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La música sonó hasta altas horas de la madrugada, los bailes se prolongaron más allá de lo prudente, pero cuando, alegres por el alcohol y la fiesta, los shastas, los sirvientes del basileion y nosotros nos lanzamos a las calles de Stauros dispuestos a darnos un baño en las aguas del cálido Kolos -Catón se había retirado horas antes a sus habitaciones-, descubrimos que la gente salía de sus casas y se sumaba a la fiesta con un entusiasmo aún mayor que el nuestro. Las luces se encendieron de nuevo y aparecieron niños y malabaristas por todas partes. La hora prima llegó cuando el jolgorio alcanzaba su máximo apogeo, pero la Roca y Khutenptah nos avisaron de que teníamos que partir, que los anuak ya habían llegado y que no podíamos esperar mas.

Nos despedimos de cientos de personas a las que no conocíamos, dimos besos a diestro y siniestro y acabamos sin saber a quién besábamos. Al final, de nuevo Khutenptah y la Roca, con ayuda de Ufa, Mirsgana, Gete, Ahmose y Haidé, nos arrancaron de los brazos de los staurofílakes y nos sacaron de la fiesta.

Todo estaba preparado. Una calesa con nuestras escasas pertenencias nos esperaba en la entrada del basileion. Ufa subió al pescante porque iba a ser nuestro cochero y Farag y yo subimos en la parte de atrás sin soltar las manos del capitán Glauser-Róist.

– Cuídate mucho, Kaspar -le dije tuteándole por primera vez, a punto de soltar las lágrimas-. Ha sido un placer conocerte y trabajar contigo.

– No mientas, doctora -masculló él, ocultando una sonrisa-. Tuvimos muchos problemas al principio, ¿te acuerdas?

De repente, hablando de recuerdos, me vino a la cabeza algo que debía preguntarle. No podía marcharme sin saberlo.

– Kaspar, por cierto -dije nerviosa-, ¿los trajes de la Guardia Suiza los diseñó Miguel Ángel? ¿Qué sabes tú de eso?

Era importante. Se trataba de una vieja e insatisfecha curiosidad que ya no tendría oportunidad de zanjar por mí misma. La Roca soltó una carcajada.

– No los diseñó Miguel Ángel, doctora, ni tampoco Rafael, como alguien ha dicho. Pero éste es uno de los secretos mejor guardados del Vaticano así que no debes ir contando por ahí lo que voy a decirte.

¡Por fin! ¡Tantos años esperando!

– Esos llamativos trajes de ceremonia los diseñó, en realidad, una desconocida sastresa del Vaticano a principios de este siglo, en 1914. El entonces Papa, Benedicto XV, quería que sus soldados llevasen una indumentaria original, así que le pidió a la sastresa que imaginase un nuevo uniforme de gala. La mujer, por lo visto, se inspiró en algunos cuadros de Rafael donde aparecen ropajes de colores llamativos y mangas acuchilladas, muy a la moda en la Francia del siglo XVI.

Me quedé callada unos segundos, impactada por la decepción, mirando al capitán como si acabara de clavarme un puñal.

– Entonces… -vacilé-, ¿no los diseñó Miguel Ángel?

Glauser-Róist volvio a reír.

– No, doctora, no los diseñó Miguel Ángel. Los diseñó una mujer en 1914.

Quizá había bebido demasiado y dormido poco, pero sentí rabia y fruncí el ceño.

– ¡Pues más valía que no me lo hubieras dicho! -exclamé, irritada.

– ¿Y ahora por qué se enfada? -preguntó soprendido Glauser-Róist-. ¡Pero si hace un momento estaba diciéndome que había sido un placer conocerme y trabajar conmigo!

– ¿Sabes cómo te llama en privado, Kaspar? -soltó de pronto Judas-Farag. Le di un pisotón que hubiera hecho temblar a un elefante, pero él ni se inmutó-. Te llama «la Roca».

– ¡Traidor! -exclamé, mirándole hoscamente.

– No importa, doctora -se rió Glauser-Róist-. Yo siempre te he llamado… No, mejor no te lo digo.

– ¡Capitán Glauser-Róist! -exclamé, pero, en ese preciso instante, Ufa alzó las riendas y las dejó caer sobre los cuartos de los caballos. Tuve que sujetarme a Farag para no caer-. ¡Dígamelo! -grité mientras nos alejábamos.

