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La mañana pasaba en amistosa conversación entre largas pausas silenciosas. El conducía y ella contemplaba el variado paisaje. A mediodía, después de una pausa especialmente pronunciada. Jared habló y el dúo se inició de nuevo.

– No comprendo el proceso creador, tanto si pertenece a la ciencia como al arte. Conozco el proceso, por supuesto… mucho tiempo, horas, días o semanas, cuando sencillamente trato de abrirme paso entre una masa de confusión. Mi mente es como un animal frenético encerrado en una jaula, lanzándose de un lado a otro y tratando de hallar la puerta. Y de pronto la puerta está allí. Pero no ha estado todo el tiempo. Aparece sin causa ni razón y me siento inspirado.

– Porque has estado buscando. Has creado tu propia inspiración debido a tu propia exigencia…, supongo que sobre tu mismo subconsciente. Allí es donde acude la mente para hallar su fuente. Es el depósito con que todos contamos, quizás el único. Eso es lo que crea el arte grande… el artista toma de dicho depósito. De otro modo, ¿cómo puede comprenderse el arte abstracto? Sólo tiene éxito cuando expresa en verdad aquella parte del subconsciente que nos es común a todos.

– ¿Cómo es que sabes tanto?

Una vez más se negó a hablar de su edad. Sería vanidad, pero había ciertas cosas en que desde luego era vanidosa. Evitó la respuesta directa.

– Tuve padres inteligentes.

– Es curioso, pero no quiero saber nada de tu marido… o tus hijos.

– No te comprenderían -repuso en voz queda.

– Entonces tampoco tengo yo que comprenderles, ¿no?

– No.

Su respuesta era literal. Ella jamás trataría de explicar el inexplicable hecho de su relación con él. A nadie debía tal explicación. Estaba sola, era libre.

– …He oído los rumores más curiosos acerca de ti -le decía Amelia al día siguiente.

Amelia había acudido en una de sus poco frecuentes visitas por la mañana, generalmente al volver de la peluquería en el centro de la ciudad.

– No me digas -musitó Edith fingiendo indiferencia.

Había llegado a casa la noche siguiente a Navidad y Jared se había despedido nada más dejarla sana y salva.

– La mejor, la más feliz Navidad de que he disfrutado nunca -le había dicho.

Ya se había convertido en costumbre el estrecharla en sus brazos al despedirse, tanto que ella se preguntaba si significaría algo para él, después de todo. Desde luego para ella significaba demasiado, para su propia tranquilidad de ánimo.

– Volveré en Nochevieja -le había dicho él en la puerta.

Ella la había cerrado y sentido la casa vacía a su alrededor, como un caparazón sin vida. Se alegró de ver a Weston que aparecía al fondo del vestíbulo, claramente despertado de su sueño.

– Si me hubiera dicho que venía, señora… -musitó con reproche tomándole el maletín.

– Ni yo misma lo sabía -dijo subiendo.

A solas en su saloncito, no se había acostado de inmediato. Al contrario, había encendido el fuego, siempre preparado, y se había sentado en la butaca que había ante él para revivir los días pasados y para enfrentarse consigo misma. "Tendré que llegar a algún tipo de conclusión -pensó-. No puedo seguir así. Es demasiado difícil. Debo separarme de él… o…, no pudo terminar. En lugar de ello la habían invadido mil recuerdos de él, la expresión cambiante de su vivo rostro, los ojos oscuros, unas veces pensativos, otras interrogantes, su boca, su voz, hasta la forma como le crecía el pelo en la nuca, sus manos firmes, fuertes. Se acostó vencida de deseo y se había despertado sin descanso, para enfrentarse a Amelia.

– Y tanto -le decía Amelia con afecto burlón-. ¡Y no sólo oído! He tenido una carta de Millicent desde California, que a su vez había recibido otra de Tony. ¿Te gustaría leerla? La tengo en el bolso.

– No, gracias. Si Millicent quiere que yo sepa lo que piensa me lo escribirá ella misma.

– Me dice que averigüe lo que pasa -dijo Amelia cerrando el bolso-. Pero que no te moleste o te preocupe. Pero ya me conoces, Edith. Yo no soy capaz de andarme por las ramas…, nunca lo he hecho, sobre todo contigo.

– Así que, ¿qué le has contestado a Millicent? -preguntó, yendo también directa al asunto.

– Le he dicho que hicieras lo que hicieras era asunto tuyo, pero que si los cotilleos eran ciertos, entonces no sólo tenias suerte, sino que eras sumamente inteligente y que cualquier mujer de tu edad te envidiaría. Después de todo, la reina Victoria ya murió, hemos enterrado a los puritanos y ¿por qué van a ser los adolescentes los únicos en divertirse hoy día?

Se hallaban sentadas en el porche encristalado donde el sol irrumpía por las ventanas que daban al este. El jardinero lo había llenado de plantas en flor para Navidad y en medio de tanto calor, luz y color era imposible dejar de sentirse alegre.

– ¿Eso es todo? -le preguntó Amelia.

– Eso es todo.

– Entonces, ¿no hay verdad en los comentarios?

– Jamás hay verdad en los cotilleos.

– Como tú quieras, querida -dijo Amelia poniéndose en pie.

– Gracias, Amelia.

Respondió a la interrogante mirada de su amiga con osadía y decisión. No, no diría a Amelia nada de Jared.

– Así pienso obrar -dijo acompañando a su amiga a la puerta.

…Durante la semana se dedicó con determinación a reconstruir su vida habitual. Presidió tres comités a los que pertenecía, consultó con su abogado asuntos relacionados con impuestos devengados por el testamento de Arnold, se compró un chaquetón de foca con un sombrerito a juego, abrió los retrasados regalos navideños y escribió notas dando las gracias. Las tareas domésticas discurrían como de costumbre, rodeándola con cuidado y atención y dormía bien por las noches posponiendo una decisión. Después de todo, se decía, nadie le había pedido que tomara ninguna decisión. Quizá fuera posible, por qué no, seguir como estaba, dando la bienvenida a Jared cuando llegara a visitarle, aceptando su extraordinaria amistad como amistad y nada más.

Así decidida, dos días antes de Año Nuevo, dio instrucciones después de desayunar.

– Weston, el señor Barnow pasará aquí los próximos días.

– Muy bien, señora. ¿Llegará para cenar?

– Si. Por favor, diga a la cocinera que empiece con ostras frescas. Le gustan.

– Si.

Edith fue al invernadero seguido del comedor y cortó acónitos amarillos y claveles rosas que preparó para el cuarto de invitados. Terminado aquello se quedó mirando a su alrededor, imaginándole allí, dormido en el grande y anticuado lecho, leyendo en la salita contigua. Se sentía tranquila y en ese momento pensaba en él con ternura más que con deseo, aunque sabía que el deseo aguardaba. También pensaba en la soledad del muchacho, no sólo porque no tenía familia más que un viejo tío, sino la soledad más profunda de su mente superior que habitaba regiones distantes demasiado alejadas de las mentes de los demás para un compañerismo corriente. Ella había visto la soledad de su padre, incluso había conocido dentro de sí algo de la misma. Pocas mujeres leían los libros que ella leía o pensaban en los temas que ella pensaba. Si, tenía derecho a aferrarse a tal amistad. Eran dos seres que se comunicaban, pese a la diferencia de sus edades. Quizá la misma diferencia fuera su protección. Si era así, ¡jamás tenía que olvidarlo! Y con aquello, alejó de sí todo menos su alegría, bien inocente, por el regreso de su amigo.