– ¿Cómo he cambiado? -preguntó animada.
– Pareces descansada… e interesada de nuevo.
– ¿Interesada en qué, Tony?
– ¿Cómo voy a saberlo? En la vida, supongo.
– Voy aprendiendo a vivir sola, eso es todo.
Su hijo se inclinó para besarle en la mejilla y despedirse, tras de mirar su reloj.
– Bueno, no te sientas sola. Fay, el niño y yo siempre podemos venir a pasar unos días contigo. ¡Lástima que Millicent viva tan lejos!
Contuvo la sugerencia de Tony.
– Oh, no… gracias, querido mío. Debo aprender a vivir mi propia vida.
– Bueno, ya nos dirás…
Se fue y ella volvió a caer en la indolencia. Saliendo a la terraza a la que daba a la sala, se tendió en una tumbona. Indolente, sí, pero con una indolencia productiva, se decía a sí misma, explorando la vida y los sentimientos… como no lo había hecho desde la adolescencia. El sol, cálido sobre su piel, reavivaba la sangre y sin embargo infundía una deliciosa languidez. Se preguntaba para sí por qué seguiría pensando en otra casa, una casa propia, cuando había heredado tanta hermosura antigua. Desde donde yacía podía divisar y apreciar el césped bien cortado, los arbustos podados con esmero, los vastos y viejos árboles que culminaban en la distancia en un tranquilo estanque, una fuente, la figura de mármol de una griega, creado todo por su abuelo, que había heredado la casa, los acres de terreno.
El recuerdo de Jared, que nunca la abandonaba, se acentuó hasta convertirse en ansia aguda de la que casi se avergonzaba. De no haber venido tan súbitamente, marchado tan abruptamente, de no haber estado obsesionado con su propio sueño, un sueño en el que ella nada tenía que ver, si, en resumen, la hubiera visitado sólo por ella, con cualquier intención que no podía imaginar, ¿no se habría quedado, no estaría tumbado a su lado en otra butaca tan cómoda como la suya, calentándose al sol y sintiéndose lánguido ante la hermosura que les rodeaba? Edith era una mujer con demasiada experiencia para no comprender el peligro hacia el cual se encaminaba, más que peligro, pues era además algo absurdo. No iba a dejarse enamorar de un hombre de muchos años menos que ella. ¿Años? Décadas…
– Señora, al teléfono, por favor. Personal -dijo Weston en la puerta.
Se levantó al punto. Por supuesto, era Edwin.
– Amor mío -le dijo al oído su dulce y anciana voz-. Me resulta imposible vivir más sin verte. ¿Estás llena de obligaciones para con los demás o puedo atreverme a pedirte una pequeña visita? ¡Con qué alegría acudiría yo a ti si me fuera posible! Mis piernas podrían, pero mi corazón, una válvula ya vieja, proclama el peligro. Y no quiero convertirme de pronto en inválido en tu casa, aunque para mí resultaría agradable.
No estaba preparada para un paso tan súbito. Ahora en su casa había otra presencia. Por otro lado, ¿no resultaría una protección contra dicha presencia invasora el recordar edad y dignidad, el visitar a Edwin durante unos días?
– Déjame que lo piense. Si puedo arreglarlo…
– Pero no tienes que pensar en nadie más que en ti, ¿verdad? -intervino con urgencia-. ¿Y quizá un poco en mí? Este viejo corazón late más o menos, pero me recuerda que no durará siempre.
– ¡Deberías avergonzarte! -rió-. ¡Eso se llama extorsión!
– ¡Pues claro! En el amor todo es válido.
– Te llamaré esta noche.
– No dormiré hasta que lo hagas.
Colgaron y volvió a quedarse sola, pero sin soledad, pues en ese instante comprendió que jamás podría estar sola a menos que consiguiera recuperarse de la nueva presencia que ocupaba sus pensamientos. Por mucho que se esforzaba en pensar en otros lugares, otras gentes, las actividades de su vida cotidiana, las cosas que le encantaban y que eran numerosas, sus deberes y asuntos que la habían absorbido y que había acumulado durante años de vivir en la misma ciudad, en la misma casa, la nueva presencia de Jared prevalecía. Con una insinuación de pánico sintió necesidad de escapar. ¿Qué mejor huida que acudir a Edwin, dedicarse por entero a él, echar fuera al otro?
