Había recibido una breve nota de Jared Barnow dándole las gracias por haberle dejado estar en la casa de Vermont. No le había contestado. ¿Para qué? Una hospitalidad casual, una breve nota de gratitud, una invitación dada sin importancia, una semipromesa de aceptación… aquello era todo, y no era más que una telaraña.
Tenía que comprenderse pues a si misma. La soledad era inevitable y no podía mitigarse con cualquiera que pasara. Tenía que mantenerse ocupada, primero con la casa. Ahora era sólo suya. Podía cambiarla, mejorarla, renovarla. Después de todo, una casa debería cambiar con las generaciones cambiantes, transformarse en el marco de una nueva personalidad.
¿Nueva personalidad? ¡Ella misma… no otra! Ahora podría ser una persona distinta, alguien a quien no había conocido, menos tímida, menos reservada, más preocupada por su aspecto, por su mente… en resumen, por crecer. A su manera, Arnold había sido un retiro. Al cobijo de su edad superior, de su éxito como famoso abogado, no había sentido más estímulo que el de ser como él quería que fuera, su esposa, la madre de hijos inteligentes y relativamente razonables, anfitriona encantadora, una figura correcta a la manera convencional en la sociedad convencional y correcta de una ciudad antigua y conservadora. Ella misma no había sentido grandes deseos de ser otra cosa, pues Arnold no le había frenado, No se había dado cuenta de tener una ambición incumplida y en conjunto había disfrutado con su estado de ser. Sabía que, a su manera, Arnold la había amado más que ella a él, pero le había amado, sin echar nada en falta, y suponía que la relación entre ambos había sido la corriente entre personas en las mismas circunstancias vitales.
Pero ahora se le ocurría que podía ser una persona totalmente distinta y la curiosidad le iba invadiendo. ¿Suponiendo que llegara a convertirse en alguien totalmente nueva? ¿Suponiendo que empezara a hacer cuanto de verdad quería hacer, decir lo que deseaba decir, ir donde anhelaba ir? Todavía no era capaz de definir tales ansias, pero es que estaba acostumbrada a ser como era. ¿Y si estudiara sus propios deseos tal y como iban apareciendo, se decía a sí misma, dejándoles rienda suelta? De pronto se le ocurrió que en realidad era una reprimida, aunque sin haber tenido conciencia de su represión. La casa, por ejemplo. Si no se le ocurría lo que quería, podía empezar por rechazar lo que no quería.
Recorrió lentamente las vastas habitaciones, mirando cada uno de los objetos, hasta que poco a poco se dio cuenta de que no quería nada. No era en absoluto la idea que ella tenía de una casa para sí. Abuelos y padres la habían levantado, la habían llenado de muebles de su época, valiosos, pesados, inamovibles. Los vendería, no, regalaría toda la casa, la llenaría de huérfanos o ancianos, personas sin hogar a las que cobijaría como le había cobijado a ella.
¿Cómo se libraba uno de un cobijo? ¿Dónde volver a edificar? ¿Y qué debería edificar, qué podría edificar cuando ni siquiera sabía quién era? ¡Ni quién quería ser! Para Edwin era la mujer a quien amaba y por la que, amando, prolongaba su vida. Para Jared Barnow no era nada, apenas una conocida. De pronto recordó su decisión. Haría lo que deseaba hacer… así había decidido. Pero tenía que hacerlo en seguida, antes de que la decisión se desvaneciera según el antiguo hábito protector. Tenía que hacerlo de inmediato. Rápida atravesó tras cuartos y en la antigua biblioteca en sombras se sentó ante el escritorio de caoba de su abuelo y escribió una breve nota.
Querido Jared Barnow:
Mi casa ya no me gusta. Me he cansado de ella. Quiero construir otra nueva. Pero ¿qué? Esta es una ocasión para inventar, ¿no?
Buscó hasta hallar su nota con la dirección. Echaría la carta cuando fuera a comer a casa de Amelia Darwent, al lado. Pero ya en el buzón, con la carta en la mano, cambió de idea. ¿Qué iba a pensar? Metió la carta en el bolso y lo cerró con firmeza.
– Pero ¿por qué construirte otra casa? -preguntó Amelia.
