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– …¿Te importa que lleve a alguien conmigo mañana?

La voz de Jared, que sonaba aquella noche en el teléfono, parecía formar eco en el tranquilo saloncito. Suponiendo que al día siguiente no se acostaría hasta tarde para despedir al año viejo, había cenado sola y subido a leer una hora antes de acostarse temprano.

– ¿A quién quieres traer?

Suponía que sería a la joven y sintió una punzada de celos ridículos.

– A mi tío, Edmond Hartley. Ha vuelto inesperadamente esta mañana con la extraña idea de que ésta puede ser su última Nochevieja, aunque sólo tiene sesenta y siete años, pero no me gusta dejarle solo. Soy todo cuanto tiene, ya sabes.

– Pues claro, tráele.

Lo dijo con tono animado, pero se sentía fría. Un desconocido, seguramente buen conocedor de las cosas mundanas, observador, ¡alguien contra el cual debería protegerse! Se acostó alterada por lo que creía iba a ser una invasión de la privacidad que existía hasta el momento en su amistad con Jared. Durmió mal y se despertó tarde y pidió que le llevaran el desayuno a la cama. No se apresuró en nada y ya era mediodía cuando se vistió con uno de sus vestidos favoritos de lana azul clara. Fuera el cielo estaba cubierto de nubes bajas y grises y los jardines circundantes a la casa habían adquirido un tono aún más oscuro de gris, donde lo único que se destacaban eran los troncos y ramas desnudos y negros de humedad. Mayor razón, pues, para alegrar la casa; por eso, al bajar, encendió las lámparas y prendió fuego a los leños de la chimenea de la biblioteca.

Hacia las tres, le había dicho Jared, y poco después de las tres vio que su pequeño automóvil asomaba por el amplio espacio entre las columnas de piedra al final de la avenida. Ella había estado esperando en la biblioteca, leyendo sin demasiada concentración, y se sorprendió cuando el propio Jared introdujo a su tío en la estancia. Su sorpresa se debía a que Jared no le había preparado para la visión de aquel hombre guapo y desenvuelto, alto y delgado, de brillante cabello plateado sobre el atezado rostro, una bien recortaba barba blanca y relucientes ojos azules. Se acercó a ella con las manos tendidas y ella sintió cómo se las apretaba con un cálido saludo.

– Ah, señora Chardman, esto es una imposición, una irrupción, pero mi sobrino ha insistido en que tenía que venir con él o de lo contrario se quedaría conmigo, alterando así los planes de usted, cosa que yo no podía permitir. Además, sentía curiosidad por conocerla.

Ella se había recuperado lo bastante para retirar sus manos con suavidad.

– Y ahora yo la siento por usted. Pero estoy segura de que primero querrán ir a refrescarse a sus cuartos después de viajar tanto tiempo en coche. Jared, Weston ha colocado a tu tío en el cuarto contiguo al tuyo. Compartiréis el saloncito.

Así les despidió de momento con una sonrisa y una mirada a Jared y esperó abajo. Las tres era una hora difícil, pensaba, para tener que entretenerles a mitad de camino entre la comida y la cena, y de pronto, las horas que se avecinaban le empezaron a abrumar. Serían tres en vez de dos y así ella no podría dedicarse por entero ni a Jared ni a su tío. Pero Jared ya había bajado solo y se detuvo a apoyar su mejilla contra el cabello de la mujer.

– Te dejo con mi tío. Tengo una cita con un ingeniero. Tenemos que tratar de un asunto, de algo que estoy haciendo. Es un individuo práctico que encontrará los puntos flacos de mis sueños.

– No permitas que te desanime -repuso ella reteniéndole de la mano y mirándole-. No estoy segura de que me gusten las personas que se dedican a encontrar puntos flacos.

– Será bueno para mí y volveré a tiempo de tomar un combinado.

Se llevó la mano de ella a los labios y se despidió, dejándola esperando y medio temerosa.

