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Los longevos elfos no parecían envejecer a los ojos de los humanos. Dalamar era un elfo en la flor de la madurez, y debería tener él mismo aspecto que cuando Palin lo vio por última vez hacía casi cuarenta años. Pero no era así. Tan drástico era el cambio que Palin no estaba completamente convencido de que esa aparición fuese Dalamar, y no otro fantasma.

El largo cabello del elfo, antaño tan negro como ala de cuervo, tenía muchas hebras grises. Su rostro, aunque todavía de rasgos elegantes y hermosas proporciones, estaba consumido. La pálida piel aparecía atirantada sobre los huesos del cráneo, dándole el aspecto de una talla de marfil. La nariz aquilina se marcaba muy afilada, y la barbilla, picuda. La túnica le colgaba suelta sobre el cuerpo descarnado. Sus manos elegantes, de largos dedos, estaban huesudas y excoriadas, con los nudillos enrojecidos y prominentes, mientras las venas trazaban un mapa azul de enfermedad y desesperanza.

Palin siempre había admirado a Dalamar, le había caído bien, aunque no sabría decir por qué. Sus filosofías no se parecían en lo más remoto. Dalamar había sido un servidor de Nuitari, el dios de la luna negra y de la magia oscura, mientras que él había servido a Solinari, dios de la luna blanca y de la magia de la luz. Ambos quedaron deshechos cuando los dioses de la magia partieron, llevándose la magia con ellos. Palin había recorrido el mundo para encontrar lo que dio en llamarse la magia «primigenia», mientras que Dalamar se había apartado de los otros magos, retirándose del mundo. Había ido a buscar la magia en lugares oscuros.

—¿Estás herido? —preguntó el elfo. Parecía enfadado, no preocupado por el bienestar de Palin, sino sólo de que Palin pudiera necesitar alguna clase de atención, un esfuerzo de poder por su parte.

Palin se puso de pie con esfuerzo. Hablar le resultaba doloroso; la garganta le dolía terriblemente.

—Me encuentro bien —contestó con voz rasposa, sin dejar de observar al elfo como éste lo observaba a él, cautelosa, desconfiadamente—. Gracias por ayudarnos...

Dalamar lo interrumpió con un ademán brusco de su pálida mano; tenía la piel tan blanca que, en contraste con la negra túnica, la extremidad parecía incorpórea.

—Hice lo que tenía que hacer, considerando el desastre que has organizado. —La pálida mano se adelantó rápidamente y agarró a Tas por el cuello de la camisa—. Ven conmigo, kender.

—Estaré encantado de acompañarte, Dalamar. Por cierto, soy yo realmente, Tasslehoff Burrfoot, así que no tienes que seguir llamándome «kender» en ese tono desagradable. Me alegro mucho de volver a verte, a pesar de que me estás pellizcando. De hecho, me estás haciendo un poco de daño...

—En silencio —ordenó Dalamar, que dio un experto giro al cuello de la camisa, consiguiendo que Tas obedeciera la orden al quedarse medio asfixiado. Arrastrando consigo al forcejeante kender, cruzó el pequeño y estrecho cuarto hacia una pesada puerta de madera. Hizo un gesto con la mano, y la hoja se abrió sin hacer ruido.

Sin aflojar los dedos con los que sujetaba a Tas, Dalamar se volvió en el umbral para mirar a Palin.

—Tienes mucho por lo que responder, Majere.

—¡Espera! —llamó con voz enronquecida Palin, estrechando los ojos al sentir el dolor de garganta—. ¿Dónde está mi padre? Lo vi.

—¿Dónde? —inquirió Dalamar, fruncido el entrecejo.

—En lo alto de la Escalera de Plata —respondió Tas motu propio—. Los dos lo vimos.

—No tengo ni idea. Yo no lo envié, si es eso lo que estás pensando —contestó el elfo oscuro—. Aunque aprecio su ayuda.

Salió y la puerta se cerró de golpe tras él. Alarmado, presa del pánico, sintiendo que empezaba a ahogarse, Palin se lanzó hacia la puerta.

—¡Dalamar! —gritó mientras golpeaba la hoja de madera—. ¡No me dejes aquí!

