SEGUNDA PARTE
– Supongo que empezó en Asia -decía Jared Barnow-, o para ser más exacto, en Vietnam del Sur, en esa horrible guerra allí centrada.
Se había dejado caer sencillamente una tarde a principios de otoño, cuando ella ya creía haberle olvidado absorta en la nueva casa. Ya tenía elegido el terreno, veinte acres sobre un acantilado, y hasta había escogido el emplazamiento de su casa, entre un grupo de cedros retorcidos por el viento. Había vuelto a casa de un humor satisfecho, ya que no alegre, pues ¿qué tenía que ver ya con la alegría en aquel punto de su vida? Y le había hallado esperándola al ocaso en la terraza. La recorría impaciente de arriba a abajo.
– Nadie sabía dónde estabas -se quejó-. Eres poco prudente. ¡Supón que te pasara algo! Estos días cualquier cosa puede suceder. ¿Dónde iba a buscarte?
Le sonrió sin decírselo.
– Me reuniré contigo en un momento.
Media hora más tarde estaban sentados a la mesa para cenar. Las velas se reflejaban en el recipiente de plata que contenía rosas de invernadero y Weston cerró el ventanal que daba a la terraza y salió.
– Nunca me habías hablado de esa parte de tu vida -dijo ella.
– No. -Comió unos momentos en silencio, que ella se guardó de interrumpir. Luego volvió a empezar-. Dudo de que te lo cuente jamás. Hay partes de la vida de cada persona que deben de dejarse cerradas, por completo, excepto cuando ellas explican el presente. Te diré…
Pero no se lo dijo y ella no le preguntó, sino que le habló de los pequeños acontecimientos de su propia vida, una nueva sonata que había empezado, sus lecciones de piano con un célebre profesor.
– Vamos a la biblioteca -dijo Jared-. No sé por qué la sala me aterra.
Cuando la puerta se hubo cerrado y quedaron a solas, volvió a tomar la palabra.
– Esto sí tengo que contarte, quizá porque me dio una dirección. Hubo un ataque con cohetes contra Saigón. La puntería enemiga nunca era muy exacta y uno de los proyectiles cayó en un pueblo justo fuera de la ciudad donde nos hallábamos estacionados. No era un ataque serio, no duró mucho, pero el condenado instrumento cayó entre un grupo de chiquillos que se peleaban en el polvo para coger unas chocolatinas que les habían echado algunos de los nuestros. Reían y gritaban cuando… -cerró los ojos, se mordió los labios y continuó-…el tipo que se las había echado quedó pulverizado. La mayoría de los críos no tuvo tanta suerte. Sólo quedaron heridos. Cogimos a los que aún vivían y los llevamos al hospital que habíamos improvisado en el pueblo. No había bastantes médicos ni enfermeras. Nunca hay.
Le temblaban las manos al tratar de encender un pitillo, tanto que tuvo que renunciar.
– No hay por qué entrar en detalles. Pero aquel día yo estuve ante una improvisada mesa de operaciones, tratando de ayudar a un cirujano que sacaba trocitos de metal del cerebro de un crío. Me sentía horrorizado… y furioso al ver las herramientas que usaba. ¡Herramientas de carpintero en una telaraña! El niño murió. Me alegré por él. ¿Qué hubiera sido ya la vida para él? Pero de alguna manera toda mi ira por lo que había pasado, por lo que estaba pasando, se centró en aquellos torpes instrumentos. ¡Aquello al menos podía mejorarse! Así, si es que puedes imaginarlo, nació una vocación a causa de una furia. Supongo que se le puede Llamar vocación. Es un impulso, una concentración, una cristalización de la finalidad de mi campo de estudios, que siempre ha sido la ciencia, pero una ciencia práctica. No soy un mero teórico. Me gusta ver las teorías puestas en práctica. Mi padre era ingeniero. Yo he heredado el instinto.
Se levantó de pronto y dirigiéndose a la ventana cerrada, permaneció de espaldas a la mujer, como si mirara al jardín que ahora se entreveía vagamente a la luz de la luna. Siguió hablando.
– No era sólo aquel niño. ¡Eran millares! Ni siquiera el Vietcong usaba napalm. Nosotros si. Pero no éramos deliberada y personalmente crueles como algunos de nuestros propios aliados vietnamitas. Vi a un oficial vietnamita… había una mujer en un villorrio helada de terror con dos niños que se asían a ella y otro en brazos… fue matando a los niños uno tras otro y luego le pegó a ella un tiro en el vientre. ¿Por qué? Era nuestro aliado… uno de ellos. Pero no era cuestión de uno o de varios. Los niños nunca podían correr bastante de prisa. Bombas, balas, minas, cañas de bambú emponzoñadas, trozos de metralla, napalm, todo. Y no sólo niños. Pero todo pareció centrarse en el pequeño cuyo cerebro vi cuando aquel condenado instrumento… lo dejó al descubierto. Estaba a punto de licenciarme. Ya había cumplido mi servicio. Una semana más tarde iba de vuelta a casa. Pero nunca lo he olvidado.
Ella le escuchaba en silencio mientras se iba revelando a sí mismo. Se revelaba y sin embargo la revelación le alejaba infinitamente de ella. Su vida había sido tan protegida, tan en paz, tan alejada del mundo que él había conocido que la muerte de Edwin, incluso la de Arnold, se transformaban en meros incidentes, inevitables y apenas dignos de lamentación. ¿Cómo iba ella a poder consolar a aquel hombre joven y abrumado? Se sintió debilitada por una sensación de inutilidad, como una oleada que disminuyera su fortaleza. No sabía qué decir, así que nada dijo y se sintió aún más inútil. Pero entonces de pronto O. pareció no necesitar consuelo. Se volvió decidido y enderezó los hombros.
