Se daba cuenta de que en su razonamiento había una doble naturaleza. Una se deleitaba en la posibilidad de la seducción, oh, sí, una seducción tan hábilmente llevada a cabo que parecería como si él fuera el agresor y ella quien se doblegara. ¿Y la otra? En aquel momento le parecía tan vaga, tan tenue como un fantasma. El sol de la mañana brillaba con demasiado calor en el lujoso dormitorio, la cama era demasiado blanda, su cuerpo demasiado listo de sano deseo. Sólo era capaz de pensar en la noche anterior cuando, ceñida contra él, se habían movido como uno solo en los lentos pasos de la danza. Por un momento se sometió al deseo; luego, incapaz de soportar su soledad, echó a un lado la ropa de cama y se levantó.
¡Aquel ritual cotidiano de cuidar de la carne! Se situó ante el espejo, se retorció el largo cabello en lo alto de la cabeza, lo sujetó con horquillas, dispuesta para la ducha. Luego se inclinó hacia adelante para examinar su imagen. Aún resultaba bella por las mañanas, pero ¿seguiría siempre igual, la vería él siempre así? Sin maquillaje aún poseía color, sus labios eran de un rojo suave, las mejillas tenían cierto rubor, los ojos eran azules bajo las cejas levemente marcadas. Tenía hermosos ojos, la gente siempre se fijaba en ellos y al verse, le parecía contemplar a otra mujer que había despertado a una nueva clase de vida, cambiando el frío exterior, desaparecida la calma, una mujer trémula, interrogante, tímida, quizá confusa o no lo bastante osada. Era ella, y volviendo a mirarse sintió miedo. Se apartó de la imagen y se apresuró a volver a la rutina de bañarse y vestirse, de tomar el desayuno como de costumbre en la mesita preparada para ella sola en el ventanal del comedor, servida por Weston con grave silencio mientras bebía el zumo de naranja y comía su habitual huevo hervido con tocino y una rodaja de pan integral sin mantequilla.
– La cocinera me pregunta si desea mollejas para el almuerzo, señora -dijo Weston cuando ella hubo concluido.
– Muy bien -musitó sin importarle, y se dirigió a su escritorio en la biblioteca. De un cajoncito sacó los planos de la casa junto al mar, la casa que tal vez levantaría o no un día. ¿Cómo iba a saberlo? Todo dependería de la mujer que iba a vivir en ella, sola o no.
Pasó la mañana con los planos, rematándolos hasta el último detalle de puertas y ventanas. Luego, como el día seguía siendo hermoso, ordenó que la sirvieran la comida en la terraza y allí, resguardada por las altas coníferas que la ocultaban incluso a los agudos ojos de Amelia, se sentó a pensar mientras comía, deteniéndose de vez en cuando a echar un poco de pan a una ardilla que la miraba con penetrantes ojillos negros. Terminada la raja de melón de postre, se levantó, y decidida, dio las órdenes pertinentes.
– Weston, diga por favor al chofer que traiga el coche dentro de media hora. Voy a ir a Colinas Rojas, en Jersey.
– Si, señora.
…Junto al mar el aire fresco todavía. Dejó el coche y al chofer en la carretera y caminó por las dunas a lo alto del acantilado donde empezaban las rocas grises. Se sentó sobre un tronco curtido a todos los vientos, un pino retorcido que alguna tormenta había arrancado y abandonado. El mar se movía en breves olas con rizos de espuma blanca bajo el cielo azul. Allí en la orilla el mar era azul sobre las profundidades verdes, pero hacia el horizonte adquiría un tono púrpura más profundo. Edith estaba sola, quería saborear su soledad, sumirse en su hondura, en su profundidad sin límites. Porque aquél era el mal de amar a un hombre como ahora sabía que amaba a Jared. El amor hace que el que ama se sienta solo sin el ser amado, una soledad eterna que nada puede llenar hasta volver a estar con el amado. Se apartó de toda otra presencia. ¿Cuánto tiempo hacía desde que fuera al encuentro de sus antiguas amistades? Ni siquiera a Amelia había visto en varias semanas. Había rechazado todas las invitaciones, había contestado con impaciencia las llamadas telefónicas, se había emparedado con su propia obsesión del amor. Pero la noche anterior se había obligado a ver claro. Así no podía continuar. Pero ¿hacia dónde dirigirse para cambiar? ¡Pregunta sin respuesta!
