…Sería como una semana más tarde cuando el teléfono sonó poco antes de medianoche. Había estado trabajando todo el tiempo desde que acabó su solitaria cena a las ocho, trazando con meticuloso detalle las habitaciones de la casa. Sólo porque iba a vivir allí sin nadie no quería decir que iba a tener pocos cuartos. Nada de eso. Quería que sus intereses estuvieran separados por paredes y espacios, la biblioteca separada del cuarto de música y, sobre todo, deseaba una estancia para meditar, cuyas ventanas semicirculares dieran al mar. No se imaginaba cómo amueblaría dicho cuarto, pero cuando llegara el momento lo sabría… y por supuesto, tenía que haber los habituales cuartos para dormir, comer y servicio, pero el comedor tenía que estar abierto al jardín y el dormitorio abierto a las estrellas.
En medio de su total absorción oyó el apagado sonido del teléfono que llamaba con persistencia. Supuso que seria su hija, quien desde que Arnold muriera tenía la costumbre de llamarle tarde, en la creencia de que su madre llevaba una agitada vida social, cuando la verdad es que vivía como una reclusa, con la excusa de que no se había recuperado de la muerte de su marido. Por eso, preparada para oír la aguda y argentina voz de Millicent, no lo estaba para aquella otra impetuosa de barítono, que al punto reconoció como de Jared Barnow.
– Es tardísimo, te pido perdón, pero mi avioneta está varada, algo no marcha en el motor, y se me acaba de ocurrir que esta ciudad, que siempre ha sido para mí la prolongación del aeropuerto, es en realidad el sitio donde vives. Podría ir a un hotel. Por otro lado…
Se interrumpió expectante y ella cubrió la pausa al punto.
– Pues claro, ven aquí. ¿Has cenado?
– Sí, en otra ciudad. Tengo que estar mañana en Nueva York, pero no quiero ir y dejar atrás el pequeño aparato, por lo menos hasta no saber qué es lo que no funciona. No me gusta que manos extrañas lo manoseen.
– Entonces ven. Toma un taxi y el conductor sabrá la dirección. ¿La tienes?
– ¿Crees que iba a olvidarla? Allí estaré. ¿Seguro que no estabas acostada?
– Aquí estoy, respetablemente vestida y en la biblioteca.
El soltó la carcajada y colgó.
Permaneció pensativa unos momentos. El día había refrescado mucho en aquel engañador tiempo de principios de verano y oyó cómo la lluvia salpicaba las amplias puertas de cristal que llevaban a la terraza de levante. Como de costumbre, el fuego estaba listo en el gran hogar, así que se levantó para tomar una cerilla. No, decidió, no se cambiaría de vestido. Aquél lo había elegido para sí misma, una seda verde, un tejido suave de corte sencillo. Parte de su nueva independencia estaba en elegir prendas para sí misma. A Arnold nunca le había gustado el verde, que era su color favorito, el color de la vida, la primavera, la juventud de espíritu, y el verde manzana del vestido era el preferido entre los muchos matices del verde. Y entonces, para subrayar su nueva indiferencia, como una manifestación de independencia, volvió al escritorio donde el plano de la casa ya iba tomando forma y se puso a trabajar como si él no hubiera llamado.
…Estaba bastante concentrada, pese a una secreta excitación que apenas lograba dominar, así que al cabo de menos de una hora, cuando él apareció en la puerta de la biblioteca donde le había dicho que se hallaba, había olvidado el tiempo transcurrido.
– Qué agradable verte -exclamó él tendiéndole ambas manos para asir las suyas.
– Gracias por acordarte de mi al quedarte en tierra -dijo ella consciente de las manos que le asían con firmeza, de los oscuros ojos que la miraban con calor, de su sonrisa, francamente alegre. Parecía más alto, más joven, más sofisticado de lo que le recordaba con la ropa de esquiar. Se sentía agudamente consciente del brazo que le rodeaba los hombros al dirigirse a las butacas junto al fuego, donde se desasió con suavidad para sentarse y se asombró al notarse incierta sobre su forma de comportarse, confusa a su mero contacto. ¡Qué estúpida, pensaba, como si un gesto tan leve tuviera ningún significado! Se sentó frente a él, incapaz de pensar en nada que decir, así que nada dijo, sino que le sonrió, a lo cual él tomó la palabra.
– Debo decir que este ambiente es muy distinto y que te va muy bien. Me gustan estas antiguas mansiones. Ya no se ven a menudo. ¿Te encuentras sola aquí?
– Tengo bastante que hacer -negó ella con la cabeza.
– Por ejemplo, ¿qué?
Pero no estaba dispuesta a contarle lo de la nueva casa, por lo que replicó con ligereza:
– Oh, música, amistades, libros o… reorganizándome para una nueva vida.
– ¿Nada de causas dignas o cosa parecida?
– Algunas caridades por las que se interesaba mi marido y que a mí no me interesan.
– No te imagino como dispensadora de dádivas, la verdad.
Trató de alejar de sí el tema de conversación y lo consiguió con facilidad, pues él se había quedado mirando las llamas como si por un momento la hubiese olvidado, pero ella no quería ser olvidada.
– Cuéntame qué estás haciendo ahora. Sólo te he visto como esquiador.
– ¿Yo? -volvió al presente-. Bueno, pues he venido a visitar a un tipo que vive no muy lejos de aquí, un científico, otro ingeniero, que sueña con combinar sus disciplinas para enfocarlas en problemas médicos. Los médicos, sobre todo los cirujanos, son extraordinariamente anticuados en asuntos tecnológicos. Siguen utilizando instrumentos anticuados, no te lo creerías… Bien, pues la idea de modernizar los instrumentos de medicina, sobre todo quirúrgicos, gracias a las nuevas técnicas de ingeniería, me fascina. Me atrevo a decir que soy un poco idealista. Me produce satisfacción imaginar que un invento mío puede salvar una vida en vez de aumentar sólo el oro de las arcas de un multimillonario… o hacer saltar en pedazos la otra mitad del mundo.
Edith no estaba preparada para tan súbita inmersión en sus pensamientos y no tenía el menor deseo de fingir que comprendía lo que le estaba diciendo. Su única defensa contra la nueva y poderosa conciencia del ser físico de aquel joven estaba en comprender su pensamiento, su mente brillante, capaz de cambiar con rapidez, quizá dada a depresiones, le parecía. Pensó que empezaba a entrever con vaguedad al verdadero hombre, no al joven esquiador que había surgido de la nieve e irrumpido en su casa de Vermont. Ahora miraba a su alrededor, como inquieto, como buscando algo, y de pronto se estremeció.
– ¿Tienes algo que pueda beber…, algo hirviendo? Me he enfriado en las alturas. He sido un estúpido y se me ha olvidado coger otro jersey.
– Desde luego -dijo apretando un botón-. No creo que Weston haya subido ya.
El viejo servidor apareció y ella le habló con su habitual tono amable pero distante.
– Weston, el señor Barnow se ha resfriado. ¿Puede prepararle algo caliente?
– Desde luego, señora.
– Y, Weston, supongo que el cuarto verde estará preparado para huéspedes.
– Siempre, señora.
– Abra la cama para el señor Barnow, por favor.
– Bien, señora. ¿Se quedará a desayunar el señor Barnow?
– Si…, quizá más tiempo.
– Muy bien. Gracias, señora -se inclinó en un gesto chapado a la antigua y se retiró.