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– ¿Fue así cómo saliste? -indagó Eric.

– Sí -respondió Ludwig-. Un buen día decidieron que ya debía de estar lo suficientemente escarmentado y me pusieron en libertad, pero antes… pero antes sucedió algo que debo contarte.

– Quizá podrías hacerlo otro día -dijo el muchacho, preocupado por el aspecto cada vez peor del antiguo periodista.

– Una mañana -continuó Ludwig, desoyendo por segunda vez las palabras de Eric-, corrió la voz de que iba a llegar al campo un nuevo convoy de reclusos. Al parecer, las SS habían llevado a cabo una redada más en Viena y detenido a la gente por millares. ¡Pobre Viena! ¡No menos de cincuenta mil personas fueron encarceladas allí por los nacional-socialistas! El rumor era cierto, y aquella tarde comenzaron a descender de los transportes por centenares, sin que para ellos hubiera techo, ni uniformes ni comida. Entonces comenzó a llover.

– ¡Dios santo! -musitó Eric.

– Creo que aquella fue la única jornada de las que pasé en el campo en que me sentí dichoso -dijo Ludwig-. Al final de un día agotador, tenía frío y hambre, pero la lluvia se estrellaba contra el tejado. Aquellos desdichados, sin embargo, se vieron obligados a tumbarse a la intemperie, y a la mañana siguiente no eran más que figuras empapadas de barro hasta la raíz del cabello.

El periodista se llevó el vaso de agua a los labios, pero reparó en que estaba vacío y lo dejó sobre la mesa.

– Disculpe -exclamó Eric, apresurándose a llenarlo nuevamente.

Bebió Ludwig la mitad del vaso de manera golosa y se limpió los labios con el dorso de la mano.

– Al día siguiente, chorreando agua y lodo, los pusieron a trabajar. Por una vez, los SS parecieron olvidamos y se dedicaron a hostigarlos, a insultarlos, a golpearlos. Llevábamos trabajando un par de horas, cuando a unos metros por delante de mí cayó uno de los recién llegados. Era, me parece estar viéndolo ahora mismo, un hombre enclenque, delgado, que posiblemente tendría más de sesenta años. La piedra que llevaba le había resultado demasiado pesada y, en un intento vano por sujetarla, había resbalado por aquellos malditos escalones. Por supuesto, nadie de entre los presos veteranos nos movimos para echar una mano a aquel infeliz. Sabíamos de sobra que una muestra de compasión así sólo podía servir para que los SS nos dieran una buena tunda. Entonces… entonces…

Ludwig calló y se pasó la temblorosa mano por la frente, como si así pudiera borrar el terrible recuerdo que le aquejaba. Sin embargo, deseaba acabar su relato. Respiró hondo un par de veces, como si le faltara el resuello y dijo:

– Fue como una centella, Eric. A mi lado pasó uno de aquellos sujetos empapados de barro y agua, subió con dificultad los escalones y llegó hasta donde se encontraba el anciano. Se detuvo entonces y, agarrándole de los brazos, le ayudó a ponerse en pie. Luego recogió la piedra y se la colocó en las manos con la misma delicadeza que si hubiera sujetado un objeto sagrado. Tuvo suerte, porque ningún SS pareció ver lo sucedido. Entonces se dio la vuelta y comenzó a descender la escalera para volver a su puesto. Apenas se hallaba a medio metro de mí cuando pude distinguir su rostro. Llevaba el cabello sucio, como la cara, el cuerpo y las manos, pero lo reconocí inmediatamente, Eric. Aquel hombre era Karl Lebendig.

XXIV

– No dije una sola palabra. Si lo hubiera hecho, se habría detenido con toda seguridad a saludarme y aquello habría significado tentar en exceso a la suerte. Esperé, por tanto, a que llegara la hora del rancho y entonces me acerqué a él. Deseaba saber, por supuesto, cómo le habían detenido, pero, sobre todo, quería informarle de ese código no escrito que rige en los campos de concentración y cuyo desconocimiento puede significar la muerte.

– ¿Cómo consiguieron atraparle? -interrumpió Eric.

– En realidad, lo que habría que preguntarse es cómo tardaron tanto en detenerle -respondió Ludwig-. Mientras caían millares de personas en manos de las SS, mientras quemaban sus libros en hogueras encendidas en medio de las calles, Karl se iba convirtiendo en una leyenda. Todos eran conscientes de que seguía en Viena, pero nadie sabía dónde. En realidad, lo que salvó a Karl durante meses fue el amor.

