humo y se estremeció; luego alzó la vista hacia su padre, pero Caramon ya no estaba allí. En su lugar, había un Dragón Rojo volando. Sus alas tapaban el trozo de cielo azul. El reptil extendió una pata, en un intento de coger a Palin con la garra para arrancarlo de la escalera y meterlo de nuevo en una celda. El mago estaba cansado, harto de tener miedo. Sólo deseaba descansar y librarse del miedo para siempre.

Sabía dónde conducía la Escalera de Plata.

A la muerte.

Caramon estaba muerto, y su hijo no tardaría en reunirse con él.

—Por fin —dijo Palin tranquilamente—. Nunca jamás volveré a estar prisionero.

Saltó de la escalera... y cayó pesadamente, de costado, sobre un suelo de piedra.

Al no haber esperado ese aterrizaje, Palin no hizo intención de frenar la caída; rodó sobre sí mismo, dando tumbos, y chocó violentamente contra una pared de piedra. Conmocionado por el impacto, confuso y aturdido, yació mirando al techo, parpadeando y maravillándose de seguir vivo.

Tasslehoff se inclinó sobre él.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, pero no esperó a que le contestara—. ¡Mira, Palin! ¿No es maravilloso? ¡Me dijiste que encontrara a Dalamar y lo he hecho! ¡Está aquí mismo! Pero ya no veo a Caramon por ninguna parte.

Palin se incorporó con cuidado para sentarse. Estaba maltrecho y lleno de moretones, le dolía la garganta, y los pulmones le sonaban como si siguiesen llenos de humo, pero no sentía dolores fuertes, no oía el roce rechinante de huesos rotos. La estupefacción y conmoción al ver al elfo consiguieron que olvidara los pequeños dolores. La impresión no sólo se debía a tener delante a Dalamar, a quien no se había visto en el mundo desde hacía décadas, sino a cómo había cambiado.