– …A decir verdad -le confesaba Edmond Hartley unos minutos más tarde-, de no haber sentido curiosidad por usted jamás hubiera tenido la presunción de imponerme de esta forma. -Se había sentado frente a ella, ante el hogar encendido y continuó-: Tiene usted el efecto más extraordinario en mi sobrino, señora Chardman, un… un efecto madurador, supongo que sería la forma mejor de describirlo. De ser un joven de lo más desorientado, sin saber qué elegir como meta de su vida entre una docena de posibilidades (y le aseguro que tendría gran éxito en cualquiera de ellas), está asentándose con una sumamente interesante combinación de todas ellas y aunque es algo de lo que no he oído hablar mucho, parece algo de lo más útil, una especie de ciencia e ingeniería que confieso no comprender en absoluto pero que me parece muy importante. Se parece tanto a su madre, mi hermana Ariadne, y, sin embargo, es tan diferente de ella, que me siento confuso en general y no sé qué hacer; le dejo que actúe por su cuenta y por consiguiente temo no haberle sido de mucha utilidad. Pero usted parece comprenderle tan maravillosamente bien que sabía que tendría que conocerla, aunque sólo fuera para darle las gracias y con la esperanza de conseguir un poco de su sabiduría.

Todo aquello lo dijo con voz dulce, rica en énfasis, actuando con sus hermosas manos y en tanto que sus ojos tan juveniles relucían. Y, sin embargo, a Edith le parecía que toda aquella combinación transmitía una frialdad interior que no podía comprender de momento.

– A mí me gustaría saber más de los padres de Jared -repuso en voz baja.

– Usted sabe apaciguar de forma tan hermosa -dijo él sin venir a cuento-. Ya entiendo por qué dice Jared que siempre puede hablar con usted. Yo no sé escuchar bien. Al contrario, y como bien le consta a él, muchas veces no sé ni de qué me habla. Mis propios intereses son los primitivos poetas franceses y vidrieras inglesas…, vidrieras de catedrales.

– De ninguna de cuyas cosas sé nada. Y si algo he hecho por Jared, nada es en comparación por lo que él ha hecho por mí. Ha dado un nuevo interés a mi vida, cosa que necesitaba sobremanera. Su juventud, su entusiasmo, su energía, sus extraordinarias dotes son… de lo más sorprendentes y desde luego excitantes.

El hombre se inclinó hacia delante y se rodeó las rodillas con las manos:

– Mi querida señora, ¿puedo preguntarle una cosa? Como ya sabe, soy el único pariente que le queda a Jared. ¿Son ustedes, acaso…, amantes?

Vaciló ante la súbita confrontación. Y luego empleó la fina daga que Jared había clavado en su corazón pocos días antes de forma tan inocente.

– Él no piensa en mí de ese modo -fue la apagada respuesta.

– Ah, casi lamento oírselo decir. Es un joven tan solitario.

Mientras observaba el rostro móvil, atractivo, Edith se preguntó si iría a desagradarle aquel hombre.

– Me habló algo acerca de una chica.

– Si, hay una en el horizonte…, muy lejano. La verdad es que Jared no está listo para el matrimonio. Está entregado a su trabajo, como ya sabe, y con todas esas ideas que flotan en su mente…, dudo mucho de que pueda entablar ninguna relación permanente. Me inspira temor, pues vi cómo Ariadne se ajaba bajo la misma clase de… ¿olvido? Barnow, el padre de Jared, era…, bueno, una especie de genio desorganizado. Tenía gran talento, uno de esos seres brillantes de los que todo se espera en la universidad pero que cuando se asoman al mundo práctico hallan que todo su talento se desintegra.

Ariadne estaba loca por él. La verdad es que los dos lo estaban. Ella había sido una bella joven de sociedad. Nuestra familia era…, bueno, ya no importa, pero podía haberse casado con cualquiera y eligió a Barnow. El matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio…, era una joven exquisita, pero mimada,…, oh, sí, ¿cómo iba nadie a dejar de mimarla? Hija única…, éramos sólo los dos y nuestros padres, bueno, no es que importe, pero se llevaron una desilusión con el joven Barnow como yerno. Supongo que el divorcio estaría a la vuelta de la esquina, pero la muerte llegó antes. Barnow iba camino de un interesantísimo trabajo nuevo en algún punto del oeste y Ariadne le acompañaba. Mientras conducían seguramente discutirían. La cosa es que al cruzar las Montañas Rocosas, uno de esos terribles pasos, todavía con hielo al comienzo de la primavera, el coche cayó por un precipicio.