– Estaré lista -dijo por teléfono.
– Bien… a las dos y media.
…La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. El mar permanecía oculto durante millas, cuando la ruta se adentraba en el bosque y luego volvía a emerger súbitamente en la curva de una bahía o una cala. El sol iba deslizándose despacio hacia el horizonte de poniente y a la puesta se detuvieron ante una hospedería, una antigua mansión con un pórtico de columnas que llegaban al tejado. Jared paró el coche a la puerta.
– Hemos venido muy callados.
– Si.
Era como si ninguno de los dos hubiera tenido deseos de hablar. El había conducido el pequeño descapotable concentrado en sus pensamientos y ella no le había interrumpido. Alguna vez él se había fijado en el paisaje.
– Esas rocas allá abajo…
– Como si un gigante las hubiera arrojado…
El aire había estado dorado por el sol durante la tarde y a la puesta se había convertido en rosado y carmesí. El lucero vespertino y la luna creciente colgaban en los árboles y Edith se sentía dominada por una calma benéfica… y le parecía que él también, ambos de un humor relajado que ya era como una comunicación. En presencia de él se sentía dichosa, se daba cuenta ahora, más dichosa de lo que se sintiera desde hacía tiempo, incluso más de lo que nunca lo fuera. Desde luego con nadie más había sentido aquella convicción de la vida y su excelencia ni se había sentido tan libre en presencia de otro ser humano. Impulsiva se volvió a él y se encontró con que la miraba, interrogantes los oscuros ojos.
– ¿Nos detenemos aquí? ¿A cenar y pasear luego por la playa?
– Sí. Este aire… ¿cuál es el aroma? Pinos, me parece. Ya es demasiado tarde para flores, aunque en este clima aún hace calor.
– Pinos calientes por el sol del día -dijo Jared-. ¿Nos quedaremos a pasar la noche aquí? Me atrevería a decir que en esta época la posada estará casi vacía… con eso de que la gente pasa la Navidad en su casa. Pero tú y yo haremos nuestra propia Navidad.
– Quedémonos.
El la miró larga, profunda y apasionadamente y por un instante Edith se preguntó qué querría decir con ello. No había duda, no era posible que hubiese la menor duda sobre los cuartos, cuartos separados. Se sorprendió al descubrir en sí misma la pregunta ya contestada pero oculto en su interior un anhelo mal disimulado de olvidar sus años y sus reservas. Ya no era esposa de nadie. Era libre de ser lo que quisiera, de hacer lo que le plugiera. No había razón para negarse (ni a él) nada que les agradara. Ya había cumplido con sus deberes para los demás.
– Entonces pediré habitaciones.
Jared la dejó en el coche mientras entraba en la posada. Ya sola, sintió como una dulce intoxicación. La reconoció, sin haberla sentido nunca antes, era una poderosa atracción hacia aquel hombre, una atracción de la mente, en primer lugar, pero tan completa que le recorrió el cuerpo como una corriente cálida. Trató de alejarla, de controlarla, de analizarla. Tenía que acordarse de sí misma. Preguntarse qué deseaba en realidad… nada de complicaciones, se decía, nada de tontas complicaciones sentimentales. Sobre todo, nada de destrozarse el corazón en aquel momento de su vida.
Al cabo de poco tiempo Jared volvió alegre, tranquilo.
– Tenemos habitaciones contiguas. Si necesitas algo puedes llamarme.
…Edith despertó como de costumbre al cabo de cinco horas de sueño. Era su costumbre… cinco horas de sueño profundo, sin sueños y luego un despertar absoluto, con la mente lúcida, consciente. La luna entraba a torrentes por la ventana abierta, el aire era picante y frío. Se arrebujó la ropa por los hombros y respiró profundamente. Del mar llegaba el aroma y la rompiente distante se oía como un susurro. Así sería en su casa del acantilado cuando durmiera allí sola. Pero ahora no estaba sola. Es decir, Jared estaba al otro lado de la puerta cerrada, no con pestillo, sino meramente empujada del todo. De pronto se sintió agudamente consciente de que no estaba cerrada con pestillo, sólo empujada.
– En una posada antigua como ésta no hay teléfono entre las habitaciones -le había dicho Jared-. No echaré el pestillo por sí… por si pasa algo.
