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– He sido la peor persona posible para educar a un muchacho inquieto y brillante. No me he atrevido a quererle… por temor a mí mismo, a quererle demasiado… con un amor ponzoñoso.

– ¿Puede el amor ser ponzoñoso?

El le lanzó una extraña mirada de reojo y cerró el libro.

– Ah, ya lo creo que sí. Lo aprendí muy temprano. Puede decirse que… me condicionaron a ello cuando era muy joven… a través de un hombre mayor.

Sus labios parecieron secos de pronto y se pasó la lengua por ellos.

– Jamás creí que podría decírselo a nadie. Pero quiero que… usted sepa… por qué nunca he permitido que Jared… esté cerca de mí.

Alzó sus oscuros ojos y en ellos Edith vio un desesperado ruego de que le comprendiera.

– Le comprendo -dijo con dulzura-. Lo comprendo. Y creo que ha sido usted muy noble al… emplear tal control, tal freno, tanta reverencia hacia el verdadero amor. Le respeto a usted mucho.

– Gracias. Gracias. No… no sé si nunca me han hablado así antes. Pero nunca he querido hacer nada… o que pareciera que lo hacía… que torciera el… el sentido del amor para Jared. Pensé que sería mejor dejarle crecer sin que observara ninguna expresión del cariño que siento hacia él en vez de imprimir en su ser una imagen falsa del amor. La imagen del amor se distorsiona con tal facilidad… se deforma… se pervierte en cierto modo, de forma que nunca vuelve a aparecerse como es, la única razón de vivir, el único refugio, la única fuente de energía y crecimiento espiritual. El verdadero poder del amor… la fuerza más poderosa de la vida… hace que el amor, cuando es torcido, pervertido, incluso cuando se da a quien no se debe, produzca los mayores sufrimientos de la vida.

Hablaba con tal sinceridad, desde tan dentro, que ella le vio con otros ojos, como un hombre de sentimientos profundos y dolorosísimos y quedó en silencio ante él.

– Enséñele, querida mía -le instó el anciano-. Enséñele lo que es el amor. Sólo una mujer puede hacerlo… una mujer como usted.

– Lo intentaré.

– …Quiero que te vengas a Nueva York a ver cómo marcha mi mano -le dijo Jared por teléfono.

Edith se hallaba en su escritorio una hermosa mañana de primavera; los rododendros que veía desde la ventana mostraban ya matices rosa y púrpura. Al extremo opuesto del césped otros arbustos mostraban sus últimas flores de oro y su brillo agonizante destacaba contra el fondo oscuro de las coníferas.

– ¿Por qué voy a tener que ir a Nueva York? Ya sabes que esa ciudad no me gusta.

– Lo sé, pero es que de verdad resulta maravilloso ver cómo funciona la mano, tanto que el hombre va a volver pronto a su casa. Además, te dará motivo de conocer a mi gente.

Para entonces ella ya sabía bien que cuando él hablaba de «mi gente» se refería a las personas que necesitaban los instrumentos que él diseñaba para sustituir a los pies, manos, ojos, corazones y riñones que podían perder o habían perdido. Apenas le había visto en los meses transcurridos desde que su tío y él pasaran con ella la Nochevieja, pero sus largas conferencias, generalmente a medianoche y últimamente sus cartas breves le acercaban a ella. ¿Y ella? Le parecía no haber hecho otra cosa que tocar el piano de cola en el salón de música, acudir a algunas reuniones de los comités, a cenas y conciertos y esperar a que él escribiera o le llamara. Ya no se ocultaba el hecho de que él absorbía toda su vida interior y todos sus pensamientos, de modo que cuanto hiciera tenía poca importancia en comparación con la necesidad de estar en casa cuando él llamaba. Tenía que encontrarla siempre allí, preparada para todas sus necesidades. Cuando él escribía, ella le contestaba de inmediato y en esta comunicación, remota e íntima a un tiempo, empezaron a utilizar términos cariñosos que pudieran haber prendido una llama de haber estado frente a frente. Pero en papel, con tinta, hasta las palabras «queridísimo» parecían frías.