– ¡Adiós, Kaspar! -voceó Farag, agitando un brazo en el aire mientras que con el otro me empujaba hacia el asiento.

– ¡Adiós!

– ¡Capitán Glauser-Róist, dígamelo! -seguí gritando inútilmente mientras la calesa se alejaba del basileion. Al final, vencida y humillada, me senté junto a Farag con gesto compungido.

– Tendremos que volver algún día para que lo averigües -me dijo él, consolándome.

– Sí, y para que le mate -afirmé-. Siempre dije que era un tipo muy desagradable. ¿Cómo se habrá atrevido a ponerme un mote…? ¡A mí!

EPÍLOGO

Han pasado cinco años desde nuestra partida de Parádeisos, cinco años durante los cuales -tal y como estaba previsto- fuimos interrogados por las distintas policías de los países por los que habíamos pasado y por los encargados de la seguridad de varias Iglesias cristianas, en especial por el sustituto de la Roca, un tal Gottfried Spitteler, capitán también de la Guardia Suiza, que no se tragó ni una sola palabra de nuestra historia y que acabó convirtiéndose en nuestra sombra. Nos quedamos unos meses en Roma, el tiempo imprescindible para que pusieran fin a la investigación y para que yo ultimara mis asuntos con el Vaticano y con mi Orden. Después viajamos a Palermo y estuvimos con mi familia unos días, pero la cosa no funcionó bien y nos marchamos antes de lo previsto: aunque, en apariencia, todos seguíamos siendo los mismos de antes, el abismo que mediaba ahora entre nosotros era insalvable. Decidí que lo único que podía hacer era alejarme de ellos, situarme a esa distancia de seguridad a partir de la cual dejarían de doler. Tras aquello regresamos a Roma para coger un avión con destino a Egipto. Butros, pese a sus reticencias, nos recibió con los brazos abiertos y, pocos días más tarde, Farag regresó a su trabajo en el Museo Grecorromano de Alejandría. Queríamos llamar la atención lo menos posible, adoptando, como nos habían recomendado los staurofílakes, una vida tranquila y previsible.

Los meses pasaron y, mientras tanto, yo me dediqué a estudiar. Me apropié del despacho de Farag y me puse en contacto con antiguos conocidos y amigos del mundo académico que empezaron a enviarme inmediatamente ofertas de trabajo. Sólo acepté, sin embargo, aquellas investigaciones, publicaciones y estudios que podía llevar a cabo desde casa, desde Alejandría, y que, por tanto, no me obligaban a alejarme de Farag. Empecé a aprender también árabe y copto, y me apasioné por el lenguaje jeroglífico egipcio.

Hemos sido felices aquí desde el principio, completamente felices, y mentiría si dijera lo contrario, pero durante los primeros meses la presencia constante a nuestro alrededor del dichoso Gottfried Spitteler, que dejó Roma tras nosotros y alquiló una casa en el mismísimo distrito de Saba Facna, justo al lado de casa, se convirtió en una auténtica pesadilla. Al cabo de un tiempo, sin embargo, descubrimos que el truco estaba en no hacerle caso, en ignorarle como si fuera invisible, y pronto hará un año que desapareció por completo de nuestras vidas. Debió volver a Roma, a los barracones de la Guardia Suiza, convencido al fin -o no- de que la historia del Oasis de Farafrah era cierta.

Un día, al poco de instalarnos en la calle Moharrem Bey, recibimos una curiosa visita. Se trataba de un comerciante de animales que nos traía un hermoso gato «regalo de la Roca», según rezaba la escueta nota que le acompañaba. Aún no he conseguido comprender por qué Glauser-Róist nos envió este gato de enormes orejas puntiagudas y piel marrón jaspeada de oscuro. El comerciante nos dijo a Farag y a mí, que contemplábamos al animal con ojos aprensivos, que se trataba de un valioso ejemplar de raza abisinia. Desde entonces, este incansable bicho deambula por la casa como si fuera el propietario y ha conquistado el corazón del didáskalos (que no el mío) con sus juegos y sus demandas de afecto. Le pusimos de nombre Roca, en recuerdo de Glauser-Róist y, a veces, entre Tara, la perra de Butros, y Roca, el gato de Farag, tengo la sensación de vivir en un zoológico.