Suspirando se puso en pie. De pronto deseó bajar de aquel alto. El lugar era demasiado solitario, así colgado entre mar y cielo. Bajaría. Descendería por la destartalada escalera a echarse en la blanca arena de la playita. Asomándose al borde del acantilado vio una pequeña cueva bajo la roca. La marea era baja, la arena estaría seca y caliente, sin duda del sol. Allí se ocultaría. Allí podría escapar. Miró al coche que estaba en la carretera. El conductor dormía tras el volante, la boca abierta, la gorra ladeada. Ni él siquiera sabría dónde había ido.
Bajó los escalones, asiéndose a la endeble barandilla y puso los pies en la suave arena blanca. La cueva quedaba a unos centímetros de altura sobre la playa y entró; era un lugar abrigado del viento. Se quitó el abrigo, lo dobló a guisa de almohada y se echó en la cálida arena. La roca que quedaba encima proyectaba suficiente sombra para protegerle cabeza y hombros, pero el aire era fresco, de modo que el calor del sol sobre el cuerpo resultaba aún más agradable. Suspiró, se relajó y se sintió calmada y oculta. Una hora de descanso le sentaría bien. Había dormido mal la noche anterior, despertando a menudo. Antes de darse cuenta se había evadido en un sueño profundo, mecida por el chapoteo de las olas.
…Se despertó súbitamente al oír su nombre una y otra vez.
– ¡Edith…, Edith…, Edith!
Abrió los ojos despacio, los alzó hacia la dominante roca y no pudo recordar dónde estaba.
– ¡Edith…, Edith!
Sentóse y se sacudió la arena del pelo. Tenía los pies húmedos, en el agua. Y era la voz de Jared la que le Llamaba. Bajaba corriendo las escaleras.
– ¡La marea ha vuelto, querida estúpida! No podía verte hasta que te has movido. ¡Cómo has podido hacer una cosa así! ¿Cómo has llegado sola hasta aquí? ¿Dónde tienes el auto?
Se enrollaba los pantalones preparándose para vadear hasta ella.
– Quítate medias y zapatos. El agua Llega sólo como hasta las rodillas, pero unos pocos minutos más y… ¡gracias a que el día está tranquilo! Pero la marea está subiendo, la cueva se hubiera llenado…
Ella se quitó las medias y luego, con los zapatos en la mano, fue cruzando el agua hasta él. Antes de llegar a mitad de camino Jared había llegado hasta ella y, rodeándola con sus brazos, la condujo a los escalones.
– Sube lo más de prisa que puedas -riñó-. No, esperaré a que hayas llegado arriba. Esta escalera no soportaría el peso de los dos y no tengo ganas de escalar el acantilado.
Esperó, en tanto que la marea se arremolinaba a su alrededor hasta que ella subió y llegó a tierra firme. Luego subió a su vez con el calzado en la mano y se colocó ante Edith. Estaba pálido y furioso.
– Podías haberte quedado ahí copada -gritó.
– Sé nadar -respondió con humildad y sentándose en una roca se fue poniendo las medias mientras él la contemplaba, siempre enfadado.
– He ido a tu casa. Weston me ha dicho dónde estabas. ¿Dónde está el condenado de tu chofer?
– Probablemente preguntándose dónde estoy y habrá ido a decir que he desaparecido, o algo por el estilo.
– Tienes unas piernas y unos pies muy bonitos -dijo él de pronto como si no le hubiera oído.
– Ya me lo han dicho. -Una vez vestida se atusó el pelo-. He perdido el sombrero.
– Qué importa un sombrero -gruñó Jared.
– Nada, dadas las circunstancias, sobre todo cuando no hay nada que hacer. La marea se lo ha llevado. Les interrumpió el regreso del coche acompañado de otro de la policía.