– ¿Qué quiere decir? -indagó intrigado Eric.

– Cuando los nacional-socialistas se apoderaron de Austria, no fueron pocos los que decidieron escaparse. Karl tendría que haberlo hecho desde el primer momento, pero decidió quedarse porque Tanya, según me contó entonces, se estaba muriendo.

– Sí, ya lo sabía.

– Vendió todo lo que tenía y decidió invertir ese dinero en comprar medicinas y comida y en alquilar un apartamento donde ocuparse de ella y donde, además, tardaran en descubrirlo. Comportarse así equivalía a firmar su sentencia de muerte, pero no creo que tuviera ningún interés en seguir viviendo sin Tanya.

– Seguramente -concedió Eric.

– La mujer aún sobrevivió casi tres meses -continuó Ludwig-. Por lo que Karl me contó, en sus últimas semanas no podía levantarse del lecho y, ya al final, en algunas ocasiones, ni siquiera le reconocía. En realidad, se había convertido en un verdadero esqueleto, pero, según me dijo Karl emocionado, era un «esqueleto bellísimo», junto al que pasaba todo el día, recitándole las poesías que le había escrito en el pasado y susurrándole canciones de amor.

– ¿Sufrió mucho al morir?

– Por lo visto, hacía un par de días que no podía comer y sólo toleraba algunos líquidos -respondió Ludwig-. Karl le acababa de dar un zumo y luego la abrazó. Pesaba ya tan poco que casi parecía una niña, me dijo. Entonces comenzó a entonar una canción en la que el enamorado pedía a su amada que tomara su corazón y su vida. Cuando concluyó, se dio cuenta de que Tanya había muerto.

– Así que consiguió engañarla… -pensó en voz alta Eric.

– No -negó Ludwig-. Nunca la engañó. En realidad, fue ella la que le engañó a él.

– No entiendo.

– Tanya sabía que se estaba muriendo desde hacía más de un año -dijo el antiguo periodista-. Así se lo habían asegurado dos especialistas de Viena. Llegó incluso a visitar al doctor Freud, por si su dolencia pudiera tener raíces psicológicas y era susceptible de curarse mediante el psicoanálisis…

– ¿Fue ésa la razón de que se marchara del lado de Karl?

– Sospecho que sí -respondió Ludwig-. Seguramente, no deseaba que sufriera viendo cómo se apagaba hasta morir. Le dijo que padecía una indisposición pasajera y que se le curaría pasando un tiempo en un balneario. Por supuesto, Karl quiso acompañarla, pero Tanya no se lo permitió.

– ¿Y él ya sabía que estaba enferma?

– No en esa época. Por un tiempo, pensó que la mujer había dejado de amarle y que tan sólo deseaba librarse de él. Se atormentaba diciéndose que su desorden y sus manías la habían alejado de su lado. Naturalmente, cuando regresó a Viena se volvió loco de alegría.

– Y volvió porque lo amaba…

– Sin duda alguna. Imagino que llegó a la conclusión de que no podía vivir, ni morir, sin él. Por supuesto, nada más presentarse en Viena, Karl la llevó a que la examinara un especialista pero, antes, temiéndose lo peor, le suplicó que ocultara a la mujer su situación en caso de ser grave. Se trataba de un antiguo amigo de Karl y aceptó la condición. Lo que ambos ignoraban era que Tanya sabía más que de sobra cuál era su estado. Cuando murió, Karl decidió quemar el contenido de algunas carpetas que ella se había empeñado en conservar. En el interior de una de ellas descubrió los informes médicos que habían entregado a Tanya antes de marcharse de Viena, un año antes. Karl siempre dijo que era la mujer más inteligente del mundo y hay que reconocer que, al menos en esta ocasión, lo demostró de sobrada. Él pensaba que había logrado ocultarle todo, y era ella la que lo había conseguido. Aquella misma tarde, Karl salió del apartamento por primera vez en muchos días. Buscaba una funeraria y se las arregló para que dieran sepultura a Tanya. Naturalmente, ahora ya sabían dónde podían encontrarle y le detuvieron dos días después. Apenas tardaron unas horas en enviarlo a Mauthausen. Habían quemado sus libros en hogueras públicas pero, al parecer, abrigaban la esperanza de ganarlo para su causa.