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– ¡Qué horrible! -en un susurro.

– Horrible, y yo pensé en demandar a alguien, porque no había parapeto, sabe. Pero me explicaron que era más seguro no tenerlo, sabe, en tales altitudes, pues ninguna barrera resistiría aquellas rocas y la gente podría confiarse, conducir a gran velocidad, mientras que si no había parapeto se darían cuenta de que tenían que conducir con cuidado. Pero ni Ariadne ni Barnow eran capaces de tener cuidado. Sea como sea, la cosa es que Jared quedó a mi cargo como único pariente, pues mis padres habían muerto poco antes de muerte natural, primero mi padre, de alguna cosa cerebral y luego mi madre de puro quererlo, me parece a mí, pues no quería vivir sin él, cosa que nunca le perdoné. Yo le adoraba y detestaba a mi poderoso y dominante padre, quien a su vez me odiaba y volcaba todo su cariño en Ariadne. Pero ¿por qué le cuento todo esto de la familia más confusa y causante de confusión que jamás haya habido? Ah, sí, para explicar a Jared. De modo que ya ve, no tuve más remedio que dejarle crecer a su modo, porque yo no tenía la menor idea de cómo educar a un niño.

– ¿Nunca se ha casado usted?

– No he tenido tanta suerte -respondió con brusquedad.

Edith sintió la básica frialdad de aquel hombre, quizá no tanto una frialdad natural, sino un freno absoluto, impuesto a sí mismo en alguna forma que ella no podía aún entender. Algo había oculto en el hombre; pese a su franqueza era reservado.

– Trágica historia. Me alegro de que me la haya contado. Me ayudará a comprender mejor a Jared.

Tocó un timbre que tenía cerca y Weston apareció en la puerta.

– Eche leña al fuego y tráiganos unas bebidas dentro de media hora.

Ahora comprendía por qué Jared era tan impulsivo y buscaba la vida por doquier. No le habían preparado para nada y, dándose cuenta del vacío del que había surgido, sintió por él nueva oleada de amor y compasión. Se enfrentó a la ascética figura que tenía delante.

– Hábleme un poco de poesía francesa.

– …No sé -decía Jared.

Edith se hallaba a solas con él mientras el reloj se aproximaba a la medianoche y el año viejo se acercaba a su fin. Una hora antes el tío se había levantado.

– Yo no espero nunca el final del año viejo -les había dicho-. A mi edad sólo resulta doloroso. Si me perdonan, les agradezco la agradable velada y me despido.

Se inclinó ante ella y sonrió a Jared.

– Buenas noches… y dulces sueños.

– No sé -repetía Jared-. Él quería venir. Deseaba conocerte. Decía que he cambiado y que quería saber por qué. Le he preguntado en qué había cambiado y me ha dicho que algo se iba cristalizando en mí, lo que sea que eso signifique. Él Lleva una vida de lo más controlada.

– ¿Controlada por quién?

– Por sí mismo. Y me había equivocado al decir que tenía alguna amante. Jamás ha amado a ninguna mujer.

– Te lo ha dicho?

– Sí… cuando le he hablado de ti.

– ¿Qué le has dicho de mí?

– Que estoy perdidamente enamorado de ti. Y me ha dicho que me envidiaba, porque él jamás se había enamorado, es decir, no de una mujer. Y de pronto le he comprendido del todo. Es tan condenadamente… bueno. No quiere aceptar amor más que en los términos más elevados. Por eso prefiere no aceptar ningún amor. Ha vivido sólo con sus libros y sus pinturas. Hasta a los amigos les mantiene a distancia. Incluso a mí.

Ella dejó que la verdadera tragedia de aquello le invadiera hasta dolerle el corazón casi físicamente.

– ¿Apruebas tú el que rechace así el amor sólo porque no es ortodoxo?

– Sí. Sobre todo ahora que sé lo que es el amor. Se miraron largo tiempo a los ojos.

– Y ¿qué es amor? -preguntó Edith.

– Estoy averiguándolo ahora. Cuando lo sepa te lo diré.

