Ahora sabía que podría amarle. Pero no admitiría, ni siquiera a sí misma, en el silencio de su corazón, que ya le amaba. Era demasiado complicada. Aún no le conocía lo bastante bien, tal vez nunca le conociera bien, para la complejidad y la totalidad del verdadero significado del amor, palabra que nunca utilizaba en la forma en que la oía pronunciada a diario, con descuido, referida a múltiples objetos y personas para expresar mero afecto o gran agrado por algo.
No, reconocía el anhelo de la noche anterior como lo que era, un anhelo de compañerismo para su soledad, expresado con más facilidad y sencillez a través de una experiencia física compartida. Estaba contenta de habérselo prohibido a sí misma. Nada le hubiera resultado menos satisfactorio que una experiencia así, expresada prematuramente, de forma que luego la relación entre ambos llegara a un súbito final.
La relación entre ambos… ¿qué era? Se hacía a sí misma la pregunta y la respuesta era otra pregunta. ¿Cuál podría ser la relación, aceptando, como debían, la diferencia de edades? ¡Tenía que crucificarse con aquel factor! Sin embargo, ¿no había sido a su vez más joven que algunos de los hijos de Edwin? Ah, pero se había tratado de un hombre venerable, un filósofo que soñaba con el amor como una nueva filosofía, la sombra de si mismo yaciendo junto a ella, un blanco fantasma en la noche. Y ella le había amado por su hermosura pero con un amor al que no impulsaba el anhelo. Lo había entregado con gozo porque aquel hombre se merecía cualquier regalo que ella pudiera darle, por la única razón de que era digno de ello. Por eso ahora no sentía el menor remordimiento.
Por supuesto que Arnold no lo hubiera entendido nunca ni, creía, tampoco que Jared si llegara a saberlo. A decir verdad, ella tampoco lo entendía. Probablemente su naturaleza humana, no menos egoísta que la de los demás, necesitó el consuelo de la adoración de Edwin. Tal vez hubiera sido sólo aquello, una necesidad poco gloriosa, igual que durante años había aceptado el fiel amor de Arnold como esposo, devolviéndole a su vez todo el amor de esposa de que era capaz pero que, bien le constaba, había sido mucho menor que el de él.
Más tarde, sentada con Jared a la mesa del desayuno, se le ocurrió que corría grave peligro de amarle como nunca había amado a nadie. El sol de la mañana caía de pleno sobre el joven, pues ella había preferido sentarse de espaldas a la ventana. Así podría ver perfectamente y con delicia por su parte los transparentes ojos oscuros, la línea firme de la frente, la nariz recta, la boca bellamente dibujada, todos los detalles de una belleza totalmente innecesaria. Jared resplandecía de gozo matinal, estaba dispuesto a reír, hambriento de comida, ansioso de placer… inocente, pensaba ella, conmovedoramente inocente, al menos por lo que a ella se refería. A propósito hurgó con sal la herida de dicha convicción.
– Dime, ¿por qué no estás con tu preciosa chica?
– Es preciosa -asintió comiendo la tortilla-, pero tiene un defecto… un padre enorme y ruidoso. Se divorció y se volvió a casar. No me importarían sus ruidos si a veces fueran algo más, pero no. Sólo ruido, ruido, ruido…
– Hala -rió, defíneme ese ruido.
– Verás… hola chico, qué tal, palmaditas a la espalda, bien venido, Jared, majo.
– ¿Cómo puede tener un padre así?
– Ella no es así en absoluto.
– ¿No? ¿Cómo es?
– Bastante alta, pero no mucho. Callada. Creo que es testaruda, o quizá sólo pertinaz. O puede que sólo sea callada conmigo, porque cree que así es como me gusta que sea.
– ¿Por qué no le animas para que se muestre tal cual es?
– Pues verás, como te decía, no sé cómo es. ¿Te he dicho alguna vez que me encantan tus manos?
– No. ¿Qué te ha hecho pensar en ellas en este instante?
– Las miraba… eso. Son manos que hablan.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó mirándose las manos despojadas de sortijas.
– Me dicen cómo eres.
Resistió el impulso de preguntarle cómo era. Y en su lugar se apretó la corona de espinas en la cabeza.
– Si tan bien conoces las manos, ¿cómo es que no puedes saber cómo es tu chica?
