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– ¿Y cómo defines exactamente la ingeniería biomédica?

– Verás -la miró sorprendido y pensándolo despacio-, es una especie de materia interdisciplinaria, como ya creo haberte dicho; multidisciplinaria, para ser exactos. Por ejemplo, si desarrollo más la práctica de la fuerza nuclear, cosa que puede que haga, necesitaré ingeniería electrónica para mis instrumentos. Pero como deseo trabajar en el campo médico, tengo que penetrar más en la biología.

– Lo cual te conviene en realidad en un ingeniero físicobiólogo.

– Exacto. -La miró con ojos súbitamente sorprendidos-. Una conversación extraña, ¿verdad? Entre un joven y una mujer bella.

– Me recuerda las charlas con mi padre cuando era jovencita.

– Sigues pareciendo una jovencita.

Sintió sobre ella la mirada del hombre y al alzar la vista tropezó con sus sorprendidos ojos, como si la viera por primera vez. Pese a estar acostumbrada a la expresión apreciativa en las miradas masculinas, al punto se sintió absurdamente tímida. Muchas veces le habían dicho que era bella, aunque ella no se consideraba así, pues se creía demasiado alta, inclinada a ser excesivamente delgada y rubia, sin el menor aire voluptuoso.

Al menos, ella así lo había creído, casi como disculpándose, mientras fue esposa de Arnold, y sin embargo he aquí que de nuevo tropezaba con la “mirada”, como ella lo llamaba, una mirada poco bien venida hasta entonces cuando, ante su propia sorpresa, no le resultaba nada desagradable. Sus ojos se cruzaron con los oscuros, nada atrevidos, sino con una especie de súplica.

– Supongo que es porque soy tan delgada -dijo con voz tan baja que apenas se oía.

– Eres exactamente como debes ser -replicó él con firmeza-. Me alegra que seas alta, de largas piernas. A mí me gusta.

– ¿Qué debo contestar a eso? -rió para evadir la declaración.

– Lo que se te ocurra.

– Bueno, entonces, que estoy contenta, aunque sorprendida.

– Vamos, no puedo creer que te sorprenda.

La miraba con desafiándola y sintió que se ruborizaba. Iba a protestar sobre su edad para protegerse, pero no lo hizo, descubriendo en ella cierto desagrado al pensar siquiera en la diferencia de edad que había entre ambos. ¿Qué importaba que no lo hiciera? Eran dos seres humanos que por accidente habían nacido separados por una generación. Lo mismo había sucedido entre ella y Edwin, pero entonces era distinto, pues él había sido el hombre.

– ¿En qué piensas? -le preguntó Jared.

– ¿Tiene nadie derecho a preguntar eso a otro? -rió para ocultar su embarazo.

– ¿Significa que no vas a decírmelo?

– ¡Significa que no te lo diré!

Intercambiaron una mirada medio sonriente medio desafiante y luego ella se levantó.

– Gracias por contarme lo del niño. No lo olvidaré. Explica tantas cosas. ¿Te importa que te dé las buenas noches? Esta noche me siento algo cansada.

…Ya a salvo en su dormitorio y sola, se sentó ante el tocador y se miró en el espejo ovalado de dorado marco que colgaba sobre él. Lo que vio era distinto, o así se imaginaba, de la mujer a quien había mirado, sin ver, por la mañana cuando se cepillaba el pelo tras de ducharse. La mujer ahora reflejada parecía, decidió, resplandeciente… qué ridícula palabra. Como si fuera lo bastante ingenua para resplandecer, si había que emplear el término, sólo porque un joven parecía inclinado a enamorarse de una mujer mayor que daba la casualidad de que era ella. Desde luego era mayor, y tenía todo el mundo, le parecía, que una mujer debiera tener a su edad.

El número de sus conocidos, si no de sus amistades, era amplio y estaba bien acostumbrada a las relaciones que había estos días entre hombres y mujeres, viejos y jóvenes, jóvenes y viejos. Por ejemplo, ella y Edwin. Pero ¿hubiera podido explicar una relación así a Arnold? Quizá la vida se componía de una serie de experiencias que no podían explicarse ni a uno mismo. Y era cierto que ahora parecía años menos que su edad, cosa que no le había pasado antes de que Arnold muriera, ni siquiera antes de la muerte de Edwin. Sola, había revertido a su juventud natural, quizá debida a la libertad completa, pues no tenía necesidad de compartir nada de sí, ni su tiempo, ni sus pensamientos, con nadie más.