Sin esperar a la tarde para su decisión, corrió al teléfono.
– Edwin, ya está todo arreglado. Llegaré mañana. Conduciré yo misma y estaré ahí a tiempo de cenar contigo.
– Bendito sea mañana, cariño… ¡y bendita tú por contestar a mi necesidad!
La voz resonaba de alegría y ella se sintió esperanzada. ¡Mejor sentirse satisfecha consolando a quien la necesitaba en lugar de darle vueltas a su propia necesidad! Y además, ¿cuál era su necesidad? En realidad, y poniéndolo brutalmente, ¿qué era sino un encaprichamiento incipiente y peligroso, consecuencia, casi con seguridad, de su vida solitaria? Porque aún no estaba preparada para reanudar su antigua vida de almuerzos, cenas y compromisos sociales, y ni siquiera estaba segura de volver a reanudarla. En su incertidumbre se inclinaba a buscar y definir nuevos intereses, pero decididamente no en la persona de un joven invasor, un conocido casual, quien perseguido o perseguidor se lo permitía, seria capaz de amenazar toda la estructura de su vida razonable y digna. Por tanto tenía que escapar, y en el espíritu de quien busca la huida, salió de casa al día siguiente tras una noche agitada y para media mañana ya había recorrido bastante camino.
Había sido una buena idea la de conducir por sí misma en el pequeño descapotable, pues la concentración mantenía a raya los pensamientos de los que quería huir, velocidad y movimiento, el viento que le apartaba el cabello de la cara, pues llevaba la capota bajada, todo ello le hacía imaginarse una verdadera escapatoria. Unos días con Edwin la volverían a su ser, la traerían de nuevo a la realidad. Se refugiaría en la seguridad del amor que el hombre le tenía y le amaría a su vez, pero con calma, con el respeto debido a su edad y su fama. Era mejor ser honrada por el amor, no excitada por él… aunque tal vez hubiera cometido un error al permitirle acudir a su dormitorio. Sí, un error. Esta noche se lo diría así.
– Edwin, querido -empezaría-. Tú y yo ya hemos pasado de la edad en que el amor necesita una expresión física. Si los demás lo supieran, lo interpretarían mal. Hasta se escandalizarían. Por eso, contentémonos con charlar y sentarnos uno al lado del otro. Querido Edwin… -aquí haría una pausa y tal vez le tomaría la mano para estrechársela.
En realidad, después de llegar justo a tiempo de cenar en el oscuro comedor iluminado sólo por velas puestas en antiguos candeleros de plata, y después del entusiasta recibimiento del anciano, se dio cuenta de que parecía más delgado y hasta un tanto patético en su soledad. Dejó para más tarde todo lo que pudiera amortiguar su alegría por la llegada de ella, lo dejó para después de cenar y luego otra vez porque él deseaba hablarle del libro que estaba escribiendo sobre la posibilidad e imposibilidad de la inmortalidad. Al levantarse de la mesa él le tomó la mano para ponerla bajo su brazo y la condujo a la sala donde ardía un fuego de leños que templaba el frío procedente de las montañas. Se sentaron uno al lado del otro en el sofá frente a la chimenea y él comenzó de inmediato, sujetando la mano izquierda de Edith, que tenía sobre su brazo, y cubriéndola con su derecha.
– Uno no puede poner a prueba los pensamientos propios, querida, y por eso no estoy nada seguro de la validez de la filosofía que voy devanando de mi viejo cerebro. ¿Es demasiado pronto después de la cena para entregarnos a pensamientos serios?
– No, si los estás pensando -le sonrió.
El hombre guardó largo silencio, quizá para poner en orden tales pensamientos, quizá para pasar del humor alegre en que había transcurrido la cena a su habitual indagación filosófica. Luego volvió a empezar.