Ambas almorzaban solas en el comedor oval. Amelia, hija única, seguía viviendo en la gran morada que hacía esquina sobre un amplio terreno de la Main Line, en medio de veinte acres, que era lo que quedaba de tres mil acres, cedidos a sus antepasados en tiempos de William Pean como recompensa de favores ya olvidados. Amelia se sentaba delgada y tiesa al extremo ovalado de la mesa, con un atractivo peinado en su cabello plateado que tan bien le sentaba. Rose, la muchacha irlandesa, una Rose ya mayor y reseca les servía.
– Porque quiero librarme de viejos trastos.
– No puedes librarte de una herencia -persistía Amelia. Probó el caldo y miró a Rose con reproche-. ¡No está caliente!
– Si bien recuerda señora, no ha venido cuando he llamado -repuso la mujer con truculencia.
– Oh, bueno…
Amelia alzó la taza y tomó el consomé como si fuera café.
– ¿Qué más?
– Pollito asado, como me ha dicho, señora.
– Póngalo a punto en la mesa, sirva la ensalada y déjenos.
– Sí, señora.
A solas con Amelia, Edith desplegó el plano de una casa, un sitio todavía poco claro en su mente.
– He conocido a un joven…
– Ajá -exclamó Amelia triunfante-. ¡Ya me lo parecía! Pareces diez años más joven. No hay nada tan cosmético para una mujer como un joven, al menos así me han dicho.
– Amelia, eres repulsiva -repuso con severidad.
– Querida, ¿cuándo no hemos sido sinceras? Desde que has vuelto de Vermont has estado más bella que nunca.
– Amelia, ¿quieres callarte?
– ¡Pues no finjas, Edie!
Las dos mujeres se miraron por encima del cuenco de plata lleno de pequeñas rosas de invernadero. Los ojos negros de Amelia reían y Edith apartó su mirada azul.
– No sé por qué te tolero, Amelia Darwent.
– Porque sabes que jamás diré a nadie lo que tú me digas, Edith Chardman.
– No hay nada que decir. -Edith alargó la mano para acariciar una rosa-. No comprendo cómo es que tus rosas siempre son más lucidas que las mías.
– Abono orgánico. ¿Qué tiene que ver el joven con la casa?
– Nada -Edith se sirvió un pollito tomatero.
– Nada -repitió Amelia.
– Sólo que le he pedido sugerencias -se corrigió su amiga-. Pero eso no es nada.
– Entonces no hablemos de él. Hablemos de ti. ¡De ti sí que hay que hablar! Querida, ¿cómo vas a divertirte?
– Edificando la casa, por supuesto.
– Pero, ¿dónde?
– En alguna parte…, junto al mar.
Improvisaba al hablar. No había pensado en una casa junto al mar, pero en el momento de pronunciar las palabras supo que, naturalmente, era lo que había deseado durante años. Incluso se lo había mencionado una vez a Arnold hacía largo tiempo, pero él había rechazado la idea.
– ¡La marea golpeando toda la noche! No podría dormir.
– Tú no podrías dormir, para mí sería canción de cuna.
– Tú duermes en cualquier sitio -le había respondido con una de sus leves sonrisas, nunca desagradable, pero siempre con cierta ironía. Resultaba siempre el macho superior, actitud que ella atribuía a la combinación de elementos ingleses y alemanes en su genealogía, que databan del matrimonio de un antepasado inglés con una Mädchen alemana. El ambiente había desarrollado los ancestrales rasgos. No se había sentido impresionada por los brillantes resultados de ella en su último año en Radcliffe. Y ahora le iba a costar tiempo recuperarse de la presión atmosférica de su matrimonio.
Como si le adivinara el pensamiento, Amelia habló.
– Sabes, siento gran curiosidad por ti, Edith.
– ¿Por qué?
– Arnold te sujetaba con mano tan firme. -Siguió echando sal y pimienta con vigor a la ensalada-. Estaré observándote, con cariño, por supuesto, porque te aprecio muchísimo, para ver cómo floreces. Porque no me cabe duda de que vas a florecer, querida, con tantos rasgos encantadores como tienes. Existen jóvenes que prefieren mujeres de más de cuarenta. ¡Oh, sí, los hay…, no te sorprendas tanto!