No le había contestado. Se había limitado a permanecer inmóvil en el centro de la grande y cuadrada estancia con una cama doble con baldaquino.
– No sabes cómo me disgusta tener que darte las buenas noches -había seguido Jared.
– Ha sido una cena deliciosa. No me había dado cuenta del hambre que tenía.
– Oh, yo siempre soy una bestia hambrienta -y al hablar torció la atractiva boca en una sonrisa.
– Te hará falta para cubrir ese gran esqueleto.
En lugar de contestarle, tras un instante de mirarla con intensidad, le había rodeado con sus brazos besándola en los labios con firmeza.
– Buenas noches, cariño -le dijo y abriendo la puerta de comunicación pasó a su cuarto y la cerró con firmeza.
…Ahora, echada en el gran lecho, pensaba en el beso. El la había besado con sencillez, tomándolo, sin pedirlo y sin comentarlo. De nuevo sintió el joven calor de los labios del hombre en los suyos al recordar el momento. ¿No estaría siendo ridícula? ¿Qué era un beso hoy en día? Las mujeres besaban a los hombres, los hombres besaban a las mujeres, y el sentimiento era sólo de animada amistad. ¡Ah, pero ella no! Ella nunca había sido capaz de besar con facilidad, ni de aceptar besos gustosa. Hasta con Arnold habían parecido… innecesarios. En cuanto a Edwin… sus besos habían sido los de un niño… o un hombre sumamente anciano, tiernos, pero puros. Entonces ¿qué había sido aquel beso, aquel beso que aún sentía en sus labios? Volvió a reprocharse a sí misma. La verdad es que ya nadie le besaba ni ella besaba a nadie. Y el beso permanecía en su recuerdo ahora sólo porque era inusitado.
Y en aquel preciso instante, como para refutar aquel deseo de engañarse, su cuerpo le desafió. Se sintió presa de una ola de anhelo físico como no había sentido en años. No, tenía que ser sincera consigo misma. Jamás había sentido un anhelo semejante, quizá porque siempre había tenido antes la forma de satisfacerlo. Ahora había una puerta por medio, sólo cerrada, no con pestillo. Suponiendo lo imposible, suponiendo que se levantan de la cama extraña, suponiendo que se envolviera en el salto de cama de seda rosa, allí sobre la silla, suponiendo que abriera la puerta con suavidad y entrara en el otro cuarto, aunque sólo fuera para contemplarle mientras dormía. Y si despertaba y la encontraba allí…
No, no podía hacerlo. ¿Y si pudiera estar segura de que no se despertaría? Pero ¿cómo asegurarse? ¿Y si abría los ojos, cómo saber lo que iba a ver en ellos? No le conocía lo bastante. No podía arriesgarse a un posible rechazo. Era demasiado orgullosa. Por supuesto, algunas mujeres dejarían de lado todo orgullo, mujeres que contarían con una respuesta física a cualquier precio, pero ella se conocía bien. No podría huir avergonzada. Si salía avergonzada, ¿con quién contaría luego? Sólo se tenía a sí misma.
Yacía rígida de deseo, no queriendo moverse, negándose a levantarse, rehusando cruzar el piso, rechazando hasta el mismo pensamiento de lo que sería abrir la puerta y verle allí durmiendo. Se lo prohibió a sí misma, hasta que al fin los latidos de su cuerpo disminuyeron y quedó dormida.
…Al despertar por la mañana, el recuerdo de la noche permanecía empero vivo en ella. Permaneció tendida, escuchando. El ya se había levantado. A través de la delgada puerta de madera le oía moverse; al cabo de un rato se levantó, se duchó y se vistió con un traje distinto al del día anterior y la chaqueta de marta cebellina. Quería aparecer bella, realmente hermosa, y consciente de que su físico cambiaba con facilidad hasta parecer casi fea a veces, tuvo gran cuidado con todos los detalles. ¡Y hasta entonces nunca les había prestado importancia! Amelia tenía razón, por mucho que le fastidiara. Aunque no tenía un amante, la misma posibilidad de amar producía nueva vitalidad que surgía del corazón revivido, de la sangre que circulaba más de prisa. La vida valía la pena de ser vivida. La experiencia nocturna había transformado al hombre a sus ojos.