El elfo habló, pero sólo para pronunciar palabras de magia. Palin reconoció el conjuro: un cerrojo de hechicero.

Falto de fuerzas, se deslizó contra la puerta y se dejó caer al frío suelo de piedra.

Estaba prisionero.

3

Al salir el sol

En la oscura hora que precede al alba, Gilthas, el rey de Qualinesti, se encontraba en el balcón de su palacio. O, más bien, su cuerpo se encontraba en el balcón, porque su alma deambulaba por la silenciosa ciudad, calle por calle, parándose en cada puerta, mirando a través de cada ventana. Su alma vio una pareja de recién casados, dormida, enlazada en un estrecho abrazo. Su alma vio a una madre sentada en una mecedora, acunando al bebé dormido con un suave balanceo. Su alma vio a dos hermanos elfos compartiendo la cama con un enorme sabueso. Los dos chiquillos dormían con los brazos echados sobre el cuello del perro, los tres soñando que jugaban a «te pillé» en un prado soleado. Su alma vio a un elfo anciano que dormía en la misma casa en la que había dormido su padre y antes su abuelo. Encima del lecho había un retrato de la esposa ya muerta. En la habitación contigua estaba el hijo que heredaría la casa, con su esposa al lado.

«Dormid hasta tarde —susurró el alma de Gilthas a todos los que tocó—. No despertéis temprano, porque cuando lo hagáis no será para empezar un nuevo día, sino el final de todos los días. El sol que veis en el cielo no es el sol naciente, sino un sol que se pone. El día será noche, y la noche, la oscuridad de la desesperación. Pero, por el momento, dormid en paz. Dejad que yo guarde ese sosiego mientras pueda.»

—Majestad —dijo una voz.

La aurora. Y con ella, la muerte. Gilthas se volvió.

—Gobernador Medan —saludó con un leve dejo de frialdad en el tono. Su mirada fue del cabecilla de los Caballeros de Neraka a la persona que se encontraba junto a él, su sirviente de confianza—. Planchet. Según parece, ambos traéis noticias. Oiré primero las vuestras, gobernador Medan.

Alexius Medan era un humano bien entrado en la madurez, y aunque inclinó la cabeza con deferencia ante el rey, él era el verdadero dirigente de Qualinesti, como lo había sido desde que los Caballeros de Neraka tomaron el reino durante la Guerra de Caos. A Gilthas se lo conocía en todo el mundo como «el rey títere». Los caballeros negros habían dejado en el trono al joven y aparentemente débil y enfermizo monarca a fin de aplacar al pueblo elfo y dar la falsa impresión de que el control estaba en manos elfas. En realidad era el gobernador Medan quien manejaba los hilos que movían los brazos del títere Gilthas, y el senador Palthainon, un poderoso miembro del Thalas-Enthia, quien tocaba el son con el que bailaba la marioneta.

Pero como el gobernador había descubierto el día anterior, había sido engañado. Gilthas no era un títere, sino un actor consumado. Había interpretado el papel de monarca débil y vacilante a fin de enmascarar su verdadero personaje, el de cabecilla del movimiento de resistencia elfa. Gilthas había embaucado completamente a Medan. El rey títere había cortado las cuerdas y bailaba al son tocado por su propia majestad.

—Os marchasteis después del anochecer y habéis estado ausente toda la noche, gobernador —comentó Gilthas, que miraba al hombre con suspicacia—. ¿Dónde habéis estado?

—En mi cuartel general, majestad, como os dije antes de irme —contestó Medan.

Era alto y fornido. A pesar de su edad —o quizá por ello— se ejercitaba para mantenerse en plena forma. Sus ojos grises contrastaban con el cabello y las cejas oscuros, y le daban una expresión circunspecta que ni siquiera se suavizaba cuando sonreía. Tenía la tez muy curtida. Había sido jinete de dragón en sus años mozos.

Gilthas lanzó una fugaz ojeada a Planchet, que respondió con una discreta y ligerísima inclinación de cabeza. Tanto la mirada como el cabeceo no pasaron inadvertidos a Medan, que parecía más serio que nunca.

—Majestad, no os culpo por no confiar en mí. Siempre se ha dicho que los reyes no pueden permitirse el lujo de confiar en nadie... —empezó el gobernador.