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– ¿Cuánto es capaz de sentir en realidad? -preguntó ella-. ¿Cuánto es producto de la imaginación de ese chico?

– Verás, cariño -sonrió Jared-, yo diría que en su vida ha sentido muchas manos suaves y la memoria ayuda a la imaginación, estoy seguro… y por supuesto, la vista. ¡Tu mano parece suave, sabes! Pero parte es real… la presión de un material blando contra la carne tibia. Ah, sí, gran parte es lo bastante real como para transmitir cierto placer.

Qué pena, pensó ella, que la palabra de afecto que él había utilizado sin darse cuenta al parecer hubiera llegado a usarse con tanta frecuencia que ya carecía de sentido. ¿Carecía de sentido? Pero él jamás se lo había dicho antes. Calmó el súbito latido de su corazón y habló en voz queda.

– Espero que muy pronto conozca alguna chica que sea capaz de saber lo que la mano que tú le has hecho puede sentir. Entonces a ella también le parecerá algo hermoso.

– Así lo espero.

Jared se detuvo ante una puerta, sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura.

– Este es mi laboratorio. ¿Te acuerdas que te dije que quería trabajar en un estetoscopio? Pues ya lo estoy haciendo.

Abrió la puerta y entraron. Era una estancia bastante grande, llena de delicada maquinaria y a un extremo, bajo las ventanas, había una mesa de trabajo recubierta de cromo. Sobre ella una complicada pieza de maquinaria.

– No entiendo nada -dijo ella.

– Es un método para comprobar estetoscopios. Sabrás que es muy importante que un estetoscopio observe con exactitud y transmita con claridad. Lo que oye no tiene que ir deformado por alguna vibración, por ejemplo. Para ello he diseñado un micrófono monitor, ésto de aquí, pero entonces el oído del que escucha debe oír perfectamente. He diseñado un oído artificial… no se parece como a una oreja de verdad ¿eh? Pero oye… es decir, con un sistema así, ¿cuánto oye en realidad? ¿Hasta dónde? ¿Con qué claridad? Pero he tenido que verificar también el oído artificial con otro hecho de distinto material y, por supuesto, todo hay que comprobarlo una y otra vez. Utilizo grabaciones de la cavidad pectoral humana… corazón, respiración, etc…

Ella le escuchaba, siguiendo ahora bastante bien lo que le decía, pero en tanto que su cerebro comprendía, otra parte más sutil de su ser se sentía tensamente consciente de su proximidad física, de sus manos que se movían por la maquinaria al tiempo que demostraba su funcionamiento, de la voz que era música para los oídos de ella, el perfil recortado contra las paredes grises, todo su ser dinámico absorto en las palabras del hombre. Una oleada de alegría invadía su interior. Se sentía viva como jamás se sintiera antes, ni siquiera en su juventud. Estaban juntos y contaban con horas brillantes por delante.

…Horas más tarde estaba en sus brazos. Bailaban entre un plato y otro en un restaurante famoso, un lugar a donde era costumbre acudir después del teatro, por lo que no estaría lleno hasta después de medianoche. Habían acudido a él temprano, pero la orquesta ya tocaba un vals lento.

Me alegro -dijo ella-. No soy capaz de bailar los ritmos modernos. No sé bailar sola.

– ¿Y quién quiere bailar solo? -replicó él.

El propietario acudió a saludar a Jared por su nombre.

– Es un amigo de mi tío -explicó el joven Edith.

– Me gusta tu tío.

Charla ligera, pero aquella noche Edith no tenía ánimo para hablar en serio. Ambos estaban demasiado al borde de algo desconocido, un paso más el uno hacia el otro, paso que ella no sabía si deseaba dar, ni siquiera si podría detenerse una vez iniciado.

– ¿Por qué me dices ahora que te gusta mi tío? -preguntó Jared al ocupar sus asientos.

– No sé, porque me he acordado de él. Tal vez porque le tengo lástima.

– Él es feliz.

Edith se daba cuenta de que Jared se sentía como inquieto, y no le dijo que se había acordado de su tío por que le compadecía, por no poder sentir la alegría que ella experimentaba.

– Bailemos -dijo Jared agitándose.

Se levantó y la condujo a la pista. Hacía mucho que no bailaba, pues a Arnold no le había gustado bailar y desde su muerte ella no había salido. Ahora, bajo la maestría de Jared, respondía con su propia delicia subrayada por el placer del nuevo amor.