– ¿Porqué te he contado todo esto? Jamás se lo había mencionado antes a nadie. Volví a casa, me puse a trabajar. ¿Quién puede decir que todo carecía de sentido? Por favor, sírveme otra taza de café.
Tendió la taza que ella le llenó y volvió a sentarse.
– Así que -dijo Edith dejando la cafetera de plata en la bandeja- ¿qué es lo que estás haciendo ahora específicamente?
La miró agradecido por encima de la taza, la dejó vacía y comenzó con su entusiasmo habituaclass="underline"
– No estoy aún listo para nada específico. Básicamente soy un físico. Esos son mis estudios. Supongo que hubiera continuado en ese campo remoto de la vida humana y cada vez más adentrado en la física nuclear de no haberme visto metido en Vietnam… del que ya nunca podré librarme, al menos emotivamente. He perdido interés por el espacio. Estoy anclado en tierra. Pero para aplicar la física necesito ingeniería, ingeniería biomédica.
Se detuvo frunciendo el ceño, distraído. Había vuelto a olvidarse de ella, se dio cuenta Edith, medio celosa, y en un recóndito espacio de su mente se preguntó si atraerle de nuevo mediante algún truco femenino, una exclamación suave, para hacerle ver que iba más allá de lo que podía comprenderle. Y lo hubiera hecho, de no haber sido la hija de Raymond Mansfield, aquel eminente científico que había vivido tan por entero como científico que ella, sola con él en la casa a raíz de la muerte demasiado temprana de su madre, había absorbido no sólo la comprensión de su jerga científica, sino que había llegado a entender su trabajo con rayos cósmicos, al menos hasta poder ayudarle para medir y comprobar instrumentos. La exactitud exigida por tal investigación había inculcado en su persona idéntica exactitud que se expresaba en una honradez llevada a veces al extremo.
Y fue tal honradez la que le impidió ahora utilizar el truco femenino, por lo que se limitó a decir en voz baja:
– Comprendo. Por supuesto, no he seguido el desarrollo de la ingeniería, pero recuerdo la impaciencia de mi padre con sus propios e imperfectos instrumentos, cuando medía los rayos cósmicos en cumbres y cavernas. Solía maldecirse a sí mismo por no haber seguido un curso de ingeniería corriente.
– ¡Exacto! -rió Jared-. Pues bien, hoy las universidades preparan cursos de ingeniería biomédica, y sencillamente, yo tengo…
Se interrumpió.
Ella esperó, y luego preguntó con la voz casi indiferente y serena en que había hablado antes:
– ¿Y cómo defines exactamente la ingeniería biomédica?
– Verás -la miró sorprendido y pensándolo despacio-, es una especie de materia interdisciplinaria, como ya creo haberte dicho; multidisciplinaria, para ser exactos. Por ejemplo, si desarrollo más la práctica de la fuerza nuclear, cosa que puede que haga, necesitaré ingeniería electrónica para mis instrumentos. Pero como deseo trabajar en el campo médico, tengo que penetrar más en la biología.
– Lo cual te conviene en realidad en un ingeniero físicobiólogo.
– Exacto. -La miró con ojos súbitamente sorprendidos-. Una conversación extraña, ¿verdad? Entre un joven y una mujer bella.
– Me recuerda las charlas con mi padre cuando era jovencita.
– Sigues pareciendo una jovencita.
Sintió sobre ella la mirada del hombre y al alzar la vista tropezó con sus sorprendidos ojos, como si la viera por primera vez. Pese a estar acostumbrada a la expresión apreciativa en las miradas masculinas, al punto se sintió absurdamente tímida. Muchas veces le habían dicho que era bella, aunque ella no se consideraba así, pues se creía demasiado alta, inclinada a ser excesivamente delgada y rubia, sin el menor aire voluptuoso.
Al menos, ella así lo había creído, casi como disculpándose, mientras fue esposa de Arnold, y sin embargo he aquí que de nuevo tropezaba con la “mirada”, como ella lo llamaba, una mirada poco bien venida hasta entonces cuando, ante su propia sorpresa, no le resultaba nada desagradable. Sus ojos se cruzaron con los oscuros, nada atrevidos, sino con una especie de súplica.
– Supongo que es porque soy tan delgada -dijo con voz tan baja que apenas se oía.
– Eres exactamente como debes ser -replicó él con firmeza-. Me alegra que seas alta, de largas piernas. A mí me gusta.
– ¿Qué debo contestar a eso? -rió para evadir la declaración.
– Lo que se te ocurra.
– Bueno, entonces, que estoy contenta, aunque sorprendida.
– Vamos, no puedo creer que te sorprenda.
La miraba con desafiándola y sintió que se ruborizaba. Iba a protestar sobre su edad para protegerse, pero no lo hizo, descubriendo en ella cierto desagrado al pensar siquiera en la diferencia de edad que había entre ambos. ¿Qué importaba que no lo hiciera? Eran dos seres humanos que por accidente habían nacido separados por una generación. Lo mismo había sucedido entre ella y Edwin, pero entonces era distinto, pues él había sido el hombre.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Jared.
– ¿Tiene nadie derecho a preguntar eso a otro? -rió para ocultar su embarazo.
– ¿Significa que no vas a decírmelo?
– ¡Significa que no te lo diré!
Intercambiaron una mirada medio sonriente medio desafiante y luego ella se levantó.
– Gracias por contarme lo del niño. No lo olvidaré. Explica tantas cosas. ¿Te importa que te dé las buenas noches? Esta noche me siento algo cansada.