– ¡Oh, sus manos! -Soltó una breve risa y volvió a ponerse serio-. Preferiría que no le llamaras mi chica. Es… bueno, por lo menos no es eso.
– ¿Peros?
– No sé. Es un problema.
– ¿Ella?
– No, yo. Quizá no debería casarme. Estoy demasiado metido en el trabajo que he elegido. Incluso ahora, sentado frente a ti en esta gloriosa mañana, con todo un glorioso día por delante, estoy pensando en algo que estoy tratando de hacer… de crear, quiero decir. Es una mano artificial, un gran paso adelante sobre cualquier cosa ya existente. Quizá miraba tus manos sin darme cuenta de lo que hacía. Un hombre como yo… siempre anda pensando en su trabajo. Está en mí, el inventar, el hacer planes. Lo de la mano, por ejemplo… -extendió la suya, delgada y bien formada-. Lo más triste de quien pierde una mano es que con ella pierde el poder de sentir. Una mano no es sólo un utensilio, es el órgano del tacto. Es el ojo del ciego, la lengua de quien no puede hablar. Estoy trabajando en una mano artificial tan articulada que es casi capaz de sentir. Los cirujanos dicen a los amputados que las manos artificiales funcionan, pero no pueden sentir nada. Pues bien, yo estoy a punto de construir una que siente… por lo menos formas y puede que textura. Tendrá dedos sensitivos, en vez de un gancho o una garra. Piensa en acariciar la mejilla de una mujer con un garfio, una garra metálica… ¡o en no poder volver a sentir jamás la mejilla de una mujer!
Edith asintió:
– Tú eres un artista. Pero mi padre solía decir que todos los científicos son artistas. La cosa es que tú piensas como artista y comprendo que quieres que tu creación sea una obra de arte.
Jared dejó los cubiertos y llamó al camarero.
– Más café, por favor, y la cuenta. ¡Eres muy intuitiva, Edith! Lo que yo deseo es ver algo que sólo entreveo a medias, al igual que un músico va poco a poco creando una sinfonía. No tiene idea de cómo lo hará, pero avanza a trompicones, inventando paso a paso. Y así soy yo. Es sólo el artista el que convierte al ser humano en creador. Sin el espíritu de artista, no es sino un mero técnico. ¡Dios, qué entretenido resulta hablarte! ¿No te importa que te llame Edith? Es un nombre precioso y te va muy bien.
– Si te gusta, úsalo.
– Y tú llámame Jared, por supuesto.
– Sí, gracias.
– Se me debió de ocurrir antes, pero nos hemos sentido compenetrados incluso sin nombres. Muchas veces me admira sentirme tan próximo a ti… jamás he sentido antes algo así, con nadie. Pero en cuanto te vi… ¿recuerdas aquella noche de nieve? Me abriste la puerta de tu casa de Vermont y me quedé sorprendido porque hallé alguien a quien había andado buscando, aún sin tener conciencia de buscar a nadie. En aquel instante supe que de algún modo… no sabía cómo ni lo sé todavía… mi vida estaría unida a la tuya para el resto de mis días.
Ella le escuchaba con temor y exaltación pues el hombre hablaba con voz grave, convencido, mirándola directamente a los ojos y ella recibía las palabras con igual seriedad. No eran palabras ligeras de un joven frívolo a una mujer mayor. No era de esa clase de jóvenes. A ratos podía y sabía ser ligero, lleno de humor, pero también profundamente serio, Edith ya se había dado cuenta de ello, y hasta abrumado a veces por la misma magnitud de su talento. Edith jamás había conocido a nadie con tanto talento y ella era lo bastante inteligente para comprender bien el efecto abrumador de serlo demasiado. Había llegado a sospechar que su propia soledad a lo largo de los años le venía de saber que ninguno de sus hijos había heredado la brillantez del abuelo. Acostumbrada como había estado a su especial cariño a lo largo de su infancia y juventud, a veces le parecía que por comparación Arnold y los hijos que de él había tenido habían sido poco interesantes, y por ello sentía cierto remordimiento. Y había tratado de aplacar dicho sentimiento de culpabilidad prestando una atención meticulosa a lo que consideraba su deber. Pero ya no había necesidad de pensar en deberes y en la delicia de esta nueva relación, volvía a recobrar parte de la alegría de su juventud. Conceptos, ideas, palabras que sólo había empleado con su padre volvían a brotarle del almacén de su memoria, esperando a ser pronunciadas cuando fuera necesario.