– Bailas maravillosamente -le dijo él.

Apoyó con suavidad la mejilla en el cabello de la mujer y ella se plegó, en tanto que contenía las palabras de amor que esperaban, impacientes, a ser pronunciadas. A su alrededor empezaron a salir algunas parejas, pero a la tenue luz no reconoció a nadie más que a un hombre que les habló al pasar con una joven rubia en sus brazos.

– Hermosa pareja tienes, Jared.

– Gracias, Tim -repuso con frialdad, alejándose. Y añadió fingiendo fastidio-. Ojalá no hicieras que hombres mayores que yo me envidiaran.

– Pero sí está con una chica preciosa -rió ella.

– ¿Quién quiere una chica preciosa? Además, no me he fijado. Sólo te veo a ti.

El encantamiento de la velada continuaba. Volvieron a la mesa y guardaron silencio mientras comían, hasta que él volvió a levantarse para invitarle y juntos volvieron a la comunión del baile, él estrechándola hacia sí, ella plegándose a sus movimientos. Peligroso, se decía, peligroso, pero indescriptiblemente dulce. No tenían que hablar, sólo dejarse unir por la lánguida delicia de hallarse juntos, reunidos por el ritmo y el movimiento de la música.

Al final ella empezó a asustarse de sí misma y de él. Una prudencia interior le frenaba. Tenía que romper el hechizo ahora, antes de que fuera demasiado tarde, vencida por su propio deseo, antes de dejarse conducir a una soledad cuando, a solas con él, ya no pudiera controlar su anhelo. Era casi medianoche y la gente que venía del teatro empezó a llenar el comedor.

– Tengo que irme a casa -dijo al terminar la danza, en tanto que la orquesta efectuaba una pausa para descansar.

Jared se separó de ella de mala gana, reteniéndola aún por la mano.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque tengo que hacerlo.

Él se quedó callado, muy callado. Pagó la cuenta y la acompañó al auto de ella, que esperaba a la puerta. Estaba tan silencioso, con rostro tan grave al mirarla en la oscuridad de la calle que Edith se preguntó si le habría herido sin querer. Veía sus ojos turbados, o así le pareció, al esperar un momento mientras ella se ponía cómoda en el asiento.

– Buenas noches -dijo Edith-. Ha sido una velada maravillosa.

– ¿Estás segura? ¿No he sido egoísta al retenerte sólo para mí?

– Era como yo deseaba estar.

Sus ojos se unieron en un intercambio largo, sostenido, una comunicación. Más pronto o más tarde, se dijo para sí, tendrían que ponerlo en palabras.

…Al día siguiente se levantó con el ánimo decidido. El día transcurrido en Nueva York había sido una doble revelación. Había visto a Jared en su trabajo y se había vista a sí misma como una mujer enamorada. ¿Qué tenían que ver ambos aspectos entre sí, si es que había algo? Por supuesto que había algo entre ambos, se decía. Por supuesto que el amor tenía para ella un sentido, un significado. Pero para él… ¿qué? Incluso antes de levantarse de la cama, incluso en el mismo momento de despertarse por la alegría y los cantos de los pájaros que había en la hiedra inglesa que trepaba por las paredes junto a su ventana abierta, ya había empezado a hacerse preguntas. Permaneció tendida unos minutos, cerrados los ojos. Debía efectuar una pausa, se dijo, debía pensar en qué hacer de sí misma, incluso de Jared. El tiempo de guardar luto por Arnold, incluso por Edwin, había terminado. Otra primavera había llegado, otro amor, una nueva vida estaba a punto de empezar. Pero ¿cómo iría a ser aquella nueva vida? Aún estaba en su mano el decidir, aunque tan obsesionada estaba por Jared que quizá ya no estuviera más en su poder si volvía a verle, sin recibir más fuerzas de una decisión. Se sintió abrumada al darse cuenta de su propia debilidad. «Soy capaz de cualquier cosa», se dijo con atónita desazón. «Soy totalmente capaz de seducirle. ¡Y temo que eso es lo que haría! Si estuviéramos solos en algún sitio una tarde, hasta en esta misma casa, lo haría. Y él no se resistiría. Ya ha pasado más allá del punto de resistencia. Ya empieza a pensar en mí de esa forma.»