– Es martes -le decía él-. ¿No podrías venir mañana? Cenaríamos juntos… hasta podríamos ir a bailar. Nunca lo hemos hecho. Curioso, jamás había pensado en ello. Hay siempre tanto que hablar cuando estamos juntos. ¿Hacia las tres? Nos veremos en el centro de rehabilitación… ya sabes la dirección.

– Mañana a las tres -le prometió.

¡Qué absurdo, pensaba ella cinco minutos más tarde, terminada la conferencia, que ya estuviera pensando en qué ponerse! Se decidió por el traje gris pálido con abrigo a juego, de tela delgada, corte gracioso que le sentaba a la perfección, con sombrero, zapatos y bolso del mismo tono casi plateado, todo ello como un envoltorio para las joyas de jade color verde manzana que Arnold le comprara en HongKong durante el último viaje que hicieran juntos alrededor del mundo. Así ataviada salió de casa al día siguiente después de comer, con su chofer todo elegante en un nuevo uniforme negro. Aunque habituada al lujo de su vida, se sentía especialmente dichosa, como si volviera a ser joven, como si fuera a reunirse con el amante que nunca había tenido. Alejó de su mente cualquier pequeña preocupación de su vida y se dejó llevar de su sentimiento de plena felicidad. Durante unas horas estaría con Jared, a quien ahora sabía que amaba como nunca había amado a nadie, de forma que se sentía cambiada y glorificada por el amor. Hiciera lo que hiciese, ¿cómo podría ocultarle la verdad? ¿Por qué iba a tener que ocultarla?

– …Preciosa,¿verdad? -le preguntaba Jared orgulloso.

Se hallaban en una sala rectangular, desnuda de decorado, pero clara con el sol de la tarde que entraba a torrentes por las ventanas sin cortinas. A lo largo de las paredes había estrechas camas de hospital, cada una de ellas ocupada por hombres con diversas amputaciones. Entre todas no había un solo hombre completo, se fijó Edith al mirar alrededor. Sólo Jared era perfecto, cruelmente perfecto, pensó, y había que dar crédito a aquellos hombres pálidos sentados o tumbados, por no demostrar odio en sus cansados rostros.

Lo que Jared llamaba «preciosa» era de hecho el objeto más horrible que Edith viera jamás, un instrumento de dos dedos en un brazo de metal recubierto con una superficie de goma del color de la carne humana.

– Déjame ver cómo funciona -le respondió.

– Demuéstreselo -ordenó Jared.

El hombre, muy joven, que tenía el instrumento fijado bajo la camisa, obedeció. Los dos dedos se movieron, por separado y juntos, como un índice y un pulgar.

– Ahora cójale de la mano.

Edith dominó el impulso de apartarse de su alcance y dejó que los dos dedos de goma le tornaran la mano con suavidad.

– ¿Siente su mano, lo suave que es, lo blanda? -preguntó ansioso Jared al hombre.

– Ya lo creo que la siento -repuso éste guiñando con guasa.

Edith se echó a reír y al punto todos los hombres de la sala rieron también y ya no le importó el tacto de los dedos de goma, el índice que le acariciaba la palma de la mano.

– Ya basta -dijo Jared-. No hay que llevar las cosas al extremo, por buenas que sean.

Reía también al hablar, pero Edith observó que se sentía orgulloso.

– Tienes derecho a sentirte orgulloso -dijo retirando la mano con dulzura.

– Gracias… también yo estoy contento. Este chico… perdió el brazo derecho en Danang, ¿verdad Bill?

– En Danang, sí señor. Fui a coger lo que parecía un racimo de plátanos y de pronto explotaron…¡bang!

– Bueno, lo que hemos hecho juntos ayudará a muchos otros también. No lo olvide, ¿eh, Bill?

– Seguro.

Jared y Edith se alejaron de los heridos y ya en el corredor ella suspiró, olvidando por un instante todo menos el rostro tenso, el cuerpo delgado como un esqueleto del hombre de la mano.

– Es tan joven, Jared.

– Aún no tiene veintiún años, y no sé de una alegría mayor en la vida que la de ver que esa mano artificial funciona.

Absortos en la alegría común, se olvidaron de sí mismos.