– Y ahora no renunciaré a mi preciada libertad por nadie -dijo a la mujer del espejo. Sonrió y la mujer le devolvió la sonrisa. Si, pensó quitándose las horquillas del pelo, había dado las buenas noches a Jared Barnow en el momento oportuno. El joven poseía un intenso magnetismo animal que ella era demasiado inteligente para no reconocer. Se daba cuenta asimismo de su propia posibilidad de responder a M. Bajo lo exquisito de sus gustos, los frenos de su educación, poseía gran instinto sexual, aunque no sabía bien cuánto, y ni siquiera quería saberlo. Tal conocimiento podía alterar mucho las cosas y las consecuencias resultarían demasiado serias para que la experiencia valiera la pena. No temía los juicios ajenos, pues en estos tiempos de indulgencia y relajación tales juicios eran tan ligeros que apenas si causaban algo más que diversión, pero le aterraban las posibles consecuencias dentro de sí. Conocedora de la intensidad de sus propios sentimientos, sabia también que si se permitía pensar siquiera en un… afecto, por así llamarlo, no sería capaz de controlarlo. Y de nuevo perdería su libertad.

Se puso a cepillarse el pelo vigorosamente y la masa brillante le cubrió el rostro como un leve velo.

– …Me causas un efecto extraño -le anunció Jared mientras desayunaban.

– ¿Si? -Alzó las cejas. Había dormido profundamente y con la mente relajada tras de su decisión, se sentía por completo dueña de sí.

– Un efecto creador. En lugar de distraerme, como sé que puedo distraerme con una mujer atractiva, tú… odio tener que usar la palabra inspiración, porque se ha empleado tan mal, pero eso es lo que eres para mí. Tú pones en fermento mis ideas. Jamás he conocido antes a otra mujer que me atraiga en todos los sentidos, mental, emocional… y ahora también físicamente.

Hablaba con sencillez, sin falsos apuros, como si estuviera explicando una nueva teoría. Ella le escuchaba clavados los ojos en él, contestando con idéntica simplicidad.

– Resulta maravilloso oírlo.

Jared esperó, siempre mirándole a los ojos.

– ¿Y bien? -dijo al cabo.

– ¿Bien, qué? -sonrió.

– ¿Eso es todo?

– Mucho más, todo lo que desees.

Silencio, un silencio portentoso que iba hinchándose de inmensas posibilidades. Él la miraba sin apartar la vista… ¿desafiándola tal vez? Una palabra, el menor gesto de sumisión y podrían caer en un momento imponderable en sus implicaciones. Ella se daba cuenta de la disposición de él, de su mano que esperaba al borde de la mesa, de todo su ser preparado, expectante. Involuntariamente se apartó del desafío.

– Hablemos de otra cosa.

Él nada dijo, sino que volvió a sus huevos con jamón hasta que ella quebró el silencio para decir con tono normaclass="underline"

– ¿Tienes que trabajar hoy o tendrás tiempo para dar un paseo a caballo?

– ¿Tú montas?

– Todavía no he vuelto a hacerlo. Solía montar mucho de joven, pero a mi marido no le gustaba.

– No sabía apreciarte -dijo con voz acusadora y boca agria.

– A su modo sí… y mucho.

– Entonces es que no te comprendía.

– Oh, vamos -rió ella-, eso ya está muy gastado… ¡maridos que no comprenden a sus esposas, esposas que no comprenden a sus maridos! No me has hablado de la chica que quiere casarse contigo. ¿Le interesa tu trabajo?

– No sabría de qué le estoy hablando.

– Me recuerdas a mi hijo Tony. Se casó con una chica encantadora y tonta. ¡Y él es de lo más inteligente! Yo le insinúe que quizá fuera algo estúpida… (claro que sin usar tal palabra) cuando me comunicó que quería casarse con ella, pero me contestó que no necesitaba precisamente una mujer inteligente cuando volvía a casa por las noches.