Los minutos habían ido deslizándose mientras hablaban y de pronto el reloj de pared que había en un rincón dio las doce. Esperaron en silencio y luego él tendió sus manos y estrechó las de ella. Con la última campanada se inclinó y la besó en los labios.

– Es año nuevo. Un año nuevo en el que puede suceder cualquier cosa.

…Pero durante la noche la mujer despertó y recordó cuanto Jared le había dicho de su tío. En toda su vida, sólo Edwin había sido claro sobre el amor, y como era filósofo, había llegado a convertir el amor en una filosofía. Al pensar en él podía imaginarle declarando a su modo suavemente dogmático que el amor posee multitud de formas, ninguna de las cuales hay que rechazar de plano. Y al recordarle, se vio comparando a los dos ancianos, Edwin, tan libre a su modo dentro de las ilimitadas fronteras de su organizada libertad y Edmond, tan controlado dentro de una restricción impuesta a sí mismo. Cada uno a su modo proclamaba el sentido superior del amor, uno aceptándolo con delicia, el otro rechazándolo y con abstinencia. La diferencia definía la naturaleza de ambos hombres, el uno aceptando gozoso, pese a su edad y delicado estado de salud, el otro desafiante, ocultándose en una bruma de palabras que significaban… ¿qué? Y Jared, ¿cómo sería con él? ¿Le haría más grande o más retraído el amor? Y si lo pensaba bien, ¿qué iba a hacer de ella el amor? Ninguna de aquellas preguntas podía tener aún respuesta. Ella no conocía los limites del amor. Se limitaba a reconocerlo. Y al reconocerlo declaraba al menos su presencia dentro de si. Y ahora la cuestión era qué hacer de él… o para ser más exacta, qué le haría a ella.

Yacía en la oscuridad y el silencio de la noche hasta que, abrumada, encendió la luz de su mesilla de noche y vio que los copos de nieve se agolpaban en la repisa de la ventana y entraban volando con suavidad a depositarse en la alfombra azul. Se levantó, cerró la ventana, recogió la nieve con el recogedor de latón de la chimenea y la echó sobre los leños grises, fríos y muertos. Estaba a punto de volver a acostarse, temblando de frío, cuando oyó pasos que se dirigían al vestíbulo. Escuchó extrañada y luego, poniéndose la bata de terciopelo azul, abrió la puerta. Edmond Hartley estaba en lo alto de la escalera, a punto de bajar, totalmente vestido, cuando la vio.

– No podía dormir e iba a buscar un libro que he visto hoy en la biblioteca.

– ¿Quiere que vaya con usted a ayudarle?

– Mi querida señora, es usted muy amable.

– Un momento -dijo volviendo al espejo para cepillarse el pelo, recogerlo y retocarse la cara con polvos, los labios con color. Vanidad, se dijo a sí misma, pero era vanidosa aun a solas. Salió del cuarto y se reunió con él que la esperaba en la escalera sin dar la menor muestra de haberse fijado en que el azul de la bata hacía juego con el de sus ojos ni de que era, en efecto, una mujer muy hermosa. Con un aire casi de tolerante paciencia dejó que ella le precediera por las escaleras a la biblioteca, donde él atizó el fuego hasta hacer prender las llamas, en tanto que Edith iba encendiendo una lámpara tras otra hasta dejar toda la estancia iluminada para que se vieran los libros en sus estantes, el gran jarrón de flores en la larga mesa de caoba, el rojo rubí de las alfombras orientales, el pulido suelo.

– ¿Por qué no puede dormir? -preguntó Edith sentándose ante el fuego.

Él estaba de espaldas, buscando entre los libros.

– Nunca duermo muy bien -replicó ausente-, y en una casa extraña… ah, aquí estaba el libro que buscaba, una rara edición de Mallarmé.

– Pertenecía a mi padre.

– Pero él era un científico…

– Era de todo -le interrumpió.

– Ah, como Jared.

Se sentó en un amplio butacón frente a ella y abrió el volumen. Luego, sin mirarla, prosiguió: